martes, 26 de julio de 2022

Atada

Atada


Sentado en una silla, en una esquina de la habitación, relajado, con el flogger en la mano, la miro.

Ella está desnuda, expuesta, cegada por un antifaz y con sus brazos y piernas abiertos y extendidos, atados a los barrotes de la cama. Hace un rato que estamos así, yo observándola y ella esperando. Disfruto al ver el movimiento de sus pechos con cada inspiración. La conozco tanto, que puedo leer su cuerpo como quien lee las páginas de un libro conocido y familiar.

No es un cuerpo hermoso, ni de modelo. Es un cuerpo valioso. Porque me pertenece. Porque está a mi disposición. Porque es mío.

Me levanto tratando de no hacer ruído, pero ella está tan alerta que su cabeza se gira hacia mí, con un movimiento brusco y mecánico. Su respiración se acelera, entreabre los labios.

Su respuesta me excita. Camino lentamente hacia la cama. Balanceo el flogger. Deslizo las tiras de cuero por su cuerpo, acariciándolo, desde el pubis hasta los pechos, cuyos pezones ya están endurecidos. Jadea. Sonrío.

Podría hacer lo que quisiera con ella, está indefensa ante mí. Siento ese poder, esa energía, esa perversión en cada poro de mi piel.

Y es lo que me lleva a golpear con suavidad pero firmeza su cuerpo, siguiendo el mismo camino que la caricia anterior, desde el pubis a los pechos, tintando su piel de un suave rosado cálido.

No acalla sus gemidos, sabe que me complace escucharlos. Veo una lágrima caer desde el borde del antifaz hacia la almohada. Me inclino y la recojo con mi lengua.

La miro, acaricio su mejilla con la punta de mis dedos. Dejo el flogger sobre su pubis, tapándolo. Y vuelvo a la silla, a disfrutar de ella mientras pienso qué hacer a continuación....


Camiseta


Te has ido ya hace unas horas. Deambulo por la casa, recogiendo una cosa aquí, otra allá... Me siento perezosa y decido regalarme unos minutos más de placer, recordando tu visita, mientras detecto las huellas de tu paso por mi casa.

Más recuerdos que almacenar en el baúl de mi memoria que lleva tu nombre. Veo algo en el sofá, me acerco y lo cojo, comprobando que es una de tus camisetas. Mi sonrisa se amplía cuando recuerdo el momento en que te la quitaste y lo que ocurrió después. Está arrugada. La llevo a la cara y, cerrando los ojos, aspiro tu olor. Te respiro. Ese incentivo refresca aún más los recuerdos, las sensaciones.

Voy hacia el dormitorio, aún respirándote. Me quito la poca ropa que llevo y me pongo tu camiseta. Casi un minivestido para mí, es lo que tiene ser bajita. Ahora me abrazas. Sigo con los ojos cerrados, me tumbo en la cama, que aún huele a ti, pero de una forma mucho más sutil. Tapándome por completo, me dejo estar. Me siento un poco traviesa al pensar que ni de lejos imaginas lo que estoy haciendo y cómo me siento ahora mismo. Pero sé que el olor se disipará muy rápido, que los recuerdos irán templándose e incluso enfriándose y quiero paladear todo, mientras aún está vivo en mí.

Dormiré así esta noche, con una parte de ti en mi piel, sintiéndome menos lejos de ti. Mañana será otro día, empezará una nueva cuenta atrás para el próximo encuentro, será el día de recoger todo, de volver a la rutina. Pero eso será mañana, hoy aún te tengo conmigo.


Castidad

Castidad

Tres días. Tres largos, enormes, eternos días de tortura. Sintiéndola cerca, oliéndola, a veces incluso rozándola, escuchando el tintineo de su risa al ver en qué estado me pone con tanta facilidad.

A veces pienso que es cruel y creo odiarla. A veces pienso que es cruel y la adoro por ello. Me mira como se estudia un especimen bajo la lente de un microscopio, atenta a mis gestos, a veces pinchándome buscando una reacción.

Me pone a prueba cada minuto que está cerca. Y su recuerdo me aguijonea el resto del tiempo. Y yo debo seguir aguantando. Al principio por orgullo, después por cabezonería, siempre por su expreso deseo.

Me duele. Empiezo a tener que luchar contra mi mente además de contra mi cuerpo. Mi mente dice que no pasa nada, que me rinda, que me deje llevar, que es una tontería, que no tiene sentido, que...

Pero ella lo ha pedido y ella lo tendrá. Porque así es como debe ser. Porque así es como lo quiere. Y lo que ella quiere, es lo que quiero yo. No, no lo quiero, ¿cómo puede alguien querer esto? Pero aquí estoy, aguantando, el deseo, el dolor físico y mental. Sus juegos. Sus torturas. Sus caricias llevándome al límite y su voz prohibiéndome el desahogo del placer. Una y otra vez. Sus llamadas, las palabras deslizándose hasta mi cerebro, encendiéndome. Y mi mano que se dirige a mi entrepierna, mientras pienso en lo fácil, rápido y glorioso que sería hacerlo. Pero no, quieto, ella no lo quiere, no lo permite.

Se ríe, se muestra juguetona, divertida, sabe que sufro, sabe lo que estoy pasando, lo disfruta. Suyo es. Suyo soy. Y lo quiere todo. Mi cuerpo y mi mente. Quiere que me cueste más. Y se lo estoy dando. Siento que me muero de ganas, de dolor, de ansia, pero se lo estoy dando.

Suena el teléfono. Gimo. Ella. Volverá a excitarme aún más. No sé si lo podré soportar. Tres días de excitación casi constante, sin dejarme llegar al final. Me preparo para aguantar. Aprieto la tecla de contestar y escucho atento. Puedo oír su sonrisa mientras me susurra "ya".


Dolor

Dolor

¿Te duele?¿Aún no? Entonces aprieto un poco más. No miro mis manos, miro tu cara, tus ojos, la expresión de tu rostro y sobre todo, tus labios. Y en todo ello veo lo mismo: terquedad. Eres capaz de seguir negándolo sólo por orgullo, por no dar tu brazo a torcer, por querer demostrar algún tipo de superioridad sobre mí. Pero ambos sabemos que llevas las de perder. Un juego de voluntades.

Aprieto más. Sé que te duele. Te miro, enarcando las cejas. Te obstinas en que no, que quieres más, que no te duele, que no es nada. Sonrío. Ahora aprieto y retuerzo al mismo tiempo. No puedes evitar un gesto de dolor con la boca. Esa debilidad te hace empecinarte aún más, a pesar de que tus ojos están húmedos.

No, no voy a dejar que me manejes. Yo soy quien maneja la situación, no tú. Y puedo seguir este juego hasta que te rindas. Lo sabes, lo sé. No es la primera vez. No será la última. No duele. De acuerdo.

Me canso ya y decido acabar de una vez. Y te das cuenta, porque en todo este tiempo juntos hemos aprendido a leernos mutuamente. Sabes que voy a echar el resto, a acercarme al límite, a doblegarte.

Aprieto con todas mis fuerzas y retuerzo justo hasta ese punto entre dolor y daño. Aúllas. No puedes evitarlo. Veo una mezcla de sentimientos en ti: enfado por no haber aguantado, placer por haberme servido, obstinación en que, algún día, seré yo quien me rinda.

Acaricio tu carne magullada, con cariño. Te beso la frente y me retiro, sin más, sin una palabra.


Domado


Estoy cansada, tengo que confesarlo. Siento ligeras contracciones en los músculos del brazo derecho. Y me siento colmada. Su piel, tan lechosa hace unas horas, está tintada de un suave rosado, con marcas más intensas en algunas zonas. Sé, por experiencia, que algunas de ellas se tornarán amarillentas con el paso del tiempo y lucirán en su cuerpo durante unos días.

A pesar de la intensidad de la sesión, su mirada suplicante permanece inalterable. Siempre esperando que pida algo, siempre rogando con los ojos servirme, de la forma que sea, lo que yo quiera. A veces tener ese poder me asusta. Por eso jamás traspaso el límite que me he marcado.

Jamás me pedirá nada que no sea el placer de obedecerme. Yo decido todo. Y mientras paladeo ese pensamiento, disfrutando la sensación, él lanza una tímida mirada de reojo, desde abajo. A veces siento puntos de ternura, como si fuera un cachorrillo ansioso deseando agradar a toda costa. Y hoy lo ha conseguido. Con creces.

No espera más premio que notar mi satisfacción, quizás una sonrisa, una mirada o un gesto. Sabiendo eso, voy a hacerle un regalo envenenado.

Me acerco a la cama, retiro las sábanas arrugadas y húmedas, me bajo las bragas y le ofrezco mi sexo. "Ven y toma tu premio. A ver qué tal sabes utilizar la lengua".

