miércoles, 31 de julio de 2019

Homero 6

 Llegamos a la luna poco antes de las cuatro y media de la tarde, hora continental. Fue un alunizaje casi perfecto, sólo hubo un pequeño problema con una de las válvulas motrices TC-22 del sistema de inducción, pero lograron advertirlo con tiempo suficiente para reactivarla fuera de línea desde el tercer panel lateral. Lástima.
Así que allí estábamos al final, en la luna. Habíamos consagrado los dos últimos años de nuestras vidas a aquel único objetivo, pero todo lo que podíamos hacer ahora era permanecer en el más absoluto de los silencios, sin saber qué coño decir, sin saber siquiera adónde mirar.
Noté que las venas de las manos se me hinchaban ligeramente dentro de los guantes y empezó a picarme un poco detrás de la oreja izquierda.
Estábamos en la luna. Y nadie decía nada. Y el silencio empezaba a resultar casi ridículo.

La primera en romperlo fue la comandante en jefe Schneider.
  -Bueno, señores –dijo-, estamos en la luna.
  -Sí, mi comandante, estamos en la luna –dijo el capitán Sandrelli.
  -Sí, en la luna –dijo el capitán Jackson.
  -Sí –dijo el capitán Dupont.
 Yo no dije nada. Sólo esperaba el momento de poder quitarme el casco y rascarme la oreja.
Después, otra vez el silencio. Pasaron dos o tres minutos y entonces la señal del monitor central se restableció de nuevo y vimos por el fin el centro de operaciones de Sicilia.
  -Homero 6, Homero 6, aquí el centro de operaciones de Sicilia, aquí la Tierra. ¿Nos reciben? ¿Pueden vernos?
  -Sí, mi general –dijo la comandante en jefe Schneider-, les recibimos.
  -Confirmen situación, confirmen situación. ¿Dónde están?
  -Estamos en la luna, mi general.
 Un tímido rumor de voces y de gritos empezó a alzarse detrás del general Montini, que ocupaba la totalidad de la pantalla en un primer plano fijo. Volvió la cabeza un segundo y levantó una mano, el rumor cesó al instante. Después se giró de nuevo hacia la cámara y anunció con el tono de voz más solemne que fue capaz de encontrar:
  -Muchachos... estáis en la luna.
 Entonces, sí. Entonces estalló una auténtica tormenta de gritos, de aplausos, de vítores allí abajo. Papeles y gorras volando en el aire, manos que nos saludaban con los pulgares hacia arriba, vasos de plástico chocando contra vasos de plástico, brindando por nosotros, por el Homero 6.
Lo habíamos conseguido. Éramos la hostia. Estábamos en la luna.

2
Tuve un sueño extraño aquella noche. Soñé que entraba en una iglesia, que Cristo bajaba de la cruz del altar al verme y que venía corriendo hacia mí. Al final me ponía una mano llena de sangre en el hombro y decía sonriendo:
    -¿Puedes sustituirme diez minutos? Tengo que salir a hacer una llamada.
 Me despertó el capitán Jackson. Abrí los ojos y lo vi allí, con esa cara de hijoputa imbécil que tienen los ingleses cuando te despiertan.
  -Arriba, teniente Menéndez, desayuno y reunión.
 Catorce palabras acerca del desayuno: la leche sabía a lejía caducada y los pastelitos congelados a albóndigas de muerto.
Costaba mucho acostumbrarse a aquella bazofia, a pesar de que llevábamos más de tres meses comiéndola cada día como parte del entrenamiento.
La reunión de trabajo empezó con una eterna pero muy sentida arenga de la comandante en jefe Schneider, en la que nos invitaba a sentirnos orgullosos del camino recorrido y nos exhortaba a dar lo mejor de nosotros mismos, “sin reservas ni límites posibles”, durante los históricos momentos que nos disponíamos a vivir.
  -Otros estuvieron antes aquí. Otros vendrán después –dijo-. Siempre los mejores. Sólo los elegidos. Nosotros formamos parte ya de esa privilegiada casta, pero no hemos venido hasta aquí para dar saltitos y hacernos fotos con banderas. No hemos venido a la luna para estar en la luna, hemos venido a la luna para hacer más grande la Tierra, para hacer más grande Europa. Hace dos mil seiscientos años, cuando el rapsoda ciego Homero, aquél que fijó los códigos del auténtico viaje y que hoy da nombre a nuestra nave; hace dos mil seiscientos años, decía...
 Cuando abrí los ojos de nuevo, la comandante en jefe Schneider seguía hablando, pero ahora se dirigía a mí personalmente:
  -¿Y bien, teniente Menéndez? ¿Qué valoración haría usted de lo que acaba de escuchar? ¿Sería tan amable de decírnoslo?
  -Bueno... estoy básicamente de acuerdo con usted, mi comandante.
  -¿Ah, sí? ¿En qué?
  -En lo de Homero, sobre todo.
  -¿En lo de Homero? ¿A qué se refiere, exactamente?
  -Bueno... a lo de... a lo de que... a lo de que se volvió ciego a los sesenta años, y todo eso.
 El capitán Sandrelli soltó una risita. Una risita que me recordó mucho a los gruñidos de los ratones que el capitán Jackson llevaba en el módulo laboratorio de la nave.
  -¿Y qué piensa de lo que he dicho después, teniente Menéndez? ¿Qué valoración haría usted de ello? –me preguntó la comandante en jefe Schneider.
  -¿De lo que ha dicho después?
  -Sí.
  ¿Después de qué?
  -Después de Homero.
  -Ah, de eso... bueno... ha sido muy... muy... muy hermoso.
  -¿Sí?
  -Sí.
  -¿Le ha parecido hermoso?
  -Sí, básicamente hermoso.
  -Vaya, qué punto de vista tan peculiar. ¿Le parece a usted hermoso el modo en que ardió Galileo en la pira de la barbarie y la ignorancia por proclamar que la Tierra giraba alrededor del sol, teniente Menéndez?
  -Bueno... eso no... claro que no... yo me refería... me refería básicamente a...
  -Le diré a lo que me refiero yo ahora, teniente Menéndez. Si vuelve a dormirse durante una reunión de trabajo, le aparto inmediatamente del grupo y le pongo a sacar brillo al exterior de la nave hasta el final de la misión. A eso me refiero yo, básicamente.
 Luego me enteré de que no había dicho una sola palabra acerca de Galileo. Sandrelli me lo dijo. Me dijo que sólo había mencionado a Homero al principio y que, después de eso, únicamente habló de asuntos técnicos relacionados con la misión. Me lo dijo, soltó otra risita de ratón y salió.
Menudo gilipollas el capitán Sandrelli, ¿eh? Menuda puta la comandante en jefe Schneider.

3
La ingravidez es un muermo. Al principio te hace gracia, flotas en el vacío, te sientes ligero y todo eso, pero cuando llevas un rato colgado de ninguna parte, empiezas a pensar que eres un tonto del culo y quieres bajarte de allí.
A mí me pasaba eso, se lo comenté al capitán Dupont.
  -Tú mismo –dijo.
  -Gracias, Dupont.

4
Y llegó la hora de salir al exterior. La comandante en jefe Schneider decidió que fuera Dupont quien se quedara en la nave mientras los demás hacíamos el primer reconocimiento. Le pregunté si podía quedarme con él.
  -¿Cómo?
  -Preferiría quedarme con Dupont.
  -¿Por qué?
  -Bueno, me hacen un poco de daño las botas.
 Me miró de arriba abajo. Había un leve brillo de algo muy parecido al asco en aquella mirada.
  -En marcha –dijo.
  -Ningún elemento del grupo puede permanecer solo en la nave o alejarse del grupo fuera de la nave –dije de un tirón, mirándome fijamente a los ojos en el cristal oscuro de su casco-. Instrucciones expresas de Sicilia.
  -Teniente Menéndez.
  -¿Sí?
  -¿Quién manda aquí?
 Empecé a caminar hacia la salida.
  -Teniente Menéndez.
 Me detuve y volví la cabeza.
  -¿Quién manda aquí?
  -Usted, mi comandante.
  -En marcha.

