lunes, 2 de septiembre de 2019

s el Jefe



Levanto los ojos del informe que he estado leyendo. El caro reloj que llevo en mi muñeca derecha, regalo de mi esposa en nuestro último aniversario, marca las doce y media. Llevo en la oficina casi seis horas y esta es la primera pausa que me permito hacer.

Soy exigente con mis subordinados, pero no les pido más de lo que yo mismo hago. Siempre soy el primero en llegar y el último en irme. Sé que no soy apreciado entre ellos, me llaman "el cara de perro". Me da igual que me pongan motes, siempre y cuando cumplan sus obligaciones de la mejor forma posible.

Hace mucho tiempo tuve que decidir entre la simpatía de los demás o la eficiencia. Elegí esa última, ese es mi trabajo: mantener la maquinaria de la empresa perfectamente engrasada, a nivel burocrático y económico. Soy duro, las lágrimas no me conmueven y las excusas me irritan. También me considero justo. Escucho con la mayor ecuanimidad posible y decido lo más imparcialmente, teniendo siempre en cuenta el beneficio empresarial.

Me gusta llegar a mi despacho y encontrar las cosas como deben estar. Orden, pulcritud y eficiencia. En mi hogar espero lo mismo, salvando las distancias. Mi esposa es una mujer elegante, culta y que sabe exactamente lo que espero de ella. Nuestra relación es estable y su comportamiento en sociedad complementa perfectamente el estatus económico que le proporciono a nuestra hasta ahora pequeña familia.

Hay quienes me consideran frío. Yo prefiero definirme como pragmático y lógico. Me gustan las cosas bien hechas y para que estén así, he de tomar yo las riendas y sacar de cada una de las personas que me rodean, lo mejor de sí mismas.

Llevo una semana de trabajo intenso. Es la época del año en que todo parece acumularse y el volumen de papeleo en lugar de decrecer, aumenta sin parar.

Me doy cuenta de que llevo unos minutos sin hacer nada, con la cabeza fuera del informe. Quizás es el momento de tomarme un descanso, de hacer una pausa para después volver con fuerzas renovadas.

Así que tomo mi móvil, marco un número y acuerdo una cita para esa misma tarde, a primera hora. Es el momento perfecto, justo después de comer, cuando aún no comienza al menos oficialmente, la jornada vespertina.

Me quedo un par de segundos mirando la pantalla oscura de mi teléfono, mientras siento cómo un escalofrío recorre mi espalda y me tenso ligeramente. Pero he de dejar de lado todo pensamiento ajeno a mi labor, o las horas que me quedan por delante no serán muy fructíferas.

Llamo a mi secretaria para que concierte citas a lo largo de la semana y para convocar una reunión con los jefes de sección al día siguiente. No es necesaria, pero sé que así apretarán un poco más las tuercas con vista a presentarme unos buenos resultados. Me resulta cansino el tener que echar mano a este tipo de acciones para lograr algo que debería ser básico. Este pensamiento no hace que me ponga de mejor humor, precisamente. Tras frotarme durante unos segundos el puente de la nariz, vuelvo a sumergirme en el informe, tomando notas de cuando en cuando.

Sigo inmerso en mis cifras, cálculos y diagramas hasta la hora de comer. Tengo una especie de alarma mental que salta al llegar las horas en que tengo algo programado.

Me levanto de mi silla, reordeno unas cuantas cosas, recojo el móvil, la chaqueta y la cartera y salgo de la oficina.

Con la mente puesta en la cita que tengo en los próximos minutos, en lugar de ir al restaurante en el que como todos los días, entro en una pequeña cafetería, donde pido un café con leche y un zumo, prácticamente un desayuno en lugar de una comida, pero por experiencia sé que es mejor así.

No sé qué me ha pasado. Cuando vi el reloj, era mucho más tarde de lo que pensaba. Yo, que jamás llego tarde a ninguna parte. Me enfado conmigo mismo, con mi torpeza y mi corazón se acelera al pensar en su reacción cuando llegue unos minutos tarde a la cita.