Reprimo mis carcajadas al ver su cara desencajada, con una mueca de incredulidad pintada en ella. Supongo que duda y cree haber entendido mal, así que le hago un gesto para que se acerque.

Se aproxima, cautelosamente, con la mirada baja y medio tembloroso. Agarro un puñado de su pelo, le levanto la cabeza de un tirón y mirándole a los ojos le digo: "Hazlo, hazlo ya y hazlo bien". Y le suelto.

Ahora que tu cabeza está entre mis piernas y siento su lengua titubear entre los labios de mi sexo, me puedo permitir el sonreír de oreja a oreja. Sé que pondrá todo su empeño en hacerlo lo mejor posible. Sé que buscará mi placer antes que el suyo. Y también sé que no lo logrará. Nadie hasta ahora ha podido conseguirlo, y me da que él no será la excepción.

Y sí, siento un ligero cosquilleo cuando su lengua recorre mi sexo, llegando al clítoris y jugando con él, atrapándolo entre sus labios y soltándolo, golpeando suave con la lengua, succionando con suavidad. Bien, muy bien, pero definitivamente no lo va a conseguir.

Siento su aliento justo antes de que introduzca su lengua dentro de mí. Notará el sabor y la humedad y pensará que lo está haciendo bien, que está excitándome, dándome el placer que desea. Pero no. Esa humedad, ese deseo líquido es el provocado por su entrega, por lo que me dio antes, por lo que intenta darme ahora.

Su lengua inquieta, sus labios e incluso sus dientes recorren cada pliegue, cada rincón. Los minutos pasan y no cesa en su empeño. Casi escucho sus pensamientos, intentando encontrar algo diferente, intentando algo, lo que sea.

Me incorporo y él se aparta, con los labios y la barbilla húmedos. Acerco mi cara a la suya y veo que sus ojos también están húmedos. Cree que ha fallado. No voy a sacarle de su error, porque me ha complacido y mucho, aunque no como él esperaba. Acerco mis labios a los suyos y se los beso con suavidad, notando el olor, mi olor en su piel. Acaricio su mejilla y le sonrío, feliz.

Me encanta confundirle así. Mi reacción, para él, indica que no me ha dado placer, pero mi sonrisa le dice justo lo contrario.

Me levanto, recupero mis bragas, me acerco a él, arrodillado en el mismo sitio en que quedó. Paso una mano por su pelo y le digo "Buen chico".


Mamada

Mamada


Claro, te imaginas que me voy a poner de rodillas ante ti, bajarte la cremallera y chupártela, como si se tratara de una película porno más. Pues no, chaval, va a ser que no. Lo voy a hacer a mi manera y te aseguro que te va a gustar.

Lo único que tienes que hacer es sentarte, desnudo, en el borde de la cama, ahí, sobre ese cojín. Puedes echarte de espaldas, si estás más cómodo. El resto es cosa mía.

Tranquilo, yo me ocupo. Tú déjate. No te arrepentirás.

Así que cojo otro cojín, lo pongo en el suelo, entre tus piernas abiertas y me dispongo a pasar un muy buen rato, porque, ¿sabes? yo lo voy a disfrutar también. Mucho.

Acerco mi boca a tu entrepierna. Entreabro la boca y saco la lengua, húmeda. Empiezo a aletear con ella siguiendo tu ingle, la que está a mi derecha. Muevo la lengua rápidamente, resiguiéndola, buscando ese punto exacto donde hay placer y que posiblemente desconozcas. Tanteo con la lengua, metiéndola en la boca de vez en cuando para humedecerla más. Y lo encuentro. Duro bajo mi lengua, siento cómo tu cuerpo se estremece cuando lo toco. Así que me paro ahí, aumento la presión de los aleteos y endurezco la lengua. Me recreo en esa zona, alternando lametazos con "mordiscos de labio".

Hociqueo hasta tus huevos. Paso mi lengua por ellos, un lengüetazo lento y pesado. Y después coloco mi lengua bajo ellos, como sopesándolos. Mmmm, están llenos. Me gusta. Atrapo uno entre mis labios y, así, sostenido, lo lamo. Hago una suave succión, aprieto mis labios alrededor, sin dolor, sólo presión suave. Y lo suelto, para dejar otro perezoso lametón sobre ellos. Me pregunto si me cabrán ambos en la boca, así que la abro, acerco mi cara todo lo que puedo y... mmmm, me gusta tenerlos así. Sentirlos así. Me quedo quieta, disfrutando la sensación, durante unos segundos. Y después empiezo a chupar con delicadeza, con mimo.

Aparto ligeramente mi cara. Vuelvo a sacar la lengua y la deslizo por tu polla, desde la base hasta la punta. Me encanta notar la suavidad del glande, la humedad que lo cubre, recorrerlo con la lengua y los labios, besarlo.

Vuelvo a pasar mi lengua, otra vez desde la base hasta la punta y otra vez me recreo al llegar.

Ahora, en lugar de lamer, lo que hago es girar mi cabeza y atrapar tu polla entre mis labios, voy moviéndome hacia arriba, apretando y soltando mis labios todo a lo largo de tu polla, sintiendo su dureza, calor y olor. Te la masajeo con ellos.

¿Estás preparado? Entreabro los labios y los acerco al glande. Y me dedico a frotarlos contra tu frenillo, ese pellizco de piel tan sensible. Saco la lengua y empiezo a frotar con ella. Sí, tal como me gusta que me lo hagan a mí, aumentando poco a poco la presión con cada aleteo de la lengua, recorriendo esa diminuta zona tan deliciosa y llena de placer. Podría hacer que te corrieras así, ¿sabes?

Ahora sí. Abro la boca y me meto la punta de tu polla en ella. La atrapo entre mis labios. Sólo la punta, nada más. Y me dedico a recorrerla con mi lengua, dentro de mi boca. A explorar cada milímetro de ella, a empujarla hacia mi paladar, a ahuecar mis mejillas para chupar, para mamarla, mientras mis labios aprietan y sueltan, aprietan y sueltan al compás de mis mamadas.

La saco. Brillante y deliciosa. Meto mi dedo índice en la boca y lo chupo, después lo apoyo en la entrada de tu culo. Vuelvo a abrir la boca y deslizo la mitad de tu polla dentro al mismo tiempo que empiezo a presionar con mi dedo tu ano, de forma lenta pero constante.

Dejo quieta tu polla dentro de mi boca hasta el momento en que mi dedo entra en tu culo. Y entonces empiezo a mover, cabeza y dedo al compás. Mi dedo entra y sale cada vez con más facilidad, mi boca aprieta el contorno de tu polla para que sientas el roce de mis labios cuando la deslizo dentro y fuera de mi boca.

De cuando en cuando me paro. En esos instantes, mi dedo queda dentro de tu culo, moviéndose allí, en círculos. Y es cuando me dedico a masajear tu polla, empujándola con la lengua sobre mi paladar, chupando sin moverla de dentro, mamando, literalmente.

Noto que te tensas. Ya estás a punto. Así que empiezo a acelerar mis movimientos, a aumentar los roces con la lengua y los labios, a apretar mi dedo dentro de ti. Rápidamente, sin pausa, sintiendo que se acerca el momento y...


Masaje


Levanto la vista de la página que estoy leyendo y me quedo mirándote. Hoy no veo esa burbuja de la que pareces rodearte para aislarte de todo y de todos mientras te concentras en el estudio. De hecho los gestos que haces, los movimientos de tu cuerpo delatan una extraña falta de concentración.

Sé que estas dos últimas noches no han sido tan descansadas como suelen serlo. Y sé que el tiempo apremia, que has de aprovechar cada minuto, rendir al máximo.

Me levanto y noto el movimiento de tu cabeza al girarse hacia mí, otra cosa que no harías habitualmente. Y es lo que me decide. Salgo de la habitación y me dirijo al baño. Allí, cojo la botella de aceite corporal, ese que sólo usamos para jugar.

Vuelvo, me acerco a ti, me arrodillo a tu lado y levanto el frasco de aceite, buscando tu aprobación. Tu mirada oscila entre la botella y los supuestos, entre un paréntesis y el estudio. Echas atrás la silla, en un gesto de aceptación.

Me levanto, dejo el aceite sobre la mesa y tiendo mis manos hacia ti, para que también te pongas en pie. Lo haces, con una media sonrisa en los labios, quizás preguntándote qué estoy tramando. No es nada raro. Quizás te decepcione.

