sábado, 27 de julio de 2019

El Sofá

El Sofá



El hombre se acomodó en un extremo del sofá de tres plazas y tomó el mando a distancia. No tenía ganas de ver nada en particular. Sólo de sentarse y dejar que las imágenes de cualquier cosa flotaran por el aire del salón, de vago telón de fondo a un momento de calma. Un poco de música hubiera estado mejor, quizás, desde el punto de vista de la calidad. O incluso un fuego de chimenea, puestos a pedir.

Por un momento pensó en preguntarle a ella si le apetecía alguna cadena o programa, pero pronto lo desechó. Estaba casi seguro de que no sería así. Además le gustaba tener su atención. Ahora mismo, notaba los ojos de ella desde la posición que ocupaba en el sofá junto a él.

El hombre dejó descansar su brazo izquierdo sobre el borde del sofá y movió el derecho hasta tocar el cuerpo de la mujer. Ella se estremeció, aunque no de frío. Era un viejo detalle importante que hizo sonreír al hombre al recordarlo.

Frente a los dos, una mesita baja servía de apoyo a la bandeja que ella le había traído minutos antes.  El tópico hubiera querido vasos con gin tonic, whisky o vino de crianza, en lugar de la tetera y las tazas que estaban allí. Bueno, pues al cuerno con los tópicos, pensó él, sabiendo que ella estaría de acuerdo. Si quería un té, un té estaba bien y al que no le guste que no mire. Y al que le guste tampoco. No se reparten entradas.

La mano derecha del hombre resbaló por la cadera de la mujer. Ella no le detuvo aunque volvió a temblar al sentir sus dedos. Tampoco hubiera podido. Al máximo, sus muñecas atadas a la espalda podrían proteger su culo descubierto y redondo. ¿Proteger? ¿De quien? A fin de cuentas, era sólo una visita amistosa de su legítimo propietario. Del dueño de toda aquella hacienda que se medía en piel de mujer.

Pese a ello, él tuvo cuidado en que sus caricias no se transformaran en cosquillas. No era el momento. Igual que el sonido de fondo, quería que la sensación que despertaba el roce de su mano fuera suave, por el momento. El mejor indicativo eran los gemidos monocordes que ella dejaba escapar por las comisuras de los labios. Ya sabía que si fuera por ella, sus labios habrían dejado de abarcar la esfera de goma que los separaba del regazo del hombre, donde reposaba su cabeza. Lentamente, bajo la mirada de la mujer, el regazo crecía hasta convertirse en un eufemismo.

Tranquila, pequeña, no hay prisa, casi dijo él. Dentro de un rato te desabrocharé esa hebilla y podrás regalarme tu buena disposición. Sé que lo estás deseando. Pero aún pasaré un rato acariciando tu cuerpo desnudo echado a mi lado. Sabes cómo disfruto metiéndote mano cuando te he atado con tanto cariño. Dejaré que tu boca siga acumulando gemidos y ganas, mientras yo doy una vuelta por ese cuerpo que habitas. Es una suerte que el sitio en el que quiero estar sea mío.

 Autor Captor

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