En el taxi, mis pies se mueven sin cesar, como si así pudiese aumentar la velocidad del vehículo o evitar los parones ante semáforos y cruces. Veo una y otra vez el reloj. El tiempo parece volar, es casi imposible que sea tan tarde. Me pongo más y más nervioso.

Bajo del taxi, arrojando al conductor un billete que cubre con creces el importe que marca el taxímetro y corro hacia el portal. Timbro en el telefonillo, intentando estabilizar mi respiración. Pasan unos agónicos y eternos segundos en los que me convenzo que la tardanza ha sido imperdonable y no me abrirán. Pero finalmente, escucho el zumbido que hace que la puerta se abra con la presión de mi mano.

Ni me planteo utilizar el ascensor, al ver que no está en la planta baja. Doy un manotazo al interruptor de las luces y empiezo a subir las escaleras de dos en dos, con toda la velocidad que puedo imprimir a mis largas piernas.

Cuando llego al cuarto piso, estoy jadeante. La puerta de acceso al inmueble está entornada, como siempre. Cuelgo la chaqueta en el respaldo de una silla que hay junto a la puerta. A continuación me descalzo y me quito los calcetines, metiendo cada uno de ellos en su correspondiente zapato. Siento los latidos de mi corazón en el pecho, en mis oídos, en mis sienes y sé que no es todo fruto del esfuerzo físico de subir corriendo las escaleras.

Los botones de la camisa me retrasan considerablemente. Me doy cuenta de que el sonido que reberbera en mi cabeza son mis propios gruñidos de exasperación. Escucho unos pasos en una habitación cercana y mis temblores aumentan. Me saco la camisa como si fuera un jersey, por la cabeza y la dejo caer en el asiento de la silla. Los pantalones la cubren inmediatamente, seguidos por los calzoncillos.

Voy casi volando, guiado por el sonido de los pasos. Inspiro profundamente, abro la puerta y me dejo caer a cuatro patas, con la cabeza gacha, mirando al suelo. Los pasos cesan y veo las punteras de unas botas negras. Una de ellas roza mi barbilla y me obliga a levantar la cabeza. Y la veo. Enfadada. Y con motivos. Siempre igual, siempre llego tarde. Y ella es sumamente estricta, exigente, deja muy claro cómo quiere las cosas. Y siempre, por un motivo u otro, meto la pata, llego tarde, me equivoco.

Y a ella no le queda más remedio que castigarme. Que mostrarme tal cual soy, una piltrafilla sin seso, incapaz de hacer algo tan sencillo como llegar a mi hora. Y además de tarde, llego sudoroso, tembloroso y atontado. Ella corregirá mis faltas. Me enseñará a ser mejor, a dar más de mí, a esforzarme.

Mantengo la postura y veo cómo se aleja. Elige la vara que más le gusta y se acerca a mí, con el ceño fruncido, diciendo que va a tener que aplicarse más aún para dejarme claras las nociones básicas de la buena educación. Le había hecho esperar y ahora iba a pagar por ello.

Le gusta caminar a mi alrededor y dejar caer los golpes cuando menos lo espero. Le gusta escuchar mis gemidos de dolor. Le gusta escuchar cómo suplico, cómo prometo, cómo me humillo.

Escucho el familiar silbido en el aire unas décimas de segundo antes de sentir el golpe. No duele, al menos en ese momento. Sientes el contacto de la vara en la piel y piensas "no es para tanto" e inmediatamente después, empieza el escozor. Los dos o tres primeros golpes son así, como con un leve retardo. Después el dolor parece incluso adelantarse al varazo. Nunca sé exactamente en qué punto empiezo a lagrimear. Ni cuándo empiezo a pensar que no voy a soportar un sólo golpe más.

Pero ella sí lo sabe. Parece conocer mi cuerpo y mi mente mejor que yo mismo. Y juega con ese conocimiento. Jamás traspasa el límite, pero tampoco para hasta llegar a él. Y el límite cada vez se mueve un poco más allá...

Se aleja de nuevo. Parpadeo y siento una lágrima deslizarse por mi mejilla sonrojada. Mi nariz gotea levemente. Hoy volverá a llamarme mocoso y llorica. Cierro los ojos con fuerza.