Deslizo las palmas de mis manos bajo tu ropa, a la altura de la cintura, moviéndolas hacia arriba, para dejar tu piel expuesta. Inclino la cabeza y voy besando la superficie que va quedando desnuda. Siento en mis labios el calor de tu cuerpo y el cosquilleo de tu piel. Mi boca se humedece, trago saliva pero sigo desnudándote, disfrutando de cada segundo, como si estuviera desenvolviendo un regalo. Las puntas de mis dedos recorren la parte trasera de tus hombros, de un lado a otro. Me gusta tocarte, me gusta cuando permites que explore el rincón de tu cuerpo que me apetezca.

Colocada a tu espalda, mis manos se dirigen ahora cintura abajo, liberándote de tus pantalones y tu ropa interior al mismo tiempo. Me acuclillo siguiendo el movimiento de tu ropa al caer, aprovechando para reseguir la abertura entre tus nalgas con mi lengua, un lametón suave.

Estás desnudo, de pie ante mí. Te guío suavemente hacia el sofá. Te tiendes boca arriba en él. Tomo la botella de aceite y vierto una pequeña cantidad en el hueco de mi nano derecha. Froto ambas palmas para extenderlo y que se caliente un poco, antes de posarlas sobre tu pecho. El aceite brilla alrededor de tus pezones, que miro con ansia pero evito con cuidado. Los movimientos de mis manos sobre tu pecho y abdomen se hacen más lentos y firmes. Mis dedos llegan a tu pubis, donde mis manos se separan, yendo una a cada ingle, con suavidad, tocando, acariciando y palpando esa delicada zona, evitando rozar siquiera tu sexo.

Te miro a la cara, de soslayo. No es lo que esperabas, lo sé. Tu piel ha absorbido el aceite. Sonrío, traviesa. Acerco mi cara a tu entrepierna, mi mano derecha se cuela entre tus nalgas y la izquierda rodea, mimosa, tus testículos. Entreabro los labios y me meto tu polla en la boca, sin succionar, quieta. Mi saliva la moja y la calienta. Noto que se endurece y es entonces cuando mi lengua empieza el masaje, dentro de la boca, sin sacarla, tocándola, rozándola y resiguiéndola. El índice de mi mano derecha aletea en tu culo, sin entrar, sólo acariciándolo. Mi mano izquierda sigue con tus huevos el compás que la lengua marca sobre tu polla. Tras estar así un par de minutos, aparto mis manos de tu cuerpo y dejo que mi boca haga lo que está deseando desde hace ya mucho rato...


Reto


Fue idea tuya. Como me conoces bien, lo planteaste como un reto, un desafío, un "¿a que no te atreves?". Y yo, aún sabiendo que estaba siendo manejada por ti, no pude evitar aceptar el desafío.

Llegarías a finales de la tarde. Llamarías desde el portal y diez minutos más tarde, subirías hasta casa. En ese intervalo de tiempo tendría que dar los últimos pasos para cumplir con tus directrices. La puerta de acceso a la vivienda debería estar abierta de par en par. Y yo, vestida sólamente con medias (no panties, recalcaste), unos zapatos de tacón, una falda subida hasta la cintura y un pañuelo de seda cubriendo mis ojos. El pecho desnudo apoyado sobre la superficie de la mesa, los brazos estirados hacia adelante, las piernas abiertas y el culo em pompa, exhibida y ofrecida... y cegada.

Me parecía algo divertido. De hecho pasé la mañana sonriendo y tarareando, pensando en lo que iba a pasar como si fuera una especie de travesura, de locura. Pero a medida que pasaban las horas, que iba preparando cosas aquí y allá, para tenerlo todo tal como a ti te gustaba, empecé a sentir una mezcla de expectación, temor y excitación. Conocía muy bien tu mente traviesa y perversa. Además, estaba la posibilidad, remota pero existente, de que un vecino bajara por las escaleras, viera la puerta abierta y entrara pensando que había pasado algo. Y claro, me encontraría semidesnuda, abierta y cegada.

Sonreí a pesar de mis nervios, pensando en cómo cambiaría la imagen que de mí tenía todo el mundo, si se propagase el rumor de que era una exhibicionista. Todas esas personas que me tienen por un ser anodino y aburrido se llevarían una gran sorpresa, sin duda.

Llegó la hora. Duchada, depilada y preparada para colocarme en posición en cuanto llamaras. Los minutos se alargaban al tiempo que mi corazón se aceleraba. Sonó el timbre. Fui hacia la puerta, la abrí de par en par y me dirigí hacia la mesa de la cocina, al final del pasillo. Allí, me coloqué primero el pañuelo sobre los ojos, comprobando que no quedara ningún resquicio de visión. Cogí la falda por la bastilla y la levanté, arrugándola, hasta mi cintura. Abrí las piernas, me incliné hacia adelante de forma que mis pechos se apoyaran sobre la superficie, extendí mis brazos hacia adelante y me dispuse a esperar. Serían unos pocos minutos.

Agucé el oído, intentando escuchar el sonido del ascensor o de pasos por las escaleras. Me resultó casi imposible al principio, oía el rumor del tráfico, voces a lo lejos, zumbidos de electrodomésticos, pasos en el piso superior, una radio sonando no sé dónde... Fui aislando mentalmente todos ellos a medida que los clasificaba y me quedé centrada en la zona por donde aparecerías.

Lo primero que escuché fue la puerta al cerrarse suavemente. Por mucho que lo intenté, no oí tus pasos, de hecho te imaginaba apoyado contra la puerta cerrada, sonriendo socarronamente al pensar en mi nerviosismo. Pero no era así, ya que de repente, noté una palmada en mis nalgas expuestas. No dijiste una sola palabra, sólo me diste una fuerte nalgada que me hizo suspirar, más por la sorpresa que por el tenue escozor. No me moví, esperando. Tu mano estaba sobre mi culo, quieta. Pasaban los segundos, en mi mundo de oscuridad no había más que vacío, no percibía nada. Sólo el tacto de tu mano.

Cuando estaba a punto de rendirme y hablar, noté que se movía. Como si tocaras un teclado, tus dedos fueron jugueteando entre mis glúteos hacia mi entrepierna. Si antes el corazón me latía con rapidez, ahora parecía que iba a salirme del pecho. Sin que siquiera estuvieras cerca, mi clítoris parecía burbujear, me notaba caliente y empezaba a sentir una comezón dentro de mi coño que tú tan bien sabías apagar. Mis pezones se endurecieron contra la mesa y me mordí el labio inferior.

Mientras, tus dedos, perezosos, seguían jugando sobre mi piel, acercándose. Yo sabía, aún sé, que adoras hacerme suplicar. Precisamente por lo difícil que es conseguirlo, mi orgullo es mi escudo ante las promesas del placer. Aún así, sentía las ganas de ti con mucha intensidad, supongo que porque hacía mucho tiempo que no estábamos juntos.

Tres dedos aletearon entre los labios de mi vagina, abriéndolos a una exploración más profunda. Notaste mi humedad y soltaste una risita, el primer sonido que escuché de ti esa tarde. Mordí mi labio con más fuerza. Noté la otra mano acariciando mi espalda, tus cortas uñas trazando líneas paralelas sobre mi columna vertebral. Arriba y abajo, mientras los dedos de la otra permanecían quietos. Me estremecí y esa pareció ser la señal para ti. Me agarraste del pelo con fuerza, tirando de mi cabeza hacia atrás al mismo tiempo que dos de tus dedos entraban profundamente en mi coño y empezaban a follarlo con fuerza.

No pude evitar gemir. Sentirme llena, sentir la dureza de tus dedos en la humedad y el calor de mi coño era sumamente placentero. Los dedos se deslizaban dentro y fuera con mucha facilidad, cada vez más mojados.

Me soltaste con la misma rapidez con que me habías tomado. Fue desolador. Me sentía abandonada, la humedad de mi coño hacía que sintiera una especie de frío triste.

- Te voy a hacer una pregunta. Sólo dí "Sí" o "No". ¿Quieres que te folle?

- Sí

- Bien, entonces lo haré. Pero has de demostrarme que realmente es lo que deseas, que tienes muchas ganas, que estás muy caliente.

Me quedé quieta, esperando.

- Te voy a follar, voy a hacerlo con fuerza, tal como te gusta y voy a correrme dentro de ti, toda mi leche en tu coño caliente. ¿Es lo que quieres?

- Sí

- Mmmm, bien. Levántate.

Erguí mi torso y quedé de pie. El tomó mi mano y me guió hacia la puerta del piso. Oí cómo la abría. ¿Estaba loco? En pleno día, la puerta abierta, yo con esas pintas... Vacilé.

- Tal vez no tengas tantas ganas después de todo. Tal vez sería buena idea que me volviera por donde he venido. Quizás tengas más ganas otro día.

