Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.
Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.
Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.
He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.
El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.
Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.
Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.
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