5
Lo mejor de la primera salida al exterior no fue cuando la comandante en jefe Schneider clavó la bandera de la Comunidad Europea en el suelo lunar. Lo mejor de la primera salida al exterior fue cuando Sandrelli metió el pie en un agujero. No llegó a darse de morros contra el suelo lunar, por la mierda de la ingravidez y todo eso, pero aun así no pude reprimir una risita de ratón.
La comadante en jefe Schneider se volvió hacia mí. Me miró de nuevo de aquel modo, pero esta vez no dijo nada. Seguimos adelante.
La muy puta me hizo coger las piedras más grandes. Las más grandes de todas. Cuando regresamos a la nave, las dejé en el módulo laboratorio, salí mientras ellos preparaban todo para un primer análisis de alcance y me acosté a dormir la siesta.
Empecé a soñar que estaba ante la puerta del Arca de Noé, intentado convencerle para que me dejara entrar.
  -¿Qué clase de animal eres tú? –me preguntó Noé.
  -¿Yo?
  -Sí.
  -Yo no soy ningún animal. Soy una persona.
  -Entonces no puedes entrar.
  -¿Por qué?
  -Porque sólo pueden entrar animales.
  -¿Sólo animales?
  -¿Sí?
  -¿Por qué?
  -Porque así está escrito.
  -¿Dónde?
  -¿Dondé qué?
  -¿Dónde está escrito eso?
  -No puedo perder más tiempo contigo, lo siento. Tengo mucha prisa, va a empezar a llover. Suerte.
 Se volvió hacia el Arca.
  -No creo.
 Se volvió hacia mí.
  -¿Qué es lo que no crees?
  -No creo que llueva hoy.
  -¿Ah, no?
  -No, está haciendo sol.
 Empezó a reírse. Me miraba y se reía.
  -¿De qué te ríes?
  -De nada, no importa. Lo dicho, mucha suerte.
 Se volvió de nuevo hacia la nave.
  -Un momento –dije.
 Se volvió de nuevo hacia mí.
  -¿Qué pasa ahora?
  -No soy una persona.
  -¿Cómo?
  -No soy una persona.
  -¿No eres una persona?
  -No, no soy una persona.
  -¿Qué eres entonces? 
  -Soy un animal.
  -¿Qué clase de animal eres?
  -Soy... un oso hormiguero.
  -¿Un oso hormiguero?
  -Sí.
  -No tienes pinta de oso hormiguero.
  -Pues lo soy, puedo demostrártelo, saca una hormiga del Arca.
 Entonces empezó a llover. Noé entró corriendo en el Arca y cerró la puerta tras él. Di puñetazos en la puerta, di patadas en la puerta, arañé la puerta. Quería gritar también, pero llovía cada vez más fuerte y la boca se me llenaba de agua.
Justo en ese momento, me despertó el capitán Sandrelli.
  -¿Qué coño haces aquí? –me preguntó.
 Me volví hacia el otro lado de la cama y cerré de nuevo los ojos.
  -Levántate. Levántate ahora mismo y deja ya de joder, Menéndez.
  -Sandrelli.
  -¿Qué?
  -Vete a la mierda.
  -Informaré de esto a la comandante en jefe Schneider- dijo, y salió.
 Menudo gilipollas, ¿eh?

6
Cena y reunión de trabajo. Ni una palabra acerca de la cena. Fui la estrella de la reunión. La comandante en jefe Schneider la empezó diciendo que mi comportamiento estaba siendo sencillamente intolerable, que no iba a consentir una nueva falta de respeto o una nueva dejación de obligaciones por mi parte y que, en caso de que algo así volviera a ocurrir, no dudaría en apartarme definitivamente del grupo e informar al centro de operaciones de Sicilia. La terminó diciendo “se terminó la reunión”.

7
Volvimos a salir al exterior al día siguiente. Volvieron a tomar muestras de arena, volvieron a colocar sondas biosensibles aquí y allá, volvieron a hacer fotos, volvieron a grabarlo todo en formato
crypter... volví a coger piedras. Cogí una muy pequeña y me quedé un rato mirando a mis amiguitos de la luna, preguntándome qué coño les había llevado hasta allí, preguntándome qué coño hacíamos allí.
Miré a Jackson y pensé: bueno, vale, es una eminencia de la bioquímica moderna, autor de algunas teorías que han revolucionado el curso de la historia en ese campo durante los últimos quince años. Vale, muy bien, pero... ¿por qué era tan condenadamente feo? ¿Le habían elegido por eso? ¿Le habían elegido para asustar a posibles aliens y demás fauna galáctica en caso de que decidieran atacarnos?
Miré a Sandrelli y pensé: físico nuclear, experto en termodinámica comparada, doctor honoris causa por las universidades de Yale y Milán. Un nuevo Einstein, de acuerdo. ¿Y qué? Era siciliano. ¿Quién podría asegurarme que, en realidad, no formaba parte de aquella misión gracias a la presión de algún pariente mafioso? Además, todo el mundo sabía que la comandante en jefe Schneider y él llevaban montándoselo más de medio año. Trataban de ocultarlo todavía, pero era un secreto a voces. Todos nos conocemos en el mundillo del espacio.
Miré a la comandante en jefe Schneider y pensé: bióloga, astrofísica, coronel del ejército alemán, casi diez años liderando proyectos de todo tipo en la agencia espacial europea, una autoridad incontestable en el campo de los satélites de última generación... Sí, vale, muy bien, vale, ya basta. ¿Pero por qué tenía que creerme yo que todo eso, además de sus dotes innatas de mando, su leyenda de mujer fría e inflexible, sus condecoraciones y medallas, eran las verdaderas razones que la habían convertido en la primera mujer en comandar una misión real? Lo más probable es que se la hubiera chupado a base de bien al general Montini y a media plana mayor del ejército alemán para conseguirlo.
No pude mirar al capitán Dupont, se había quedado en la nave otra vez, pero pensé en él, de todos modos. Pensé: genio de las telecomunicaciones, gurú de la fibra óptica, uno de los pioneros indiscutibles de la revolución informática de la última década, premio Copérnico por su ensayo “Internet: nido de futuro, nido de vicio”. ¿Sí? ¿Y qué más? Qué más, ¿eh? Chorradas. Yo me habría apostado el cuello a que estaba allí porque Bill Gates le había puesto allí. Había sido su asesor personal en la sombra durante algún tiempo, al menos al principio.
Además, Dupont estaba sencillamente loco. Despreciaba al género humano en su totalidad, tenía pinta de violador, se pasaba el día con la mirada clavada en la pared más cercana y nunca hablaba con nadie. Me caía bien.
Después pensé en mí: licenciado en ingeniería técnica por la Universidad de Albacete y sobrino nieto de Rafael Menéndez Castillo, el Niño de la Hormigonera.
Mi tío abuelo Rafael fue novillero. No llegó a tomar la alternativa, un morlaco negro zaíno le segó una rodilla en Ciudad Real cuando tenía apenas diecinueve años. Pero llevaba la fiesta en la sangre, así que se convirtió en apoderado. Supo relacionarse, moverse en ese proceloso mar de intereses oscuros e intrigas, hacerse un nombre entre el escalafón, buscarse la vida. Llegó a apoderar a diestros de la talla de Paco el Sabandija, Andrés Hidalgo o Juanito de Andorra . Era un hombre de ley, a pesar del oro y los laureles, jamás se olvidó de la familia. A mi padre, sin ir más lejos, le consiguió un puesto de vigilante nocturno en el antiguo observatorio astronómico de Villanueva de la Sierra.
Sí, hizo eso, le consiguió aquel puesto y... ahí empezó todo.
Mi padre se convirtió poco a poco en un apasionado de la aventura espacial, él, que ni siquiera tenía coche. Los técnicos del observatorio llegaron a tomarle cariño con el tiempo, solía hacerles chapuzas gratis en sus casas los fines de semana.
El caso es que, entre el observatorio, las chapuzas y los bares, le veíamos más bien poco el pelo por casa (le gustaba el solisombra que daba miedo). Pues bien, una mañana de resaca, estaba cambiando unas tejas en la casa del director del observatorio, resbaló, cayó al suelo y se partió la crisma. En su lecho de muerte, me hizo prometerle que estudiaría mucho y que iría a la luna en su nombre algún día (las resacas de solisombra son de lo peor).
Quiso la fortuna que el director del observatorio fuera, además, general de aviación, y este buen hombre se encargó del resto. Asumió la última voluntad de mi padre como algo personal, casi hasta la obsesión. Supongo que era un modo de sentirse menos culpable por haberle hecho subir a su tejado en aquellas condiciones. No diré cómo se llama este buen hombre, por motivos obvios de seguridad, aún vive.
En fin, aquí estaba yo ahora, quince años después, cogiendo piedras en la luna, recordando a mi padre y al general de aviación Sánchez Luján, aquel par de hijoputas que me habían llevado hasta allí. Nunca he querido ser astronauta, me importa una mierda la luna. Yo quiero ser torero, como mi tío abuelo Rafael.
La voz de la comandante en jefe Schneider me devolvió de pronto a la superficie lunar.
  -¿Qué pasa, teniente Menéndez? ¿Es su hora de la meditación? Coja esa piedra que hay a su izquierda.
 Miré a mi izquierda y la vi: Virgen Santísima, era la piedra más grande de la luna.
  -Mi comandante.
  -¿Sí, teniente Menéndez?
  -¿Puedo volver a la nave? Tengo que ir al servicio.
  -Teniente Menéndez, coja esa piedra ahora mismo.
 Puta cabrona. Era verdad, me habían entrado ganas de cagar recordando a mi padre. Pero apreté el culo, me agaché y cogí la piedra.