Negué con la cabeza, notaba mi sonrojo, tenía miedo, miedo a que nos vieran, a que me vieran. El exhibicionismo nunca fue algo que me gustara.

Tras unos segundos, volviste a tomarme de la mano. Estábamos en el rellano. Vi mentalmente las ventanas de las escaleras, el edificio que había delante y me imaginé a gente asomanda, viéndonos. Incluso me pareció escuchar que alguien abría la mirilla en el piso de enfrente.

Me colocaste las manos en el pasamanos. Hiciste que me doblara sobre ti. Abriste mis piernas con tus rodillas. Escuché cómo bajabas la cremallera de tus pantalones, ropa deslizándose hacia el suelo e inmediatamente sentí tu polla, dura como el acero, abriéndose paso entre los labios de mi vagina. La humedad facilitó la penetración, aunque yo estaba sumamente tensa por la situación. Tus manos agarraron mis caderas, hundiendo los dedos en mi carne y empezaste a embestirme con fuerza, fieramente, tal como a mí me gustaba.

En cualquier otro momento yo estaría jadeando de placer, susurrándote lo mucho que me gustaba, pidiéndote más. Pero pensar en lo expuestos que estábamos me impedía centrarme en el placer de la follada.

Te inclinaste sobre mi espalda, totalmente pegado a mi cuerpo y me susurraste: "No pienses, confía, siente, déjate llevar, pero no pienses. Soy yo. Confía en mí."

Intenté hacerlo, notaba que entrabas cada vez más profundamente en mí. Me centré en esa sensación. Me encanta sentir cómo tu polla resbala al salir, ese cosquilleo que hace que la apriete para que no salga. Estaba muy dura. Mis pechos se bamboleaban, sueltos, con cada golpe de cadera. Una de tus manos abandonó mi cadera para ir a apretarlos, a tirar de los pezones, alternándolos. Sabes lo mucho que me excita eso, sabes exactamente cómo y cuándo hacerlo. Es irritante que puedas manejarme tan a tu antojo.

Empecé a sentir placer. Empecé a desear más. Inconscientemente, mis caderas se movían contra ti, en círculos, para que me horadaras más dentro. Imaginaba la abertura de tu polla acariciando el fondo de mi coño, a punto de correrte y dejarme tu leche bien dentro, marcándome por dentro con tu polla. Me sorprendío notar que estaba a punto de correrme y no me di cuenta de que había empezado a gemir en voz alta hasta que tu mano abandonó mis pezones para taparme la boca. Me corrí apretando mi coño alrededor de tu polla, queriendo tenerla para siempre ahí, llenándome, cálida y dura, dándome ese inmenso placer que hace que mis rodillas se doblen. De nuevo recostado sobre mí, sintiendo cómo mi coño trataba de ordeñar tu polla con los espasmos de mi corrida, susurraste "Me encanta cuando te pones tan puta para mí". Clavaste con más fuerza los dedos en mis caderas y te dejaste ir, con un empujón final.

A medida que recuperábamos el ritmo normal de respiración, los sonidos fueron invadiendo mi mundo de oscuridad. Sentí que te despegabas repentinamente de mí, que tirabas de mi mano hacia lo que suponía que era la puerta del piso.

Nada más cerrar la puerta, escuchamos subir a gente, charlando y riendo. Me pregunté con un cierto toque de cachondeo, si notarían algún extraño olor entre acre y picante, en el aire. Tu cuerpo me mantenía en pie, contra la puerta cerrada. Noté que se estremecía y no pude evitar empezar a reírme al mismo tiempo que tú.

Me sacaste la venda y nos miramos a los ojos, aún riendo como dos tontos. Te quiero.


Rindiéndolo

Rindiéndolo


Era la primera vez que me veía en esa situación. Tenía ante mí, a cuatro patas, un hombre dispuesto a ejercer la función de escabel humano. Impertérrito, con la cabeza agachada y la vista clavada al suelo, pero aún así podía sentir como olas de impaciencia saliendo de su cuerpo, hacia mí.

Así que me descalcé y apoyé mis pies desnudos en su espalda. La verdad es que resultaba muy cómodo estar así. Sentía un casi imperceptible balanceo bajo mis talones, producido por su respiración. Tras pasar unos segundos así, con los talones apoyados en la mitad de su espalda, decidí "explorar" el territorio.

Deslicé mi trasero sobre la silla, echándome hacia atrás. Doblé mis rodillas e hice que las plantas de los pies se apoyaran por completo en la espalda masculina. El movimiento de su respiración se aceleró levemente. Deslicé mi pie derecho hacia su nuca, acariciándole y sacándole un suave gemido. Me quedé quieta así, un pie en su espalda y otro en su nuca. Casi podía escuchar sus pensamientos, pidiéndome que los moviera más, que le tocara más con ellos.

Me sentí traviesa, así que empecé a frotarlos, como si él fuera un felpudo en lugar de un escabel. El masajeo resultante me fue muy agradable. Vi cómo su cuello se tensaba y cerraba los puños.

A medida que subía su nerviosismo, aumentaba mi sensación de poder y mi placer. También se me ocurrían más cosas. Así que dejé que mi pie izquierdo resbalara por su costado y que acariciara su vientre, hasta la cintura, sintiendo el cosquilleo de su vello en los dedos de mis pies.

Eso hizo que ladeara la cabeza, dirigiéndome una mirada suplicante que me hizo sonreír. Realmente maravilloso tener un escabel humano. Mi pie volvió a su posición inicial, mientras que el otro fue directo hacia su cara, apoyándose en la punta de su nariz. Ahora el gemido fue más audible. Y mayor mi placer y mis ganas de arrancarle más, de hacerle sufrir de esa manera. Así que dejé que el dedo gordo de mi pie resbalara sobre sus labios, recorriéndolos. Entreabrió la boca y fue entonces cuando lo aparté y volví a apoyarlo en su espalda.

Seguí unos minutos más en esa postura, las plantas apoyadas sobre su espalda y yo totalmente relajada, pensando qué es lo que podría hacer a continuación, mientras sentía, alterada, su respiración acunándome los pies.


TSNR

TSNR


Todos los días igual, la misma rutina. Todo a la misma hora, cruzarme con los mismos desconocidos. Estaba hartándome de mi vida.

Y sobre todo estaba hartándome de la vecina de arriba. Todas las mañanas, indefectiblemente, acaparaba el ascensor. Había probado a salir unos minutos antes o unos minutos más tarde, pero en vano. Parecía hecho a propósito. La mayoría de las veces acababa bajando por las escaleras.

Pero hoy no. Si hoy vuelve a suceder, le diré cuatro cosas a la fresca esa. Joder, ya me he vuelto a cortar afeitándome.
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Todos los días igual, la misma rutina. Levantarme, ducharme, vestirme y escuchar. Sí, soy mala y retorcida, pero me gusta chinchar al estirado de abajo. Hace más de un mes que me di cuenta de su costumbre de bajar la ventana de la cocina justo antes de salir. Siempre la abría antes de acostarse y la cerraba antes de salir por la mañana. Me llamó la atención esa constancia en algo tan singular. Y por eso siempre podía calcular cuándo salir para llamar el ascensor y mantenerlo inoperante durante unos minutos. Me suponía un placer perverso sentir cómo su impaciencia crecía, escuchar sus pasos de un lado a otro del descansillo... A veces hasta bajaba a pie sólo por no esperar más.

Porque he de confesar que me gustan las pequeñas perversidades. Bueno, y las grandes también. Nadie adivinaría jamás que tras esta fachada de mujer aburrida y respetable, hay una bruja libidinosa. Es como ponerme la deliciosa ropa interior que tanto me gusta y cubrirla con aburridas prendas de algodón lisas y prosaicas.

