Levanto la vista de la página que estoy leyendo y me quedo mirándote. Hoy no veo esa burbuja de la que pareces rodearte para aislarte de todo y de todos mientras te concentras en el estudio. De hecho los gestos que haces, los movimientos de tu cuerpo delatan una extraña falta de concentración.
Sé que estas dos últimas noches no han sido tan descansadas como suelen serlo. Y sé que el tiempo apremia, que has de aprovechar cada minuto, rendir al máximo.
Me levanto y noto el movimiento de tu cabeza al girarse hacia mí, otra cosa que no harías habitualmente. Y es lo que me decide. Salgo de la habitación y me dirijo al baño. Allí, cojo la botella de aceite corporal, ese que sólo usamos para jugar.
Vuelvo, me acerco a ti, me arrodillo a tu lado y levanto el frasco de aceite, buscando tu aprobación. Tu mirada oscila entre la botella y los supuestos, entre un paréntesis y el estudio. Echas atrás la silla, en un gesto de aceptación.
Me levanto, dejo el aceite sobre la mesa y tiendo mis manos hacia ti, para que también te pongas en pie. Lo haces, con una media sonrisa en los labios, quizás preguntándote qué estoy tramando. No es nada raro. Quizás te decepcione.
Deslizo las palmas de mis manos bajo tu ropa, a la altura de la cintura, moviéndolas hacia arriba, para dejar tu piel expuesta. Inclino la cabeza y voy besando la superficie que va quedando desnuda. Siento en mis labios el calor de tu cuerpo y el cosquilleo de tu piel. Mi boca se humedece, trago saliva pero sigo desnudándote, disfrutando de cada segundo, como si estuviera desenvolviendo un regalo. Las puntas de mis dedos recorren la parte trasera de tus hombros, de un lado a otro. Me gusta tocarte, me gusta cuando permites que explore el rincón de tu cuerpo que me apetezca.
Colocada a tu espalda, mis manos se dirigen ahora cintura abajo, liberándote de tus pantalones y tu ropa interior al mismo tiempo. Me acuclillo siguiendo el movimiento de tu ropa al caer, aprovechando para reseguir la abertura entre tus nalgas con mi lengua, un lametón suave.
Estás desnudo, de pie ante mí. Te guío suavemente hacia el sofá. Te tiendes boca arriba en él. Tomo la botella de aceite y vierto una pequeña cantidad en el hueco de mi nano derecha. Froto ambas palmas para extenderlo y que se caliente un poco, antes de posarlas sobre tu pecho. El aceite brilla alrededor de tus pezones, que miro con ansia pero evito con cuidado. Los movimientos de mis manos sobre tu pecho y abdomen se hacen más lentos y firmes. Mis dedos llegan a tu pubis, donde mis manos se separan, yendo una a cada ingle, con suavidad, tocando, acariciando y palpando esa delicada zona, evitando rozar siquiera tu sexo.
Te miro a la cara, de soslayo. No es lo que esperabas, lo sé. Tu piel ha absorbido el aceite. Sonrío, traviesa. Acerco mi cara a tu entrepierna, mi mano derecha se cuela entre tus nalgas y la izquierda rodea, mimosa, tus testículos. Entreabro los labios y me meto tu polla en la boca, sin succionar, quieta. Mi saliva la moja y la calienta. Noto que se endurece y es entonces cuando mi lengua empieza el masaje, dentro de la boca, sin sacarla, tocándola, rozándola y resiguiéndola. El índice de mi mano derecha aletea en tu culo, sin entrar, sólo acariciándolo. Mi mano izquierda sigue con tus huevos el compás que la lengua marca sobre tu polla. Tras estar así un par de minutos, aparto mis manos de tu cuerpo y dejo que mi boca haga lo que está deseando desde hace ya mucho rato...
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