8
Aquella noche soñé que iba caminando por la ladera de una montaña. De pronto, veía a alguien al fondo, en la cima de una pequeña colina. Subí hasta allí. Era Abraham, tenía un hacha en la mano.
  -Hola, Abraham –dije- ¿Qué haces?
  -Ya ves, aquí andamos, voy a matar a mi hijo.
  -¿Qué?
 Me señaló con el hacha a sus pies. Miré abajo y vi a un niño. Estaba de rodillas en el suelo, con la cara apoyada en una piedra.
  -¿Es tu hijo?
  -Sí.
  -¿Y vas a matarle?
  -Sí, tengo que cortarle la cabeza.
  -¿Por qué tienes que cortársela?
  -El Padre me lo ha ordenado.
  -¿El padre de quién?
  -Mi Padre.
  -¿El abuelo del niño te ha ordenado cortarle la cabeza?
  -Mi Padre, el Señor, Yavé, Dios... Él me lo ha ordenado.
  -Ah, ése.
  -Sí.
  -¿Y vas a hacerlo? ¿En serio?
  -Sí.
  -Venga, Abraham, no me jodas, es tu hijo.
  -El Señor lo ha dispuesto así.
  -Venga, coño, piénsalo bien.
  -No hay nada que pensar cuando Yavé ordena. Cuando Yavé ordena, hay que cumplir sus órdenes.
  -Vale, vale, lo que tú digas. Pero no sé... podrías decirle que lo intentaste, que tratarse de cumplir su orden pero que el hacha no estaba lo bastante afilada, por ejemplo. Mira, le hacemos un pequeño corte en la nuca con un cuchillo y asunto resuelto, te lo digo yo. Seguro que se lo traga, no sospechará nada.
  -¿Mentir a Yavé? Yavé lo ve todo. Yavé está en todas partes, Yavé nos está mirando ahora. Yavé...
  -Papá –le interrumpió el niño-, me canso, me duele el cuello.
  -Tranquilo, hijo mío. No te muevas, voy a cortártelo ya.
  -Vale.
 Vi cómo levantaba el hacha en el aire, vi cómo la mantenía en vilo un instante, vi cómo empezaba a descargar el golpe... en ese momento me abalancé sobre él y traté de desviarle el brazo... vi cómo mi oreja izquierda caía, vi cómo rebotaba en la cabeza del niño, vi cómo aterrizaba en el suelo. Me la había rebanado de cuajo.
El niño se levantó y le dio la mano a su padre.
  -Vámonos, papá.
  -Sí, vámonos, hijo. Alejémonos de este loco del sombrero de cristal.
 Me llevé una mano a la cabeza al escuchar eso. Era cierto, llevaba mi casco de astronauta ahora. Ahora que no lo necesitaba, ahora que ya me había quedado sin oreja.
El dolor era insoportable. Sentía la sangre manando sin parar, deslizándose por la mejilla y el cuello. Traté de quitarme el casco, pero no pude. Entonces me agaché, cogí mi oreja del suelo, apreté los dientes, me sobrepuse al dolor, levanté la oreja en el aire, alcé mis ojos al cielo, grité: por ti, Niño de la Hormigonera.

9
Salimos en la tele al día siguiente. El informativo de la mañana de la RAI iba a conectar en directo con la nave, así que nos maqueamos un poco y nos sentamos en el módulo de reuniones a esperar. El centro de operaciones de Sicilia haría de enlace. De pronto, nos avisaron desde allí, estábamos en el aire. En el monitor apareció el careto de un tipo con gafas que nos saludó.
  -Buenos días, Homero 6 –dijo-. Soy Marco Bellini, de Nella Mattinata.
  -Buenos días, señor Bellini –dijo la comandante en jefe Schneider-. Soy la comandante en jefe Schneider.
  -¿Cómo va todo por ahí arriba, comandante en jefe Schneider? –preguntó el gafitas sonriendo.
  -Todo va bien, según lo previsto –respondió ella fríamente. La muy cabrona no podía ser simpática ni para la tele.
  -Celebramos mucho oír eso –dijo el gafitas- ¿Podría presentarnos a su tripulación antes de entrar en materia, comandante en jefe Schneider? Haga los honores, por favor.
  -Cómo no. Éste es el capitán Sandrelli.
  -Hola –dijo Sandrelli, saludando con una mano a la cámara.
  -Éste es el capitán Jackson.
  -Hola- dijo Jackson, saludando con una mano a la cámara.
  -Éste es el capitán Dupont.
 Dupont no dijo nada, pero movió un poco la cabeza.
Pasaron unos segundos de absoluto silencio.
  -Perdón, comandante en jefe Schneider –dijo el gafitas finalmente-.Creo que aún nos falta por conocer a un tripulante.
  -Ah, sí. Éste es Menéndez... el teniente Menéndez.
  -Buenos días –dije- ¿Puedo saludar a mi padre?
 El gafitas sonrió un poco sin demasiadas ganas.
  -Encantado, señores de la luna. Es un verdadero placer poder saludarles con esta nitidez de imagen y sonido. Sencillamente perfecto. Quiero felicitar efusivamente por ello al centro de operaciones de Sicilia –hizo una breve pausa para colocarse las gafas y continuó-. Díganos, comandante en jefe Schneider, ¿se están cumpliendo hasta el momento los objetivos fijados para esta primera misión europe...
En ese momento el monitor hizo puf, desaparecieron la imagen y el sonido. Sólo quedaron algunas rayas transversales bailando en la pantalla. Esperamos. Al cabo de tres minutos, el centro de operaciones de Sicilia nos comunicó que era imposible reanudar la conexión.