Escucho atenta los sonidos de la vivienda inferior y pienso "hoy parece que nos hemos levantado de mal humor" y no puedo evitar una sonrisa pícara.
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Joder, cuando algo empieza mal, está visto que seguirá igual. Primero el corte al afeitarme y ahora se rompe el asa de la taza, bañándome en café caliente. Mierda. Ahora a cambiarme a toda prisa y ya me puedo olvidar de desayunar. Bueno, con suerte la chalada del ascensor ya se habrá ido cuando salga.
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Qué raro, hoy se retrasa demasiado. Ha debido tener algún accidente doméstico, a tenor del jaleo y los improperios que lanzó hace un par de minutos. Así que me preparo para salir, con calma. Hoy me he dado el capricho de ponerme unas medias en lugar de los panties de siempre. Me detengo ante la puerta del piso, inclinando la cabeza en posición de escucha. Hoy voy a sacarle realmente de sus casillas.
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Bueno, ya está, por fin. Si me doy prisa, llegaré a la hora de siempre. Justo hoy que tengo tanto trabajo atrasado. Mierda.
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Escucho el golpe seco al cerrarse la ventana y me apresuro a salir, pulsando el botón de llamada del ascensor. Justo cuando llega, escucho cerrarse la puerta de abajo. Sonrío. Se abre la puerta del ascensor y la mantengo abierta, contando mentalmente los segundos... uno... dos...
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No, no, no, hoy no. Hoy no. HOY NO. No sé en qué momento lo he decidido, pero me encuentro subiendo el tramo de escaleras que nos separa. Me va a escuchar la imbécil esta. Me va a oír, sí señor.
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Vaya, pero si está subiendo las escaleras. Uy, uy, uy, me parece que me toca paga el pato del mal día a mí. Pues nada, me meto en el ascensor y bajo. Si me doy prisa, no llegará a tiempo.
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Vaya, se están cerrando las puertas del ascensor, se me va a escapar. Y un huevo. Me muevo más rápido y consigo meter una mano deteniendo la puerta del ascensor, tocando el sensor. La veo dentro, tan vulgar como siempre, mirándome fijamente.
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Interesante. Las pocas veces que nos hemos cruzado me parecía un tipo anodino. Bueno, hasta que me di cuenta de lo de la ventana de la cocina. Esa costumbre suya despertó mi curiosidad y mis ganas de chincharle. Y ahí estaba, furioso, enrojecido y mirándome como si fuera una cucaracha. Ja, no sabes con quién te estás metiendo, no tienes ni idea.
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Irrumpo en el ascensor como un jabalí al ataque. Ella me mira como quien observa una bacteria en el microscopio. Me pregunto si será bibliotecaria, tiene toda la pinta. Pero hoy me va a oír la tía esta, me va a oír.

Justo mientras pienso eso, siento que algo se me sale del bolsillo de la chaqueta, por el impulso que tomé para entrar en el ascensor antes de que cerrara la puerta. Estupendo, ahora se me va a caer el móvil y con el día que llevo, se hará añicos, fijo.
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Parece que hoy no es su día. Me esfuerzo por no soltar una carcajada cuando, al entrar casi trastabilleando, el móvil sale del bolsillo de su chaqueta como un misil. Un misil que, por cierto, va a impactar en mis medias nuevas.
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Alargo la mano inclinándome al mismo tiempo, tratando de cogerlo antes de que llegue al suelo. Va directo a la pierna de mi vecina, no pienso, sigo bajando, cierro la mano en un puño... justo por encima del lugar donde cae mi móvil, acabando con mi mano rodeando parte de la pantorrilla de mi vecina. Miro hacia arriba, con intención de disculparme y mi mirada vaga por debajo de la falda. Coño, pues al final no va a ser una bibliotecaria, la tía lleva medias y no panties. Mmmm y desde aquí la vista de sus piernas es de todo menos aburrida.
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Me doy cuenta de que ha disfrutado del panorama que oculta mi falda y eso me irrita profundamente, así que le golpeo suavemente con el pie "¿Qué, te gusta el paisaje?". Veo cómo se ruboriza y empieza a tartamudear. Su mano se ha deslizado hasta mi tobillo, el muy tonto no se ha dado cuenta de que lo está agarrando, ni siquiera cuando lo muevo.
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¿Qué me está pasando? Mmmmm, jamás en mi vida había olido algo tan maravilloso. Su pie, a apenas unos centímetros de mi cara, golpeando suavemente mi pecho, para llamar mi atención. Jamás había pensado que un pie pudiera oler así. Ni ser así, ahora que me fijo. Incluso con unos zapatos tan aburridos como los que lleva, la piel del pie parece brillar bajo la sutil capa de la media. Y siento el impulso de quitarle el zapato, para ver los deditos de sus pies, enfundados en la media y llevármelos a la cara, para empaparme de ese olor, para sentir la suavidad.... Ostias, ¿qué me pasa? No me fastidies, ¿los pies? ¿Me estoy poniendo burro por unos pies?
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Me doy cuenta del momento exacto en el que él pasa de ser sólo un vecino que mira bajo mi falda a ser un amasijo de deseos. Al primer toque de mi zapato con su pecho, cuando no me soltó el pie, supe que algo había tras esa cara de cabreo. Me encanta la forma en que mira mi tobillo y desliza esa mirada hacia el empeine. Sé que está deseando ver más. Sé que está deseando tocar. O que le toque. Conozco muy bien esa mirada. Pero si quiere más, ha de ganárselo.
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Estoy loco. Eso es. Este día de perros me ha afectado. El corte, el café, el cabreo. Me ha afectado, esto es una locura transitoria, algo que pasará. Así que voy a recoger mi móvil, levantarme y seguir como si nada. Eso es. Me levanto y la miro. Tiene una extraña expresión en su cara, como si tuviera un secreto divertido que me atañe pero no estuviera dispuesta a contármelo. Me agacho para recoger el móvil. Ella hace un movimiento con su pie, casi pisándolo. Y otra vez me quedo como en trance, inclinado, viendo ese pie, esa piel, esas curvas y acercándome más de lo necesario para captar ese delicioso olor. Mmmm. Definitivamente, tengo que cambiar mi rutina.



Cuerdas


Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.

Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.

Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.

He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.

El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.

Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.

Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.


Lágrima


Te miro. Apenas nos separa un paso, pero siento que jamás has estado tan lejos de mí. Tienes la mirada clavada en mi cara, como si intentaras descifrar pensamientos, sentimientos... yo qué sé. Es una sensación casi física, un roce inexistente en mi piel, una caricia inquisitiva.

Nos separa ese metro, una zancada, un segundo. Pero son tantas cosas... tantas, que esa pequeña distancia me supone un arduo viaje, lleno de obstáculos.

Tu mirada, que antes tiraba de mí, que me anclaba, se escurre ahora. Mi piel y la razón la esquivan. Mis sentimientos la apartan. Pero sigue ahí, buscando.

Siento el hastío subiendo por mi garganta, el sabor de la bilis del cansancio emocional llenándome la boca y decido que ya basta. Que no más.

Tus ojos, como siempre, me leen, no necesito hablar. Los miro, por última vez. Brillantes, enormes en su tristeza. Se llenan de lágrimas, rebosando sobre el párpado inferior. Y los cierras, en un vano intento de ocultar el dolor que te causo, que me causas, que nos causamos y que no volveremos a sentir más. Y entonces una gota aparece, suspendida en tus pestañas durante un ínfimo y eterno momento, antes de caer y deslizarse por tu mejilla, trazando el húmedo camino del adiós.

Y me voy, en tu oscuridad de ojos cerrados, llevando conmigo, para siempre, la imagen de esa gota resbalando.


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Sin título

(Normalmente pongo a los relatos hechos por petición el título de lo que me han pedido, pero en este caso prefiero no hacerlo, para que no se formen ideas preconcebidas)


Levanto la vista de la página que estoy leyendo y veo el cristal de la ventana golpeado por gotas de lluvia. Mi mirada sigue el recorrido de una de ellas, zigzagueando y uniéndose a otras, un diminuto río de agua dulce, de caudal escaso y vida breve.

Sonrío ante lo pedante de mis pensamientos. Eso me pasa por leer. Dejo el libro a un lado y me acerco a la ventana. Fuera, el asfalto de la carretera parece obsidiana brillante y los charcos hacen su aparición, breves espejos que reflejan el cielo gris.

Apenas hay gente caminando. Es la primera tormenta fuerte del año y ha pillado a casi todos por sorpresa, con lo que cada cual se ha quedado en casa o ha regresado lo antes posible. Creo que es el momento más oportuno para hacer lo que debo.

Así que me calzo unas botas de agua, casi infantiles y me pongo un impermeable por encima de la ropa. Meto las llaves en uno de sus bolsillos y salgo.

Sigue lloviendo con fuerza, las lluvia golpea la capucha y crea un sonido un tanto extraño, como si yo fuera parte de algún raro instrumento musical de la naturaleza. Apuro el paso, el trayecto no es muy largo, apenas doscientos metros, pero la lluvia parece ralentizar mis pasos. Avanzo con la mirada fija en mi objetivo: un edificio blanco, pequeño, con un gran patio delante de la puerta de entrada, sin ventanas y con una pequeña torrecilla en uno de sus extremos, donde teóricamente debería haber una campana, pero en realidad hay un altavoz que, cada media hora, emite los tañidos correspondientes.

Alargo la mano hacia el enorme pomo dorado de la puerta y empujo con fuerza. Sé, por visitas anteriores, que es una puerta maciza y pesada. Doy un paso hacia la oscuridad que impera dentro. Me echo la capucha hacia atrás.

