martes, 26 de julio de 2022

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Sin título

(Normalmente pongo a los relatos hechos por petición el título de lo que me han pedido, pero en este caso prefiero no hacerlo, para que no se formen ideas preconcebidas)


Levanto la vista de la página que estoy leyendo y veo el cristal de la ventana golpeado por gotas de lluvia. Mi mirada sigue el recorrido de una de ellas, zigzagueando y uniéndose a otras, un diminuto río de agua dulce, de caudal escaso y vida breve.

Sonrío ante lo pedante de mis pensamientos. Eso me pasa por leer. Dejo el libro a un lado y me acerco a la ventana. Fuera, el asfalto de la carretera parece obsidiana brillante y los charcos hacen su aparición, breves espejos que reflejan el cielo gris.

Apenas hay gente caminando. Es la primera tormenta fuerte del año y ha pillado a casi todos por sorpresa, con lo que cada cual se ha quedado en casa o ha regresado lo antes posible. Creo que es el momento más oportuno para hacer lo que debo.

Así que me calzo unas botas de agua, casi infantiles y me pongo un impermeable por encima de la ropa. Meto las llaves en uno de sus bolsillos y salgo.

Sigue lloviendo con fuerza, las lluvia golpea la capucha y crea un sonido un tanto extraño, como si yo fuera parte de algún raro instrumento musical de la naturaleza. Apuro el paso, el trayecto no es muy largo, apenas doscientos metros, pero la lluvia parece ralentizar mis pasos. Avanzo con la mirada fija en mi objetivo: un edificio blanco, pequeño, con un gran patio delante de la puerta de entrada, sin ventanas y con una pequeña torrecilla en uno de sus extremos, donde teóricamente debería haber una campana, pero en realidad hay un altavoz que, cada media hora, emite los tañidos correspondientes.

Alargo la mano hacia el enorme pomo dorado de la puerta y empujo con fuerza. Sé, por visitas anteriores, que es una puerta maciza y pesada. Doy un paso hacia la oscuridad que impera dentro. Me echo la capucha hacia atrás.

Lo primero que noto es el olor. Una mezcla de incienso, vela quemada y flores de difuntos. Intenso y un tanto asfixiante. Mis ojos se van acostumbrando a la tenue luz procedente de unas cuantas velas y un par de bombillas de poca potencia. La penumbra imperante hace más impactante el aspecto del altar. Ahí las luces son brillantes, reflejan los dorados y plateados e incluso el mantel que cubre el altar parece emitir su blancura.

Siempre me quedo unos minutos mirándolo. Apreciando la puesta en escena, la ambientación. No soy creyente, pero me gusta acudir a la iglesia para pensar. El silencio, la falta de luz, de sonido, hace que me sea mucho más sencillo concentrarme y no distraer mi atención en otras cosas que no sean mis pensamientos.

Sin embargo, esta vez no voy a pensar. Acudo a la iglesia con una finalidad concreta. Se me ha dado una orden escueta y precisa: "una iglesia, un confesionario, unos gemidos". Sí, lo primero que se piensa ante esas palabras es sexo sacerdotal. Sonrío. Eso, seguramente, es lo que se espera, que haya sexo con algún cura o tal vez con algún parroquiano que me encuentre ahí. Si hago eso, se me acusará de previsible. Y si no lo hago, de decepcionante. Vuelvo a sonreír, esta vez más ampliamente. Y me dirijo al confesionario.

No hay lugar para las sorpresas, en esta parroquia sólo hay un sacerdote, así que ya sé que estará él o simplemente, estará vacío.

Mis pasos retumban. Es curioso cómo eso pasa en todas las iglesias, lleves el calzado que lleves y camines con la cautela que camines, siempre retumban los pasos, es como estar en una oquedad vacía.

Llego al confesionario, me arrodillo, siento las gotas de agua que se escurren de mi impermeable y mojan las perneras de mis pantalones, por las pantorrillas. Es desagradable. Tomo nota mental de comentárselo, sabiendo que es un detalle que le gustará conocer.

Al otro dalo de la rejilla no hay nadie. Echo la cabeza hacia atrás y miro para la derecha y hacia atrás. Nadie. Espero unos segundos, pero no aparece nadie. Pues bien, estoy en una iglesia y en un confesionario, sólo quedan los gemidos. Mi parte traviesa piensa que simplemente puedo ponerme a gemir y con eso habré cumplido mi parte. Mi parte honesta me dice que eso es coger las cosas muy por los pelos.