10
Otra vez al exterior. Piedras, arena, fotos... Bueno, al menos esta vez tuve la precaución de cagar antes de salir de la nave.
Sandrelli hacía fotos y lo grababa todo, Jackson tomaba muestras de arena y clavaba pequeñas sondas biosensibles aquí y allá, yo cogía piedras. Llevábamos ya más de media hora dándole al asunto cuando vi la ocasión de apartarme  un poco del grupo.
Con el tema de la tele, apenas habíamos podido desayunar. Por eso, mientras los demás se estaban preparando para la expedición, había decidido ir al módulo comedor y coger algo de fiambre grammanizado y dos o tres pastelitos congelados de chocolate.
Así que me aparté del grupo ahora, rodeé una pequeña duna y me senté al otro lado.
No es fácil comer en la luna, tienes que inspirar con fuerza, aguantar la respiración, abrir el esbafón del casco, meterte en la boca lo que sea que quieras jalar y cerrar el esbafón de nuevo. Todo en el menor tiempo posible, naturalmente, y mientras te sujetas con la otra mano a un punto más o menos sólido (por la mierda de la ingravidez, y todo eso).
En ello andaba cuando la comandante en jefe Schneider apareció de pronto ante mí. Se quedó allí, de pie, mirándome durante quince segundos eternos. En aquella mirada ya no había asco, ni siquiera odio. En aquella mirada había tentativa de asesinato en primer grado.
  -Explíqueme esto, teniente Menéndez –soltó al final.
 No dije nada. ¿Qué coño iba a decir? ¿Cómo explicarle a aquella maníaca que lo único que estaba haciendo era comer porque tenía hambre? Demasiado humano para ella. ¿Cómo explicarle que los mecánicos lo hacían, que los taxistas lo hacían, que los albañiles lo hacían? ¿Cómo explicarle que estaba en mi derecho? ¿O acaso no tenía yo derecho a hacerlo? ¿Por qué no? Que me mostrara el artículo del estatuto del astronauta donde se prohibiera expresamente aquello.
  -¿Va a explicármelo, teniente Menéndez? –bramó por encima de mí.
 No dije nada. Inspiré con fuerza, aguanté la respiración, abrí el esbafón de mi casco, me llevé un trozo de fiambre grammanizado a la boca, abrí la boca... En ese momento me dio una patada en el codo y el trozo de fiambre se me cayó de la mano. Cerré el esbafón del casco, me levanté y la cogí por el brazo derecho.
  -Coge eso –dije.
  -¿Qué?
  -Arrodíllate y coge eso del suelo.
 Acercó su casco al mío hasta casi hacerlos chocar y me miró. Me miró. ¿Qué había en su mirada esta vez? Cal viva. Cal viva para mis huesos, cal viva para las huellas...
  -Teniente Menéndez –dijo, tratando de mantener cierta calma-, suelte inmediatamente mi brazo y vuelva a la nave. Queda apartado definitivamente del grupo. Informaré a Sicilia. Su carrera espacial termina aquí.
 Ejercí un poco más de  presión en su brazo y dije:
  -Arrodíllate y coge eso. Ahora mismo. No volveré a repetirlo. Tu carrera criminal termina aquí.
 Intentó zafarse de mi mano, forcejeó con todas sus fuerzas durante unos segundos. Entonces le pasé el brazo por la espalda y se lo doblé. Trató de impedírmelo con la otra mano, le cogí también ese brazo y se lo doblé del mismo modo. Fui doblándolos más y más hasta que empezó a agacharse. Doblé un poco más, se agachó un poco más. Aún seguía intentando ofrecer resistencia con la cabeza y las piernas. Doblé un poco más, un poco más, un poco más... Entonces cayó de rodillas en el suelo.
  -Ahora abriré el esbafón de tu casco, cogerás el trozo de embutido con la boca y me lo darás en la mano.
  -No haga eso. No abra el esbafón de mi casco, teniente Menéndez. No lo haga, si todavía le queda un pelo de cordura en la cabeza.
 Cogí sus dos brazos con una sola mano sin dejar de mantenerlos doblados por completo y llevé la otra al esbafón de su casco.
  -Voy a abrirlo después de contar cinco segundos. Entonces cogerás lo que has tirado y me lo darás en la mano.
  -¿Por qué hace esto, teniente Menéndez? –preguntó aún- ¿Qué pretende demostrar?
  -Lo hago porque eres una perra. Pretendo demostrar que soy tu amo. Los perros cogen cosas del suelo con la boca y se las dan a sus amos después. Tú eres la perra. Yo soy el Amo. Y esa cosa del suelo es lo que vas a coger para dármela en la mano.
  -¿Qué ha dicho que soy, teniente Menéndez?
  -Una perra.
  -¿Qué ha dicho que es usted, teniente Menéndez?
  -Tu Amo.
  -Se ha vuelto completamente lo...
  -Cinco –la interrumpí-, cuatro, tres, dos, uno...
 Abrí el esbafón de su casco, cogió el trozo de fiambre grammanizado con la boca y me lo dio en la mano. Entonces cerré el esbafón otra vez.
 Al final le solté los brazos, pero todavía permaneció unos segundos en aquella posición, de rodillas, sin mover un solo músculo. Aún seguía así después de medio minuto. ¿Confusa? ¿Aturdida? ¿Avergonzada? ¿Planeando con calma mi muerte?
Empezó a levantarse muy despacio. Cuando se incorporó del todo, se dio la vuelta hacia mí y bajó la mirada.
  -Nunca olvidaré esto –dijo con un tono de voz extrañamente sereno-. Nunca lo olvidaré, Amo.
Después empezó a alejarse.