Lo primero que noto es el olor. Una mezcla de incienso, vela quemada y flores de difuntos. Intenso y un tanto asfixiante. Mis ojos se van acostumbrando a la tenue luz procedente de unas cuantas velas y un par de bombillas de poca potencia. La penumbra imperante hace más impactante el aspecto del altar. Ahí las luces son brillantes, reflejan los dorados y plateados e incluso el mantel que cubre el altar parece emitir su blancura.

Siempre me quedo unos minutos mirándolo. Apreciando la puesta en escena, la ambientación. No soy creyente, pero me gusta acudir a la iglesia para pensar. El silencio, la falta de luz, de sonido, hace que me sea mucho más sencillo concentrarme y no distraer mi atención en otras cosas que no sean mis pensamientos.

Sin embargo, esta vez no voy a pensar. Acudo a la iglesia con una finalidad concreta. Se me ha dado una orden escueta y precisa: "una iglesia, un confesionario, unos gemidos". Sí, lo primero que se piensa ante esas palabras es sexo sacerdotal. Sonrío. Eso, seguramente, es lo que se espera, que haya sexo con algún cura o tal vez con algún parroquiano que me encuentre ahí. Si hago eso, se me acusará de previsible. Y si no lo hago, de decepcionante. Vuelvo a sonreír, esta vez más ampliamente. Y me dirijo al confesionario.

No hay lugar para las sorpresas, en esta parroquia sólo hay un sacerdote, así que ya sé que estará él o simplemente, estará vacío.

Mis pasos retumban. Es curioso cómo eso pasa en todas las iglesias, lleves el calzado que lleves y camines con la cautela que camines, siempre retumban los pasos, es como estar en una oquedad vacía.

Llego al confesionario, me arrodillo, siento las gotas de agua que se escurren de mi impermeable y mojan las perneras de mis pantalones, por las pantorrillas. Es desagradable. Tomo nota mental de comentárselo, sabiendo que es un detalle que le gustará conocer.

Al otro dalo de la rejilla no hay nadie. Echo la cabeza hacia atrás y miro para la derecha y hacia atrás. Nadie. Espero unos segundos, pero no aparece nadie. Pues bien, estoy en una iglesia y en un confesionario, sólo quedan los gemidos. Mi parte traviesa piensa que simplemente puedo ponerme a gemir y con eso habré cumplido mi parte. Mi parte honesta me dice que eso es coger las cosas muy por los pelos.

Pero es complicado, mi nivel de excitación está bajo mínimos. Normalmente el cumplir un encargo me gusta, me anima, me despierta la libido, pero esta vez lo que se ha despertado es mi faceta traviesa.

Me planteo seriamente dejarlo para otra ocasión. Una que nos complazca a los dos. Pero ya que estoy aquí, por otra parte, sería tontería no aprovechar el momento. Así que arrodillada, acodada y con los ojos cerrados, intento meterme en el papel de una mujer muy perversa y retorcida. Pienso en las velas, en la cera caliente, en los duros bancos de madera, en el olor a incienso... Imagino una figura oscura, vestida con un hábito oscuro, encapuchado y con un cordón a la cintura, portando una vara en sus manos. No puedo ver su cara ni puedo adivinar nada de su figura, sólo que es alto. Pasa la vara a su mano derecha y con la izquierda toma uno de los cirios que arden perezosamente en un rincón de la iglesia y se acerca pausada pero inexorablemente a mí.

Cierro los ojos, desabrocho mi impermeable y con esa imagen en la cabeza, deslizo mi mano por la cintura de mis pantalones, hasta alcanzar mi sexo, ya ligeramente húmedo. Sigo la fantasía en mi cabeza, aumentando el ritmo de las caricias de mis dedos y se me escapa el primer gemido. Me muerdo los labios, inconscientemente. En mi cabeza, el fraile está castigando mis pechos con la cera caliente, mientras de sus labios salen salmodias ininteligibles. Imagino el calor de las gotas en mi piel. Estoy a punto de llegar al orgasmo cuando siento un golpe seco y fuerte en mi mejilla. Y me doy cuenta de que eso no forma parte de mi fantasía. Abro los ojos y me encuentro al cura, con la cara congestionada y su mano aún alzada, como queriendo volver a golpearme. En lugar de eso, tira con rudeza de mi brazo, para sacar mi mano de dentro de mis pantalones y me lleva casi a rastras hacia la puerta de la iglesia.

Me ha tomado tan de sorpresa que lo único que puedo pensar es en lo poco cristiano que es ese hombre tratándome así, a una pecadora como yo, en lugar de perdonarme e intentar llevarme por el buen camino. Pero supongo que para él el violar la santidad de su iglesia es algo imperdonable, que está muy lejos de poder ser perdonado y supongo que más lejos aún de ser olvidado.

Y así me veo, fuera de la iglesia, con la lluvia mojándome la cabeza, escuchando balbuceos airados del cura a mis espaldas. Y pienso que la decepción que se llevará tal vez se vea compensada por la humillación de ser pillada in fraganti y por las miraditas y comentarios que me acompañarán durante un largo período de tiempo.

Me encojo de hombros y me vuelvo a casa, pensando en una cálida ducha y en el libro que me está esperando, sobre el sofá.

Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.

Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.

Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.

He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.

El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.

Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.

Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.
Te miro. Apenas nos separa un paso, pero siento que jamás has estado tan lejos de mí. Tienes la mirada clavada en mi cara, como si intentaras descifrar pensamientos, sentimientos... yo qué sé. Es una sensación casi física, un roce inexistente en mi piel, una caricia inquisitiva.

Nos separa ese metro, una zancada, un segundo. Pero son tantas cosas... tantas, que esa pequeña distancia me supone un arduo viaje, lleno de obstáculos.

Tu mirada, que antes tiraba de mí, que me anclaba, se escurre ahora. Mi piel y la razón la esquivan. Mis sentimientos la apartan. Pero sigue ahí, buscando.

Siento el hastío subiendo por mi garganta, el sabor de la bilis del cansancio emocional llenándome la boca y decido que ya basta. Que no más.

Tus ojos, como siempre, me leen, no necesito hablar. Los miro, por última vez. Brillantes, enormes en su tristeza. Se llenan de lágrimas, rebosando sobre el párpado inferior. Y los cierras, en un vano intento de ocultar el dolor que te causo, que me causas, que nos causamos y que no volveremos a sentir más. Y entonces una gota aparece, suspendida en tus pestañas durante un ínfimo y eterno momento, antes de caer y deslizarse por tu mejilla, trazando el húmedo camino del adiós.

Y me voy, en tu oscuridad de ojos cerrados, llevando conmigo, para siempre, la imagen de esa gota resbalando.


relatos


Dominado por el Colectivo

"Dame tu teléfono" esas fueron las primeras palabras que escuché en mi vida de ella, de quien desconocía hasta su nombre pero ya había hecho que acabara 2 veces con mi boca.

Mi nombre es Marcelo. Tenía en ese momento 40 años y me considero una persona más o menos normal, aunque siempre fui un poco tímido respecto al sexo opuesto. Cuando sucedieron los hechos que voy a narrar a continuación estaba casado pero mi relación ya no marchaba bien y hacía más de 3 meses que mi única compañera sexual era mi mano. Mi historia no fue el motivo de nuestra separación, que dadas las circunstancias hubiera llegado más temprano que tarde, pero si el empujón que necesitaba para separarme de mi mujer.

Vivía en ese momento en la capital y trabajaba en la periferia. Si bien por mi situación económica podría haberme comprado un automóvil, dado que siempre viajaba a contramano, y en consecuencia más o menos cómodo, nunca lo consideré seriamente. Cuando estoy en el colectivo suelo deleitarme la vista con las ocasionales mujeres que comparten el transporte conmigo, de manera creo yo bastante poco disimulada. De todas formas las miradas cesan inmediatamente al notar que quien estoy observando se siente incómoda. En ese momento me dedico a mirar por la ventanilla tratando de no tentarme y dar vuelta la cabeza, más si a quien estaba viendo se sienta al lado mío. Nunca había pasado de más que unas torpes miradas y de llegar a pensar en decirle a la persona que importunaba con mi atención que me parecía atractiva.

Un día mientras regresaba a mi casa vi subir al bus a una chica de no mucho más de 20 años. Era de contextura pequeña y de pocas curvas. Debía medir cerca de un metro y medio. Vestía un pantalón de jean gastado corto y una remera floreada. Llevaba unas chalas y cargaba una mochila. Lo primero que me llamó la atención de ella fue que tenía el pelo teñido de azul. Su piel estaba levemente bronceada, sus piernas eran preciosas y su mirada de ojos verde intenso como nunca había visto estaba coronada con un piercing en su ceja derecha. No era quizás una mujer por la que la mayoría de los hombres se dieran vuelta al verla pasar, pero algo en ella me atraía mucho. Me quedé observándola mientras buscaba un lugar donde sentarse. Me puse rojo como un tomate al descubrir que nuestras miradas se habían cruzado, ante lo cual, y para mi sorpresa, respondió con una sonrisa segura y seductora. Verla sonreír de esa manera por algún motivo me dio escalofríos y aumentó mi vergüenza. Vergüenza que llegó aún más alto al notar que se acomodaba a mi lado.