Pero es complicado, mi nivel de excitación está bajo mínimos. Normalmente el cumplir un encargo me gusta, me anima, me despierta la libido, pero esta vez lo que se ha despertado es mi faceta traviesa.

Me planteo seriamente dejarlo para otra ocasión. Una que nos complazca a los dos. Pero ya que estoy aquí, por otra parte, sería tontería no aprovechar el momento. Así que arrodillada, acodada y con los ojos cerrados, intento meterme en el papel de una mujer muy perversa y retorcida. Pienso en las velas, en la cera caliente, en los duros bancos de madera, en el olor a incienso... Imagino una figura oscura, vestida con un hábito oscuro, encapuchado y con un cordón a la cintura, portando una vara en sus manos. No puedo ver su cara ni puedo adivinar nada de su figura, sólo que es alto. Pasa la vara a su mano derecha y con la izquierda toma uno de los cirios que arden perezosamente en un rincón de la iglesia y se acerca pausada pero inexorablemente a mí.

Cierro los ojos, desabrocho mi impermeable y con esa imagen en la cabeza, deslizo mi mano por la cintura de mis pantalones, hasta alcanzar mi sexo, ya ligeramente húmedo. Sigo la fantasía en mi cabeza, aumentando el ritmo de las caricias de mis dedos y se me escapa el primer gemido. Me muerdo los labios, inconscientemente. En mi cabeza, el fraile está castigando mis pechos con la cera caliente, mientras de sus labios salen salmodias ininteligibles. Imagino el calor de las gotas en mi piel. Estoy a punto de llegar al orgasmo cuando siento un golpe seco y fuerte en mi mejilla. Y me doy cuenta de que eso no forma parte de mi fantasía. Abro los ojos y me encuentro al cura, con la cara congestionada y su mano aún alzada, como queriendo volver a golpearme. En lugar de eso, tira con rudeza de mi brazo, para sacar mi mano de dentro de mis pantalones y me lleva casi a rastras hacia la puerta de la iglesia.

Me ha tomado tan de sorpresa que lo único que puedo pensar es en lo poco cristiano que es ese hombre tratándome así, a una pecadora como yo, en lugar de perdonarme e intentar llevarme por el buen camino. Pero supongo que para él el violar la santidad de su iglesia es algo imperdonable, que está muy lejos de poder ser perdonado y supongo que más lejos aún de ser olvidado.

Y así me veo, fuera de la iglesia, con la lluvia mojándome la cabeza, escuchando balbuceos airados del cura a mis espaldas. Y pienso que la decepción que se llevará tal vez se vea compensada por la humillación de ser pillada in fraganti y por las miraditas y comentarios que me acompañarán durante un largo período de tiempo.

Me encojo de hombros y me vuelvo a casa, pensando en una cálida ducha y en el libro que me está esperando, sobre el sofá.

Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.

Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.

Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.

He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.

El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.

Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.

Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.
Te miro. Apenas nos separa un paso, pero siento que jamás has estado tan lejos de mí. Tienes la mirada clavada en mi cara, como si intentaras descifrar pensamientos, sentimientos... yo qué sé. Es una sensación casi física, un roce inexistente en mi piel, una caricia inquisitiva.

Nos separa ese metro, una zancada, un segundo. Pero son tantas cosas... tantas, que esa pequeña distancia me supone un arduo viaje, lleno de obstáculos.

Tu mirada, que antes tiraba de mí, que me anclaba, se escurre ahora. Mi piel y la razón la esquivan. Mis sentimientos la apartan. Pero sigue ahí, buscando.

Siento el hastío subiendo por mi garganta, el sabor de la bilis del cansancio emocional llenándome la boca y decido que ya basta. Que no más.

Tus ojos, como siempre, me leen, no necesito hablar. Los miro, por última vez. Brillantes, enormes en su tristeza. Se llenan de lágrimas, rebosando sobre el párpado inferior. Y los cierras, en un vano intento de ocultar el dolor que te causo, que me causas, que nos causamos y que no volveremos a sentir más. Y entonces una gota aparece, suspendida en tus pestañas durante un ínfimo y eterno momento, antes de caer y deslizarse por tu mejilla, trazando el húmedo camino del adiós.

Y me voy, en tu oscuridad de ojos cerrados, llevando conmigo, para siempre, la imagen de esa gota resbalando.


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