11
No fui apartado del grupo. Nadie informó a Sicilia. Los pájaros cantan. Las nubes se levantan.

12
Iba caminando por un paraje desierto y sombrío. Iba  silbando una canción de los Cure. De pronto, escuché un ruido al otro lado de unos matorrales. Dejé de silbar y me acerqué. Era Judas. Estaba tratando de pasar una cuerda por la rama de un árbol.
  -¿Qué haces, Judas? –le pregunté.
 Soltó un grito y la cuerda se le cayó de las manos.
  -Coño, qué susto me has dado –dijo.
  -Lo siento.
 Se agachó y cogió la cuerda de nuevo.
  -¿Qué estás haciendo?
  -Estoy tratando de pasar la cuerda por esa rama.
  -¿Para qué?
  -Para colgarme del árbol.
  -¿Para colgarte del árbol?
  -Sí, voy a ahorcarme.
  -¿Vas a ahorcarte?
  -Sí.
  -¿Por qué?
  -Porque he traicionado al Maestro.
  -¿A qué maestro?
  -¿A qué Maestro va a ser?
  -No sé, hay muchos.
  -¿Muchos qué?
  -Muchos maestros.
  -Sólo hay un Maestro.
  -Mentira, hay muchos maestros.
  -Verdad, sólo hay un Maestro.
  -Mentira.
  -Verdad.
  -Mentira.
  -Verdad.
  -Conozco a muchos maestros, Judas.
  -Tú qué vas a conocer.
  -A muchos.
  -¿Conoces a Jesús?
  -No.
  -Entonces no conoces a ninguno.
  -Vale, lo que tú digas.
  -No, lo que digas tú, no te jode.
 Cogió la cuerda con más fuerza y lanzó uno de los extremos a la rama. Falló.
  -¿Por qué lo hiciste?
  -¿Por qué hice qué?
  -¿Por qué traicionaste a ese maestro?
  -Ese maestro, no: el Maestro.
  -Sí, vale, tu maestro.
  -Jesús.
  -Sí, Jesús.
  -Jesucristo.
  -¿Qué?
  -Jesús, Jesucristo... es lo mismo.
  -Ah.
  -Cristo.
  -Ya.
  -Mesías.
  -¿Qué?
  -Es otro nombre, tiene muchos.
  -Entiendo.
  -Bien.
  -¿Por qué?
  -¿Por qué qué?
  -¿Por qué tiene tantos nombres?
  -¿Y por qué no iba a tenerlos?
  -No sé.
  -¿Porque tú lo digas?
  -A mí me da igual.
  -No te jode, el listillo.
 Un cuervo pasó volando por encima del árbol en ese momento.
  -¿Cómo le traicionaste?
  -Con un beso.
  -¿Con un beso?
  -Sí, le di un beso, ¿qué pasa?
  -¿Le diste un beso después de haberle traicionado?
  -No, después, no.
  -¿Se lo diste antes?
  -No, antes, tampoco.
  -¿Cuándo se lo diste, entonces?
  -Se lo di mientras.
  -¿Mientras qué?
  -Mientras le traicionaba.
  -¿Y por qué hiciste eso? ¿Eres mariquita?
  -¿Qué?
  -¿Eres marica, Judas?
  -No, no soy marica. Ten cuidado con lo que dices, ¿eh? Ten mucho cuidado.
  -¿Por qué le besaste, entonces?
  -Joder, ya te vale. Le besé porque ésa era la señal. Mi beso era la señal de la traición.
 Lanzó la cuerda de nuevo. Volvió a fallar.
  -Mierda.
  -¿Por qué lo hiciste?
  -Y dale.
  -¿Por qué le traicionaste?
  -¿Quieres saberlo, listillo?
  -Sí.
  -¿Quieres saberlo?
  -Sí.
  -Por treinta monedas.
  -¿Por treinta monedas?
  -Sí, por treinta monedas, ya ves. Le traicioné por treinta miserables monedas de plata.
  -¿Y vas a suicidarte por eso?
  -Sí. Bueno, no.
  -¿Sí o no?
  -Me estoy liando. Quiero decir, no voy a suicidarme por haberle vendido sólo por treinta monedas, voy a suicidarme porque le vendí. Lo de menos es el precio, me suicidaría igual si le hubiera vendido por treinta y una.
  -Sigo sin entenderlo.
  -Peor para ti.
  -No entiendo dónde está el problema.
  -¿Qué problema?
  -Veamos. Tú hiciste una venta, ¿no?
  -Sí.
  -Y te pagaron por ella, ¿no?
  -Sí.
  -Pues eso, no veo dónde está el problema.
  -El problema es Jesús, hostia, ¿cómo tengo que decírtelo? He traicionado a Jesús. He traicionado al Maestro.
  -¿Por qué lo hiciste?
  -Joder, otra vez.
  -¿Por qué lo hiciste, Judas?
  -Por treinta monedas, coño.
  -Eso ya lo sé.
  -¿Para qué preguntas entonces? Déjame en paz.
  -No me refiero al precio de la venta, me refiero a la razón de la venta. A la razón verdadera. No le traicionaste sólo por dinero, tú mismo lo has dicho.
 Lanzó la cuerda de nuevo. Volvió a fallar.
  -¿Por qué lo hiciste? ¿Cuál fue la verdadera razón?
  -La madre que me parió...
  -¿No quieres decírmelo?
  -Me estás poniendo nervioso.
  -¿O ni siquiera lo sabes?
  -¿Ni siquiera sé qué?
  -La verdadera razón por la que le traicionaste.
  -Le traicioné porque soy débil.
  -¿Qué?
  -Soy débil. Soy humano.
  -Jesús también lo era.
  -¿Jesús era débil?
  -No, humano.
  -Sólo en parte.
  -¿Sólo en parte qué?
  -Sólo en parte era humano, también era divino en parte.
  -Pero era humano en parte. Y débil.
  -¿Débil?
  -Sí.
  -Antes dijiste que no lo era.
  -¿Que no era qué?
  -Que no era débil.
  -Era en parte humano, por tanto también era débil, al menos en parte.
  -Joder, me estás liando otra vez. ¿Adónde coño quieres llegar?
  -Antes dijiste: soy débil, soy humano.
  -Sí, lo dije, ¿qué pasa?
  -Todos somos débiles, todos somos humanos. Incluso Jesús lo era en parte.
  -Sí, ¿y qué?
  -Los hombres cometemos errores. Hasta Jesús cometió errores, en tanto que en parte humano. Hasta él los cometió, al menos uno.
  -¿Cuál?
  -Confiar en ti.
  -Joder, gracias, lo estás arreglando.
  -Todos cometemos errores, Judas. Todos. Pero no por eso vamos por ahí colgándonos de los árboles.
  -Pues yo sí, ya ves.
  -¿Por qué? ¿Eres distinto tú? ¿Te consideras especial?
  -Lo que hay que oír.
  -¿Qué hay que oír?
  -Yo cometí un error monstruoso, chaval.
  -Todos cometemos errores monstruosos.
  -Pero no tan monstruosos como el mío, joder. ¿Tú has traicionado alguna vez a un Mesías?
  -No.
  -Pues eso. Cállate.
 Volvió a lanzar la cuerda. Nada.
  -Hay otra cosa que no entiendo.
  -¿Quieres dejarme en paz de una puta vez?
  -¿Cómo?
  -Me pones de los nervios. Si no te callas ya, no voy a secar capaz de pasar la cuerda por la rama.
  -Quizá puedas hacerlo de otro modo.
  -¿Hacer qué?
  -Pasar la cuerda por la rama.
  -A ver, listillo, ¿cómo?
  -Puedes subirte al árbol.
  -¿Subirme al árbol?
  -Sí.
  -¿Subirme al árbol y tirarme después? No lo había pensado. Tienes razón, quizá funcione.
  -No.
  -¿No?
  -No, no hay altura suficiente.
  -Pero me tiraré de cabeza.
  -No funcionará, de todos modos.
  -¿Entonces de qué cojones hablas? Me subo al árbol y, ¿después qué? ¿Me siento en la rama hasta morirme de aburrimiento?
  -No. Te subes al árbol, yo te lanzo la cuerda desde aquí, la coges, la atas a la rama. Después bajas del árbol y te ahorcas.
  -Coño, me gusta la idea. Es una buena idea, sí señor. Voy a subirme al árbol.
  -Venga, yo te ayudo a subir, después te lanzo la cuerda.
  -Vale.
 Empezó a subir. Yo le ayudaba. Le sujetaba y le empujaba hacia arriba al mismo tiempo.
  -Para –gritó de pronto.
  -¿Qué pasa?
  -Suéltame, quiero bajar.
  -¿Quieres bajar?
  -Sí.
  -¿Por qué?
  -No me fío de ti.
  -¿Qué?
  -¿Cómo sé yo que una vez que esté arriba y haya pasado la cuerda por la rama, no la cogerás tú y te largarás con ella?
  -¿Con la rama?
  -Con la cuerda.
  -¿Para qué quiero yo una cuerda?
  -No lo digo por la cuerda.
  -¿Por qué lo dices, entonces?
  -No te largarías con la cuerda porque quieras una cuerda.
  -¿Y por qué iba a largarme con una cuerda que no quiero?
  -Joder, me pones enfermo. Te largarías con la cuerda para impedir que yo me ahorque.
  -¿Crees que sería capaz de hacer eso?
  -Sí.
  -¿Crees que podría traicionarte?
  -Sí.
  -¿Por qué?
  -Porque eres humano. Porque eres débil. Te asusta la muerte.
  -¿Sabes?
  -¿Qué?
  -Creo que la muerte te asusta más a ti que a mí.
  -¿La muerte en general?
  -Tu propia muerte.
  -No te jode.
  -¿Sabes qué te digo?
  -¿Qué me dices?
  -Me voy, eso te digo. Me largo.
  -¿Adónde?
  -Voy a seguir con mi paseo por este paraje desierto y sombrío.
  -No puedes hacer eso.
  -¿Por qué no?
  -No puedes largarte ahora y dejarme aquí, atascado en mitad del árbol.
  -¿Tú crees?
  -Venga, déjate de coñas. Ayúdame a subir. Después puedes irte, si quieres.
  -Quiero irme ahora.
  -No lo hagas, ayúdame antes a subir.
  -¿Por qué tendría que ayudarte?
  -Joder, porque yo no puedo subir solo. Además, tú fuiste el de la idea, y dijiste que me ayudarías.
  -¿Yo dije eso?
  -Sí.
  -¿Cuándo?
  -Me cago en Dios, deja de vacilarme ya. Lo dijiste hace un minuto.
  -No lo recuerdo.
  -Ayúdame a bajar de aquí ahora mismo.
  -¿A bajar?
  -Sí.
  -¿Pero tú no querías subir?
  -Bájame de aquí ahora mismo.
  -¿Para qué quieres bajar ahora?
  -Para partirte la cabeza.
  -No voy a ayudarte a bajar.
  -¿Qué?
  -Voy a ayudarte a subir.
  -Dios, cómo me gustaría partirte la cabeza.
  -Voy a ayudarte a subir... si me das algo cambio.
  -¿Algo a cambio?
  -Sí.
  -¿Algo como cien patadas en la cabeza?
  -No, algo como treinta monedas de plata.
  -La madre de Dios, ¿serías capaz de eso?
  -¿De qué?
  -De cobrarme treinta monedas de plata por ayudarme a subir a un puto árbol.
  -Tú las cobraste por traicionar a Jesús.
  -¿Vas a comparar a Jesús con un árbol?
  -No, no voy a hacer eso, voy a hacer otra cosa.
  -¿Qué vas a hacer?
  -Voy a largarme.
  -Diez.
  -¿Cómo?
  -Diez.
  -¿Diez qué?
  -Te daré diez monedas si me ayudas a subir. O a bajar. Ya no sé muy bien. No sé si prefiero ahorcarme o reventarte la cabeza a patadas.
  -Treinta.
  -Quince.
  -Treinta.
  -Dieciocho.
  -Treinta.
  -Veinte.
  -Qué gilipollas eres, Judas. Me das pena.
  -¿Por qué?
  -Andas regateando tus miserables monedas cuando vas a suicidarte. ¿Para qué te servirá ese dinero después de que hayas muerto?
  -Joder, es verdad. Tú tienes la culpa, cabrón, no dejas de liarme.
  -Qué gilipollas eres, Judas.
  -Te daré las treinta.
  -Ahora ya no las quiero, métetelas en el culo.
 Lo solté. Le dejé allí, atascado en mitad del árbol, y empecé a alejarme.
  -No te vayas, vuelve aquí.
 Seguí caminando.
  -Vuelve, por favor. No me dejes aquí, me romperé una pierna si me caigo.
 Seguí caminando.
  -Vuelve aquí, hijo de puta –gritó-. Cabrón. Embustero.
 Seguí caminando.
  -Prometiste que me ayudarías. Eres un puto embustero.
 Seguí caminando.
  -Al principio dijiste que no conocías a Jesús y luego sabías de él casi tanto como yo. Eres un mentiroso de mierda. Me has traicionado. Vuelve aquí ahora mismo.
 Seguí caminando. Seguí con mi paseo por aquel paraje desierto y sombrío.