Como solía acostumbrar fijé mi vista en el exterior forzándome a no mirarla. A los pocos minutos no pude seguir resistiendo y giré despacio mi cabeza hacia ella, que me devolvió la misma sonrisa de antes. Avergonzado bajé la cabeza encontrándome con sus tersas piernas desnudas y sus pies con las uñas prolijamente pintadas del mismo azul que su cabello. Levanté despacio mi rostro pudiendo observar que llevaba las manos del mismo color que sus pies. Al continuar subiendo volví a encontrarme con su inquietante sonrisa. A pesar del calor que estaba pasando mis cachetes no fueron lo único de mi cuerpo que levantó temperatura.

Antes de retornar mi mirada hacia la calle pude notar que sonreía de nuevo y que se relamió los labios con sus ojos viendo en dirección a la pequeña carpa que se había formado en mis pantalones. A pesar de saber que no era correcto lo único que quería hacer era voltear a verla. Logré contenerme apenas unos segundos antes de girar dubitativo hacia su rostro. Me esperaba nuevamente sonriente. Previo a que escapara otra vez sentí un cosquilleo en mi pierna, justo encima de mi zapato. Me giré lentamente hacia esa zona y descubrí su pie descalzo rozándome sobre mi fina media. Mi corazón comenzó a palpitar a toda velocidad, tiñendo de rojo mis mejillas y aumentando considerablemente el flujo de sangre a mi entrepierna. Su extremidad me acarició disimuladamente desde el tobillo hasta la rodilla, con suaves pinceladas subiendo y bajando por mi pantalón. No me atreví a volver a verla hasta que noté que su pie dejó de rozarme. Unos segundos después ella se levantó de su asiento.

Empecé a seguirla con el rabillo del ojo mientras se dirigía a la puerta del colectivo. A medida que se acercaba a esta mi rostro se alineaba un poco más con el suyo. No dejó de mirarme y sonreír en todo el trayecto. Yo no podía desviar mis ojos de su penetrante mirada. Antes de que el colectivo se detuviera levantó su ceja derecha, con su mirada aún clavada en mí. El piercing que tenía en la misma dotaba al gesto de mayor sensualidad. Al abrirse la puerta empezó a bajar. Me levanté como un resorte y sin pensarlo ni dudarlo descendí detrás suyo.

Giró un segundo su sonriente rostro en mi dirección para después enfocarse en el camino. Yo la seguía a pocos metros. Su andar era lento y seguro. A pesar de dar vuelta en una esquina no dirigió su vista hacia mi nuevamente hasta que ingresó en un edificio. Cuando llegué hasta la fachada de este me detuve. Ella tenía su cuerpo ya dentro del hall y sostenía desinteresada la puerta de vidrio con su mano izquierda, mientras miraba sobre su hombro derecho. Cuando se aseguró que iba a seguirla soltó la puerta y enfiló hacia la escalera. Su departamento estaba al fondo del pasillo del primer piso.

Esta vez no se detuvo al abrir la puerta. Cerré la misma una vez adentro del departamento. Ya estaba sentada en un sofá esperándome. Me miró y levantó la pierna que tenía más cerca de mí. Me acerqué despacio y me arrodillé sin dejar de mirarla a los ojos. Tomé su pierna con una mano y la descalcé con la otra. La escuché reírse mientras acercaba mis labios a sus azules uñas. Gimió despacio luego del primer beso. Caí en la cuenta que era la primera vez que escuchaba su voz. Besé, lamí, chupe y masajeé todo su pie. Los sonidos que salían de su boca se hacían poco a poco más intensos. Lamí toda su planta y sorbí cada uno de sus dedos. Cuando terminé repetí todo con su otro pie.

Luego de algunos minutos separó su pie de mi boca. Se levantó del sofá agarrándome de la cabeza con una mano para ayudarse. Llevó la mano que sostenía mi cabeza al botón del pantalón y la dejó quieta ahí. Cuando no soporté más la expectativa levanté mi vista. Volvió a entregarme su escalofriante sonrisa mientras sus penetrantes ojos verdes miraban hacia su derecha. Recién en ese momento me percaté que tenía agarrado su celular y me estaba filmando. Mi pene, que no se había encogido desde el colectivo, creció con fuerza, llegando a incomodarme e incluso dolerme un poco. Miré fijo hacia la cámara, asegurándome que mi rostro se viera correctamente. Luego volví a enfocarme en su cara. Mordía su labio inferior y tenía nuevamente levantada su ceja derecha. Bajé mi vista hacia su short, que desabrochó despacio. Debió notar mis ganas de conocer la ropa interior que llevaba puesta ya que el cierre lo bajó en forma deliberadamente lenta. Poco a poco fue quedando al descubierto una bombacha rosa con florcitas.

No había bajado sus pantalones más allá de sus muslos cuando sin poder ni querer controlar la tentación acerqué mi nariz a su entrepierna, aspirando por primera vez su embriagador aroma. Inmediatamente después le di un suave mordisco a su zona íntima provocándole una amplia sonrisa y un dulce gemido. Acarició mi cabeza en señal de aprobación y terminó de bajarse el jean. Cuando empezó a bajarse su bombacha mi miembro dio otro brinco, empezando decididamente a dolerme. Moví mi mano para acomodarla, quedando la punta sobre mi pantalón y cubierta solo por mi camisa. Antes de que pudiera acercarme a besar su conchita me frenó con una mano. Volví a mirar a sus ojos que nuevamente señalaban su teléfono. Con mi vista enfocada en el mismo levantó mi camisa y acercó la cámara al excitado pene.

Una vez que soltó mi ropa se sentó al borde del sillón con las piernas levemente abiertas y yo me lancé desesperado a lamerla. Mi lengua recorrió su interior juntando y saboreando todo lo que podía de sus jugos. Primero se rio ante mi reacción y después dio un grito de placer. Ya saciada mi sed desaceleré mis movimientos orales, sin separar mis labios de los suyos por más de un segundo y lamiendo entera su vagina. El cambio de ritmo fue bien recibido y dio comienzo a una serie de gemidos cada vez más largos y de mayor volumen. La música que emitía su boca me pareció el más maravilloso de los sonidos.

Luego de unos minutos comenzó a mover sus caderas al tiempo que me agarraba la cabeza con sus dos manos y me apretaba contra su ser. Concentré entonces mis lamidas y chupones en su clítoris, provocando nuevos gritos de placer y que se agarrara fuerte de mi pelo. A pesar del dolor no estaba en mis planes detenerme. Seguí ocupándome de ella hasta que emitió el grito más fuerte que le había escuchado y sus movimientos cesaron. Una vez finalizado su orgasmo continué lamiéndola provocando nuevos gemiditos y risitas de placer.

Estuvimos así unos minutos. Ella acariciaba mi cabeza mientras yo la besaba y lamía. Poco a poco empezó a mover su cadera nuevamente y volvió a agarrar mi cabeza con firmeza, aunque con menos fuerza que antes. Sus movimientos y sus gemidos también eran más suaves. Su orgasmo fue de menor intensidad aunque un poco más largo. Cuando terminó de correrse me separó despacio.

Me quedé arrodillado a pocos centímetros de ella. Me miraba sonriente, ya no con la sonrisa seductora del colectivo, sino con seguridad y autoridad. Su mirada me recorría de arriba abajo. Se detuvo un segundo en mi erecto pene, todavía cubierto por mi camisa. Quise desviar mi vista pero tomo mi cara con suavidad y me obligó a seguirla. Al llegar a su rostro mordió su labio inferior. Me soltó y cerró sus ojos, dejándome observarla libremente. Respiraba relajada. Su pecho subía y bajaba con armonía. Estaba todavía sentada al borde del sillón con su short y bombacha por los tobillos. A pesar de mi excitación lo único que quería era hundir de nuevo mi cabeza entre sus piernas, saborear su néctar y oír sus dulces gemidos.

Un rato después abrió sus ojos. Su sonrisa se amplió al verme en la misma posición en la que estaba al cerrarlos. En ese momento me dio la orden con las que empecé estas palabras. Saqué mi celular del bolsillo del pantalón y se lo entregué. Dudé un instante si desbloquearlo pero me pareció mejor indicarle la clave.