Lo siguiente que siento es un tremendo golpe en mi mejilla izquierda, tan fuerte que hace que me tambalee y sienta como si mi cabeza fuera a salir volando. Mierda. No puedo cerrar los ojos si no me lo ordena. ¿Tan complicado es recordar que sólo tengo que hacer lo que me pide?.

Me dice que me ponga de rodillas. Lo hago. Se coloca frente a mí y empieza a abofetearme con saña, recordándome mi error, mis torpezas, mis malas costumbres, llamándome inútil. A cada golpe, he de darle la razón y agradecérselo. Y lo hago de corazón. Soy torpe, cometo errores, soy un inútil, incapaz de obedecer cosas tan simples como no cerrar los ojos si no es para parpadear.

Me coge por el pelo y me lleva medio a rastras hasta el sofá. Me suelta, se sienta y señala su regazo. Me levanto, con la cabeza gacha y me coloco a través. Como me ha dado con la vara, supongo que ahora me reconfortará y me aplicará una de las cremas que tiene a mano, sobre una discreta mesita auxiliar.

Así que me dejo hacer. Siento las palmas de sus manos recorrer mi espalda, con leves caricias que me provocan estremecimientos. Sus dedos recorren las líneas de los varazos, que ahora estarán rojizas y virarán a morado con el paso de las horas. Espero sentir el frescor de la pomada sobre ellas, tarda.

Otra tanda de caricias. Algo va mal. No es normal. Y sin esperarlo, me clava las uñas en las nalgas, arañándolas, aumentando el dolor y el escozor que aún siento en la zona. Aúllo. Ella se ríe sarcástica, sabe que no es lo que esperaba, que mi queja es más por la sorpresa que por el dolor.

Me da unos azotes suaves y después sí, unta la zona con la fresca crema que alivia en parte mi sufrimiento. Me relajo. Me mima, me susurra palabras casi sin sentido, me arrulla con su voz, me recrimina con suavidad, me hace promesas de futuro...

Me siento laxo, vacío, descansado, feliz. Me dejo hacer. No he de tomar decisiones, no he de pensar, nadie depende de mí. Sólo me dejo hacer, sin más. Es un descanso físico y mental. Es cuando me puedo relajar, ser yo, olvidar todo y a todos y sólo sentir.

Una vez ha tratado mis marcas con la pomada, me empuja suavemente la cadera para que resbale al suelo, levanta mi cabeza con la yema de dos dedos y limpia mi cara con una toallita húmeda, despacio, suave y cariñosamente. Me sonríe y deja un beso en mi frente, antes de levantarse y salir de la habitación.

Apoyo mi cara en el asiento, aspirando su olor con fuerza, sintiendo el calor que ha dejado su cuerpo en él. Es de estos momentos robados a mi vida de donde saco fuerzas para seguir, es lo que me impide explotar, estas horas en las que yo sólo soy lo que ella quiere que sea, sin más.

Afortunadamente mi cuadriculada vida me permite calcular mis visitas de forma que la intimidad con mi esposa (que, de todas formas, tiene lugar en total oscuridad), no delate estos desahogos puntuales.

Me levanto despacio, consciente como nunca de mi cuerpo. Voy desnudo hasta el recibidor, donde siguen mis cosas tal cual las he dejado. Me visto, transformándome con cada prenda en el hombre serio, frío, seguro de sí mismo, dominante, exigente e incluso temible.

Bajo en el ascensor y paro el primer taxi que pasa. Doy la dirección del edificio de oficinas. Subo hasta mi despacho, caminando con la seguridad de siempre. Las charlas se apagan a mi paso, la gente agacha la cabeza y deja de lado conversaciones banales para dedicar toda su atención al trabajo. Saben lo mucho que me fijo en esas cosas y que pueden tener consecuencias.

Llego y me siento, sintiendo un leve dolor al hacerlo. Sé que esta noche, antes de acostarme, me retorceré ante el espejo para ver las marcas y revivir la sesión de esta tarde. Pero eso será esta noche. No ahora. Cojo un nuevo informe del pulcro montón colocado sobre mi mesa y empiezo a leerlo...
autor alyanna

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