13
Me despertó la comandante en jefe Schneider. Cuando abrí los ojos me hizo un gesto con la mano para que hablara en voz baja.
  -Estoy aquí –susurró.
  -¿Qué?
  -No podía dormir. Necesitaba verte. He venido.
  -¿Ha pasado algo?
  -Sí, ha pasado algo.
  -¿Qué ha pasado?
  -¿Y tú me lo preguntas?
  -No sé de qué me hablas. ¿Qué hora es?
  -Temprano. Todos duermen.
  -Yo también quiero dormir, déjame en paz.
  -¿Quieres que me vaya?
  -Sí.
  -¿De verdad quieres que me vaya?
  -Lárgate de una puta vez.
  -Sí, Amo.
 Salió y cerró la escotilla.

14
Ocurrió algo extraño al día siguiente. Estábamos a punto de salir al exterior para otra de aquellas apasionantes excursiones, cuando el capitán Jackson empezó a llorar. Empezó a llorar de repente, sin más. Nos quedamos mirándole sin entender qué estaba pasando. Ocultó la cara entre las manos y siguió llorando, cada vez más desconsoladamente.
  -¿Qué ocurre, capitán Jackson? –le preguntó la comandante en jefe Schneider.
 Jackson no respondió. No podía. Jackson sólo podía llorar llorar llorar. Había algo realmente sobrecogedor en aquella escena, eran lágrimas de verdad, lágrimas de una tristeza infinita.
Nadie consiguió arrancarle una sola palabra acerca del asunto, ni en aquel momento ni después. Nunca llegamos a conocer el verdadero motivo de aquel ataque de llanto. Jackson volvió a ser la persona más tranquila y equilibrada del mundo, y nosotros nos olvidamos del asunto.
Siempre es lo mismo. Siempre es lo mismo al final. La señorita Tristeza se pasa la vida buscándote por ahí. A veces te encuentra, a veces no te encuentra. Ni siquiera en la luna puedes sentirte a salvo.

15
No se suspendió la salida al final. La rueda podrida de todo aquel sin sentido carísimo tenía que seguir girando. Nada ni nadie podía detenerla. Jackson se quedó con Dupont en la nave, el resto, al tajo.
  -Encárguese usted de la sondas biosensibles hoy, teniente Menéndez –me dijo la comandante en jefe Schneider.
  -¿No sería mejor que lo hiciera yo? –le preguntó el capitán Sandrelli- Puedo apañármelas perfectamente con las cámaras y las sondas, mi comandante, sin ningún problema.
  -Encárguese usted de ellas, teniente Menéndez.
 No pude evitar una risita de ratón. Bueno, en realidad lo hice a propósito. Chincha rabiña, Sandrelli. Aquel imbécil se olía algo, los perros de los celos habían empezado a lamerle una manita.
Salimos y nos pusimos a darle al asunto. Clavar sondas biosensibles en el suelo lunar es mejor que coger piedras del suelo lunar. No hacía falta clavarlas mucho, apenas tres o cuatro centímetros era suficiente.
Cada sonda llevaba un microprocesador Z-6 en la base, conectado a un monitor de la nave a través de ondas Vaughan.
Clavé media docena y empecé a aburrirme un poco. Me acerqué a la comandante en jefe Schneider.
  -No quiero clavar sondas –le dije.
  -¿Cómo?
  -No voy a clavar más mierda de ésa.
  -Continúe con la tarea que se le ha encomendando, teniente Menéndez.
  -No.
  -Teniente Menéndez, siga con su trabajo.
  -Ni de coña. ¿Sabes qué voy a hacer?
  -¿Qué va a hacer, teniente Menéndez?
  -Voy a irme detrás de aquella duna y voy a sentarme a esperarte. Te esperaré cinco minutos. Ah, y ordénale a Sandrelli que deje las cámaras y se ponga a coger piedras.
  -¿Pero cómo se atreve?
  -Cinco minutos, ni uno más.
Rodeé la duna y me senté al otro lado. Eché un vistazo de reojo a la Tierra. Escruté el vacío inmenso del firmamento. Escuché el silencio de los mundos... Entonces apareció la comandante en jefe Schneider, no habían pasado más de tres minutos.
  -¿Y bien, teniente Menéndez? Le exijo una explicación.
  -Shhhhhh... calla, escucha esto.
  -¿Qué es?
  -Es el vacío inmenso del firmamento. Es el silencio de los mundos.
  -¿Cómo?
  -Es la respiración de los muertos. Es el himno de la nada.
  -Teniente Menéndez, levántese ahora mismo y vuel...
  -Cállate, coño.
 Escuchamos un poco más. No mucho. Era aburrido.
  -Bueno, ¿qué me cuentas, cariño? –le pregunté al final.
  -¿Cómo?
  -Me suena tu casco, ¿vienes mucho por aquí?
  -Teniente Menéndez, levántese ahora mismo y vuelva inmediatamente a su tarea.
  -¿Sabes? He estado pensando. He estado imaginando una corrida de toros aquí, en la luna. Es una idea técnicamente viable, no me cabe la menor duda. ¿Nunca te he dicho que voy a ser torero cuando volvamos allí abajo? –dije, señalando con un dedo la Tierra.
  -Teniente Menéndez, por última vez, levántese y vuelva a su tarea inmediatamente. No lo repetiré.
  -Me imagino tomando la alternativa aquí. Yo, el primer torero astronauta. Guillermo Menéndez, el Niño del Espacio Exterior.
  -Teniente Menéndez, si no se levanta ahora mismo y vuelve a su tare...
  -Arrodíllate y chúpamela un poco.
  -¿Qué?
  -Chúpamela mientras pienso en el Niño del Espacio Exterior saliendo a hombros por la puerta grande del Universo.
  -Teniente Menéndez –bramó-, no toleraré una nueva falta a la autoridad por su parte. Ni una más. Olvídese de... de lo que ha ocurrido entre nosotros desde ayer. Olvídelo, piense que no ha ocurrido, yo haré lo mismo. No fue más que un desgraciado malentendido, sólo un malentendido. Ahora vuelva a su tarea, es mi última palabra.
  -Escucha tú mi última palabra, puta. Escúchala bien: chúpamela.
 Se quedó allí, mirándome fijamente desde arriba, sin decir nada. Entonces se arrodilló, me bajó la bragueta del mono, me sacó la polla, inspiró con fuerza, aguantó la respiración, subió el esbafón de su casco, me la chupó unos segundos, bajó el esbafón de su casco, inspiró con fuerza, aguantó la respiración, subió el esbafón de su casco, me la chupó unos segundos, bajo el esbafón de su casco, inspiró con fuerza...
Poco antes de correrme, le ordené levantarse y estar preparada para tragárselo todo. Empecé a meneármela,
  -Ahora –grité
 Inspiró con fuerza, aguantó la respiración, subió el esbafón de su casco, abrió la boca...
Fue hermoso. Fue muy hermoso verlo. Mi leche irrumpiendo poco a poco para flotar después diseminada en el vacío, y aquella puta atrapando con la boca una gota aquí, una gota allá, como un perro atrapando trozos de pan en el aire, como un cazador de pequeñísimas mariposas blancas. Fue hermoso. Me corrí mucho. Me corrí todo.
Al final me levanté y me subí la bragueta.
  -Voy a dormir la siesta a la nave –dije-. Que Sandrelli coja muchas piedras, las más grandes. Quiero ver un buen montón de piedras bien grandes en el laboratorio cuando me despierte. Tschuess, meine Liebe.
  -Hasta luego, Guillermo.
  -Hasta luego, ¿qué?
  -Hasta luego, Amo.
 Cuando me volví para irme, vi una gota de mi leche flotando a la deriva en el otro extremo de la duna.
  -Vamos, perra, a por ella, ahora mismo.
 Empezó a correr, empezó a perseguirla. Me fui.