Acarició mi cabeza y mi rostro. Cuando su mano pasó cerca de mis labios la besé. Se concentró entonces en mi teléfono, olvidándose de mí. Lo manejaba a una velocidad envidiable. La estuve mirando unos segundos, pero la tentación era muy grande como para quedarme quieto. Me acerqué con temor a su ropa y la tomé con cuidado, como pidiendo permiso. Levantó primero una pierna y luego la otra, dejándome terminar de desnudarla de la cintura para abajo. Tomé un pie y comencé a besarlo. Se rio de mis actos pero no me detuvo. La llené de besos desde el empeine hasta debajo de la rodilla. Me pareció en algún momento escuchar mi teléfono sonar, pero estaba tan concentrado en mi tarea que no estoy seguro de haberlo oído.

Cuando iba a comenzar con el otro pie me tomó suavemente de la cara. "desnudate para mi" ordenó una vez que mis ojos y los suyos se miraron. Me paré y sin desviar mi vista desabroché de a poco mi camisa. Mordió su labio cuando mi torso quedó al descubierto. La punta de mi miembro asomaba orgullosa sobre el pantalón. Pasó una mano por mi pecho y luego la llevó a su entrepierna. Introdujo un dedo dentro suyo y empezó a moverlo despacio. Su movimiento era acompañado por suaves gemidos. Su otra mano se dirigió a su pecho y lo apretó con suavidad sobre su remera. Respiraba cada vez más agitada y entrecerraba sus ojos. La miraba hipnotizado, pensando en lo perfecta que era.

"Seguí" la escuché decirme, sobresaltándome al oírla y saliendo de mi trance. Sonreía divertida, sin un ápice de enfado. Me saqué la camisa sin dejar de mirarla. Desabroché lentamente el cinturón y con la misma velocidad el botón del pantalón. Ella sonreía y seguía acariciándose sin perder tampoco detalle de mis movimientos. Bajé mis pantalones hasta los tobillos y en ese momento me di cuenta que no me había sacado los zapatos. Su sonrisa se amplió al verme, lo cual hizo que me pusiera rojo de vergüenza y bajara mi mirada al piso.

Al notar mi distracción llevo uno de sus pies a mi entrepierna, generándome un inesperado gemido. Tomé su pie y me agaché a besarlo en señal de agradecimiento. Me incorporé despacio mirándola a los ojos. Ella cruzó sus piernas y apoyo su rostro en una mano. Pisé alternativamente el talón de mis zapatos para descalzarme. Me deshice después de mi pantalón. Respiré profundo y empecé a bajar mi calzoncillo. Sonrió de oreja a oreja al ver mi miembro salir disparado en su dirección a medida que mi ropa interior descendía.

Aprovechando que tenía que levantar mis pies para sacar mi bóxer completamente quité también mis medias. Cuando terminé de desnudarme me indicó que me acostara en el piso boca arriba. El placer que recibí al sentir su pie rozar mi pene provocó un fuerte gemido en mi y una nueva risa en ella.

- Mirate – empezó a decir mientras me filmaba nuevamente – totalmente sometido a una adolescente que podría ser tu hija – su pie comenzó a moverse sobre mi miembro y yo reaccioné con un nuevo gemido – una nena que todavía usa bombachas con florcitas – sus humillantes palabras no hacían más que aumentar mi excitación – entregado a mí antes de que siquiera te haya dicho una palabra – apretó mi pene entre sus dos pies y me pajeó con estos – tan mío que a pesar de estar más caliente que lo que alguna vez estuviste te vas a contener – afirmé moviendo mi cabeza – y solo vas a acabar – aceleró sus movimientos – cuando te lo ordene – gemí más fuerte de lo que había gemido en mi vida – sin importar las ganas que tengas de eyacular – empecé a transpirar y a mover mi cadera al ritmo de sus pies – aguantando más de lo que creías que sos capaz porque yo así lo deseo – respiraba cada vez más agitado – porque te entregaste a mi sin que te lo pidiera – dejó quieto un pie y puso mi miembro entre el pulgar y el índice del otro, subiendo y bajando por mi tronco – y mis deseos son más importantes que tus necesidades – mi pene vibraba y dejó escapar líquido pre seminal, que utilizó para lubricarlo – vas a aguantar un poco más – volvió a masturbarme a toda velocidad con sus dos pies – todavía no – sentía el semen acumularse en la punta y hacer presión para salir – solo cuando esta joven quiera – gemía cada vez más fuerte y me concentraba en no acabar – Esta pendejita que solo con su mirada y su sonrisa te hizo más suyo que lo que ninguna mujer quiso, pudo o supo – me presionó con los dos pulgares y de nuevo colocó mi aparato entre dos de sus dedos – esta nena a la que pertenecés – me miró a los ojos y levantó su ceja derecha – correte para mi.

Un chorro de semen salió de mi pene inmediatamente. Exploté solo con oírla. Todo mi cuerpo convulsionó mientras un gemido gutural salía de mi boca. Fue la eyaculación más potente y abundante que jamás he tenido. No paraba de gemir y expulsar mi semilla y ella no paraba de masturbarme con sus pies. Cuando sentí que estaba acabando busqué a tientas sus pies. Apenas encontré el primero lo lleve a mis labios y comencé a besarlo entero. Ella recogió parte de mi corrida con el otro. Lamí y tragué todo lo que había en su planta y entre sus dedos. Mientras hacia eso repitió la operación con su otro pie. Estuvimos alternando ambas extremidades hasta que terminé de limpiar todo lo que había ensuciado. En ese momento se arrodilló con su sexo a la altura de mi boca mientras sostenía mis muñecas pegadas al piso. Le agradecí antes de volver a hundir mi ansiosa lengua dentro suyo.

Después de correrse se quedó unos minutos encima de mí descansando. Luego se levantó y me ordenó que me vistiera. Al regresarme mi celular vi que tenía dos mensajes de alguien agendado como "mi diosa". Sonrió cuando volteé a verla. Me dijo que podía quedarme los vídeos y pajearme con ellos cuanto quisiera. También me indicó que me fuera y que si la próxima vez que nos encontráramos volvía a seguirla sería suyo para siempre.

Salí confundido del departamento. Lo único que quería en ese momento era arrodillarme a sus pies y ella parecía querer lo mismo. Sin embargo me había echado, dándome la oportunidad de escapar.

Llegué a mi casa 2 horas más tarde que de costumbre. Mi mujer apenas si me preguntó que había pasado, más por cortesía que porque realmente le importara. Le contesté una mentira poco elaborada que ni se molestó en cuestionar. A la noche me masturbé recordando lo vivido y cuando mi esposa ya dormía me armé un bolso que escondí al fondo de un armario.

Me costó dormir esa noche. Me la pasé dando vueltas en la cama más caliente de lo que recuerdo alguna vez haber estado. El pudor me impedía masturbarme con mi esposa al lado o levantarme para hacerlo. Lo hice minutos después de que sonara la alarma, pero esto no apaciguó mi interior. Esperaba encontrármela nuevamente ese día, pero eso no sucedió. Tampoco nos encontramos al día siguiente ni al siguiente.

Durante días salía de mi casa con la esperanza de verla subir al colectivo. A pesar de tener su teléfono no me atrevía a contactarme. Aguardaba expectante que ella lo hiciera o ver su cabellera azul asomarse por la escalera del autobús. Todas las noches veía los vídeos y la recordaba.

Pasó una semana y no tuve noticias suyas. El fin de semana fueron los días más tortuosos. Sin la ilusión de poder verla y sin la distracción del trabajo. Me pasé los dos días encerrado. No quería caer en la tentación de ver los vídeos pero lo hice repetidamente cada día.

Ese lunes el enfado y la humillación que sentía hicieron que no me masturbara en su honor. El martes estaba tan caliente que me fue imposible evitarlo. El miércoles, cuando comenzaba a perder la esperanza la vi. Todos mis sentimientos negativos se esfumaron en cuanto observé que me buscaba con su mirada aún antes de terminar de subir al colectivo. Vestía un jean y una musculosa blanca que la cubría justo hasta el ombligo. Debajo de esta asomaba una fina cadenita plateada. Apenas me miró mientras subía. Después se sentó al otro costado de mí, a pesar de haber lugar al lado mío. Me ignoró todo el camino. Yo no paraba de mirarla, desesperado por que dejara de ignorarme. Al acercarnos a su parada se levantó de su asiento y ahí si buscó mi mirada con la suya. Arqueó su ceja cuando nuestros ojos se encontraron y volvió a fijar su atención en la calle. Me paré inmediatamente, al igual que la vez anterior, y, como un perrito faldero la seguí a su departamento.

Autor el otro YO publicado tambien en cuento relatos .com