16
Aquella noche soñé con María Magdalena. Nada del otro mundo. Estábamos en su casa y echábamos dos muy rápidos.
  -No te vayas –me dijo, mientras se lavaba el coño en una jofaina-, quédate a dormir esta noche.
  -No, aún no has acabado por hoy. Jesús va a venir a verte más tarde. Me voy.
  -No importa, quédate. Le diré que no puedo, le diré que me duele la cabeza.
  -No, María. Pobre chico. Siempre de acá para allá convirtiendo las piedras en pan, caminando sobre el agua, resucitando a los muertos... También tiene derecho a divertirse de vez en cuando, ¿no?
  -Sí, pero yo te quiero a ti, no a él.
  -Lo sé, María, pero el denario es el denario. Por cierto, ¿cuánto llevamos hoy?

17
Último día en la luna. Por fin. Casi no me importó abrir los ojos y ver a Dupont dándome toquecitos en el hombro. Era el que mejor me despertaba de todos, con diferencia. La comandante en jefe Schneider tenía que enviar a alguien cada día a mi módulo dormitorio con aquella asquerosa misión.
Último día en la luna. Me sentía como un niño que despierta la mañana que va a irse de excursión de fin de curso. Algo así.
Abrí los ojos y Dupont dejó de darme toquecitos en el hombro.
  -¿Que hora es? –le pregunté.
  -¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
 Salió y cerró la escotilla. Qué cabrón el Dupont, me caía bien.

18
Último día en la luna. Vamos al grano. Éste era el plan: desayuno, reunión de trabajo, salida al exterior, piedras, arena, fotos, vuelta a la nave, análisis de alcance, maniobras de despegue, despegue y regreso a la Tierra. Menudo plan, ¿eh? Sólo me gustaba el último punto. Así que esperé a que salieran todos del módulo comedor después del desayuno y hablé con la comandante en jefe Schneider.
  -No voy a ir a la reunión. No voy a salir al exterior –le dije.
  -¿Qué?
  -Y tú, tampoco. Es decir, irás a la reunión, pero no saldrás al exterior. Hoy nos quedamos en la nave tú y yo, los dos solos.
  -Teniente Menéndez, se lo diré por última vez, si persiste usted en esa actitud intolera...
  -Saldrán todos los demás, Dupont incluido –la interrumpí-. Dales curro a mansalva, que no vuelvan antes de cuatro o cinco horas. Ah, y sobre todo, que Sandrelli traiga muchas piedras.
  -Teniente Menéndez, ahora sí, por última vez, o desiste inmediatamente en su actitud o me veré obligada...
  -Sí, hoy vas a verte muy obligada, te lo aseguro, deja eso en mis manos. Ahora voy a acostarme un rato, despiértame cuando se hayan ido.
  -Teniente Menéndez...
 Salí del módulo comedor, volví a mi módulo dormitorio y me acosté.
Y soñé el sueño más extraño que he soñado jamás.
Estaba bañándome en un río. Estaba solo. Nadaba tranquilo. De pronto, vi a alguien en la orilla. Dejé de nadar y miré mejor. Era un tipo con una pinta muy rara, medía bastante menos de metro cincuenta y llevaba un sombrero enorme. Enorme. Entonces me hizo una señal con la mano para que saliera del agua y me acercara a él. Sentí miedo, sentí mucho miedo, pero hice lo que me pedía. Tuve que agacharme y caminar muchos metros bajo el ala del sombrero hasta llegar a su lado. Empezó a reírse. Yo tenía cada vez más miedo.
  -¿De qué tienes tanto miedo? –me preguntó.
  -De ti.
  -¿De mí?
  -Sí. ¿Quién eres?
  -Dios.
  -¿Qué?
  -Soy Dios.
  -Ya.
  -¿No me crees? Mira mi sombrero, ¿habías visto alguna vez un sombrero como éste?
  -No.
  -Ahí lo tienes, ¿soy o no soy Dios?
 Era Dios, no había duda.
  -¿Y qué haces aquí? Esto... ¿cómo debo dirigirme a ti? No puedo tutearte, ¿verdad?
  -Tú mismo, no hay problema.
  -Gracias.
  -De nada.
  -¿Qué haces aquí?
  -He venido a buscarte.
  -¿A mí?
  -Sí.
  -¿Para qué? ¿Para qué has venido a buscarme?
  -Para decirte algo.
  -¿De qué se trata?
  -Se trata de algo muy importante, pero no voy a decírtelo, nunca lo sabrás.
  -¿Por qué? ¿Por qué no vas a decírmelo?
  -Porque dentro de siete segundos te despertará esa puta de la comandante en jefe Schneider. Qué mala suerte, ¿eh?
  -¿Cómo? Pero...
 En ese momento me despertó la comandante en jefe Schneider.
  -Aquí estoy –dijo-. He venido.
 Aún me sentía un poco al otro lado del sueño. Cerré los ojos otra vez. Quería volver atrás, volver al río, volver con Dios.
  -Aquí estoy.
  -Ya lo sé, joder.
  -Me ordenaste venir y he venido.
  -Agáchate.
 Se agachó. Entonces le crucé la cara de una hostia. Empezó a llorar.
  -¿Qué pasa? ¿Te ha dolido mucho, puta?
  -No.
  -¿Por qué lloras entonces?
  -Porque soy feliz.
 Nos quedamos callados un rato. Sólo se escuchaba aquella especie de zumbido de abeja metálica que emitía constantemente la nave. Bueno, también se escuchaban los últimos sollozos interminables de la puta.
  -Deja de sollazar –le ordené.
 Dejó de sollozar.
Ahora sólo se escuchaba aquella especie de zumbido de abeja metálica que emitía constantemente la nave. Bostecé un par de veces.
  -Arrodíllate.
 Se arrodilló.
  -Levántate.
 Se levantó.
  -Túmbate en el suelo boca abajo.
 Se tumbó en el suelo boca abajo.
Bostecé otra vez. Busqué bajo el colchón con una mano, cogí mi paquete de Ducados, saqué un cigarrillo, lo encendí. La comandante en jefe Schneider olió el humo y volvió la cara hacia mí desde el suelo. Me miró con los ojos más abiertos que he visto jamás.
  -¿Qué está haciendo, teniente Menéndez?
  -Ya ves, aquí, pasando la tarde.
  -Sabe que está terminantemente prohibido fumar en la nave. Es altamente peligroso. Apague ese cigarrillo inmediatamente.
  -Te gustan las palabras que acaban en mente, ¿eh?
  -¿Cómo?
  -Yo tengo una para ti, a ver qué te parece: rápidamente
  -¿Qué?
  -Voy a desnudarte... rápidamente.
 Me levanté de un salto, me agaché sobre ella, empecé a arrancarle la ropa. No era fácil. Los monos estaban hechos de un material casi irrompible mezcla de amianto y fibra quont. Tuve que hacer algunos agujeros en línea con el cigarrillo, meter la punta de los dedos en ellos y tirar muy fuerte. Conseguí rasgarlo lo suficiente para meter toda la mano. Tiré más fuerte aún. Acabó cediendo con un ruido de cristales rotos y alambres.
Llevaba unas bragas y una camiseta del ejército alemán, se las arranqué también. Le até las manos a la espalda con las bragas, le abrí las piernas con mi bota, rasgué la camiseta en dos trozos y le até los tobillos con ellos, uno a cada pared del módulo, las piernas abiertas por completo ahora. Entonces eché una ojeada alrededor, miré por todas partes, pero no vi lo que buscaba, no vi nada que pudiera servirme. Salí del módulo, salí de la nave, fui hasta donde aquella puta había clavado la bandera el primer día, desclavé la bandera, volví a la nave, volví al módulo...
Arranqué el trapo de la bandera y empecé a azotarla con el mástil. Noté enseguida que le gustaban más los azotes en las nalgas, así que me concentré exclusivamente en los muslos y la espalda. Al final la hice girar sobre sí misma con mi bota. Partí el trapo de la bandera en tres trozos. El más grande de ellos se lo até alrededor del cuello, a modo de capucha, cubriéndole la cara y la cabeza. Otro se lo metí en el coño, y el tercero, en el culo, dejando afuera apenas unos centímetros de cada extremo. No fue fácil,  me llevó cierto tiempo, eran trozos muy largos.
Empecé a azotarle las tetas, el vientre, el coño. No se quejaba, no gritaba, casi no gemía. Descargué azotes más fuertes, más fuertes, más fuertes... hasta hacerla gritar. Entonces dejé el mástil y me senté en la cama. Me desnudé tranquilamente, después encendí un cigarrillo. Allí estaba aquella puta ahora, tirada en el suelo, a mi completa merced, tratando de recuperar el ritmo de su respiración poco a poco. Me fijé en su cuerpo con calma mientras fumaba. Era un cuerpo bonito, especialmente las piernas. Tenía unas piernas hermosas de verdad, largas y firmes; no demasiado largas, no demasiado firmes. Perfectas.
Me levanté. Caminé en círculos a su alrededor durante un rato, muy despacio, en absoluto silencio. Después hice un agujero con el cigarrillo en la capucha, a la altura de la boca. Le ordené sacar la lengua todo cuanto pudiera y hacerla dura. Entonces me coloqué sobre su cara, llevé mis manos atrás, me abrí bien el culo, me agaché y empecé a follármelo con su lengua. Al final me senté del todo en su cara. Cogí el mástil de nuevo, le acaricié los pezones con la punta, el vientre, los muslos. En el camino de vuelta pasé por encima de su coño sin tocarlo apenas, sólo un levísimo roce. Subí por el vientre, volví a las tetas. Se las azoté un rato. Dejé el mástil y le cogí los pezones con los dedos índice y pulgar de cada mano. Empecé a apretarlos, a amasarlos, a retorcerlos, le clavé un poco las uñas y tiré de ellos hacia fuera. Muy despacio. Los estiré por completo. Los solté de golpe. Volví a cogerlos. Volví a estirarlos. Los solté de golpe. Sentí que estaba a punto de correrse. Me detuve. Esperé un poco.
Me levanté y caminé de nuevo a su alrededor en silencio. Cogí el mástil otra vez, le abrí el coño con la punta desde arriba, me cogí la polla con la otra mano y empecé a mear sobre él, sobre su coño abierto. Las gotas le salpicaban los muslos y el vientre. Traté de dirigir el chorro justo sobre su clítoris. Entonces volví a notar que iba a correrse. Dejé de mear. Retiré el mástil.
  -Por favor, te lo suplico, deja que me corra –gimoteó.
  -¿Qué?
  -Deja que me corra, voy a volverme loca. Por favor.
  -¿Qué me darías a cambio de eso, puta? ¿Qué estarías dispuesta a darme?
  -Todo. Te lo daré todo, cualquier cosa que me pidas. No sé, todo.
  -Dime qué eres tú.
  -Soy tu perra.
  -Dime quién soy yo.
  -Eres Mi Amo.
 Le desaté las manos y las piernas, le quité la capucha de la cabeza.
  -Tienes medio minuto para recoger tus cosas y salir de aquí –dije.
  -¿Qué?
  -Recoge todo eso y vete.
 Se arrodilló y me abrazó las piernas.
  -Por favor, Amo, por favor. No me eche, quiero quedarme aquí, con usted. Quiero servirle. Quiero adorarle. Utilíceme. Rómpame. Reconstrúyame y vuelva a romperme. No me eche, Amo, se lo suplico, no me aparte de su lado.
 Me deshice de su abrazo. Me senté en la cama.
  -Coge tus cosas y lárgate. Ahora mismo. No volveré a repetirlo.
 Empezó a caminar de rodillas hacia mí. La detuve con un gesto de la mano.
  -Lárgate, puta. Ahora.
 Recogió sus cosas y se levantó. Aún se volvió un instante desde la escotilla para implorarme con los ojos. Le clavé los míos en ellos y la miré fijamente. Entonces salió y cerró la escotilla.

19
Seré breve. Preparativos, últimas fotos de recuerdo para la familia, maniobras de despegue, despegue, entrada en la atmósfera... Llegamos de vuelta a la Tierra al oscurecer, no recuerdo la hora exacta.
No había demasiada peña esperándonos abajo, por supuesto. No habíamos ganado la copa de Europa, o algo así. Yo tampoco iría a aclamar a cinco elementos cuyo único mérito hubiera sido pasar cuatro días de sus vidas haciendo el gilipollas en la luna.
Creo que la comandante en jefe Schneider esperaba algo más de fervor terrícola. Estaba muy guapa dentro de su mono nuevo de repuesto y no dejaba de mirar a todas partes en busca de cámaras y micrófonos. El general Montini le explicó que la rueda de prensa oficial sería al día siguiente, cuando hubiéramos descansado un poco. Aproveché ese momento para decirle que yo no acudiría, que renunciaba, que tomaría un avión de vuelta a casa por la mañana.
  -¿Cómo? –me preguntó el general.
  -Renuncio. Abandono. Me retiro. Me largo a casa.
 Me pasó una mano por el hombro.
  -Vamos, teniente Menéndez, no se preocupe. No se preocupe por nada. Me pongo en su lugar y le entiendo, créame. Han sido tantas emociones nuevas en tan poco tiempo, ¿verdad? –me guiñó un ojo y siguió-. Se siente abrumado. Yo también lo estaría, qué demonios. Recapacite. Mañana se sentirá más tranquilo, mañana habrá empezado a asimilar su hazaña.
  -Mañana estaré en mi casa, asimilando una buena paella con marisco. Esta noche presentaré mi renuncia oficial a la agencia, eso es todo.

20
No soñé nada esa noche. Jamás he vuelto a tener sueños como los que tuve en la luna.

21
Así que son las diez de la mañana, estoy en el aeropuerto de Palermo, esperando mi avión y.... ¿a quién diríais vosotros que veo entrar de pronto en la sala de embarque? Venga, intentadlo. ¿Al general Montini? No, frío frío. ¿Al director de la agencia? No, más frío todavía. ¿A Frank Sinatra? Congelado. ¿Os rendís? Vale.
Son las diez de la mañana, estoy en el aeropuerto de Palermo, esperando mi avión y, de pronto, veo a la comandante en jefe Schneider entrar en la sala de embarque. Bajó los ojos cuando me vio y caminó muy despacio hacia mí. Ni siquiera me miró cuando estuvo a mi lado y empezó a hablarme.
  -No se vaya, Amo –dijo.
  -¿Qué?
  -Por favor, no se vaya, se lo suplico.
  -Te queda muy bien ese vestido, puta. Estás muy guapa.
  -Gracias, Amo. No se vaya, se lo imploro. Quédese conmigo, quédese con su perra.
  -No, no voy a quedarme, pero quizá haga algo mejor.
  -¿Qué hará, Amo?
  -Quizá te deje venir conmigo.
 Levantó los ojos hacia mí y me miró sin saber si reír o llorar. Le temblaba mucho la voz cuando me preguntó:
  -¿De verdad? ¿De verdad me dejaría ir con usted? ¿Lo dice en serio, Amo?
  -¿Tú qué crees, puta?
 









 


 








Autor Lieder

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