miércoles, 18 de septiembre de 2019

De Dama a esclava


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De Dama a esclava

La otra tienda del campamento, la que ocupaba la hija de maese Juan, estaba relativamente tranquila, pues ella, sumida en un sueño profundo, no se había percatado aún de nada. El campamento había sido atacado, los guardias muertos, muerto su padre y los criados, ella dormía plácidamente ajena al peligro.

Algunos de los asaltantes comenzaron a registrar las pertenencias de los viajeros, buscando todo el dinero y joyas que pudieran llevar, además de otras cosas de valor, mientras dos de ellos entraban sigilosamente en la tienda de Silvia y se quedaban un poco dubitativos cuando vieron dormir a la dama. Mientras la miraban, ella, de pronto, se giró, los miró, y gritó, como pidiendo auxilio, pero ni su padre ni los guardias podrían oírla. Uno de ellos le dio con el mango de la espada en la cabeza a la joven que acto seguido perdió el sentido.

Se dirigieron hacia el sureste, a la mayor zona de pinares que podía encontrarse por aquellas tierras, lo que dificultaría en grado sumo su persecución si es que esta llegara a producirse por alguna causa. Sabían que no les perseguirían por allí, ya que casi todos los pinares estaban bajo el califato, y sus patrullas fronterizas les darían cobijo en cuanto los descubrieran. Y la frontera mejor definida en aquella época, era la del río Duero, todo lo del norte del Duero era dominio de los reinos cristianos, y el sur, la Extremadura, desde su nacimiento a su desembocadura, eran tierras del califato, a excepción de su nacimiento y hasta las cercanías de la localidad de Osma, donde empezaba las tierras de los reinos cristianos. De esta manera, cubriéndose con los pinares, de difícil acceso y peor trasiego, dirigiéndose constantemente al sureste atravesarían el Duero lo antes posible, una vez acabados los pinares, atravesarían el valle del río que desemboca en el Duero por la localidad de la que en otros tiempos sería conocida por Numancia, lo atravesarían.

Desde que apresaron a Silvia hasta que recobró el conocimiento habían pasado varias horas, y cuando lo hizo, se dio cuenta de que la llevaban bocabajo en un caballo y atada de pies y manos, para que no pudiera huir. La postura era tremendamente incomoda, y le dolía el vientre que era el que llevaba todo el peso de su cuerpo contra la silla de montar. Iba desnuda, a excepción de la camisola que utilizaba para dormir, y descalza.

Cuando al fin la noche llegó, la desataron y la introdujeron en una majada y la pusieron como si fuera un fardo en una de las esquinas, mientras se acomodaban los siete jinetes y sus monturas en el interior.

El que la había dejado allí le hizo ademán de cortarle el cuello si intentaba escapar, y también se lo dijo en árabe, lo cual ella no entendía. Ahora casi se arrepentía de su remilgado orgullo en los años que vivió en Miróbriga, el cual le impidió aprender aquel idioma. Ella sólo hablaba romance y algo de latín.

Continuaron hacia el sur y después de seis días desde el ataque al campamento, llegaron a la Madinat–Salim (Medinaceli), donde ya había una guarnición importante del ejército del califa, y donde se sentían seguros. Era desde esta ciudad desde donde partían todas las incursiones árabes contra los reinos cristianos que lindaban con la marca del este, del califato. También era la base de aquellos grupos de árabes que hacían incursiones por tierras cristianas para pillaje y apresamiento de personas para su ulterior esclavitud.

A la llegada a la ciudad, la llevaron a una casa de las afueras, en la parte sur, una casa que era parte de una granja, donde la encerraron en un cobertizo convenientemente encadenada a una argolla, como si de ganado se tratara. La daban de comer y beber regularmente, pero ella tenía que hacer sus necesidades fisiológicas como si fuera un animal más de la granja.

Estuvo en aquel cobertizo más de dos semanas; su estado higiénico era lamentable, estaba llena de suciedad, y aquel espacio olía rematadamente mal. Dos de los hombres la condujeron a otro cobertizo y la desnudaron. Le echaron unos cubos de agua, y le indicaron que se lavara con más agua que había allí, a la vez que le señalaron unos ropajes para que se pusiera. Ella se tapaba como podía, al fin y al cabo era una dama, pero ellos se reían, hacían bromas entre ellos, y comentarios lascivos que ella no entendía, pero que por la cara que ponían aquellos dos hombres, comprendía su significado. No obstante, mientras estuvo en Medinaceli no llegaron a abusar de ella ninguno de sus captores.

De lo que sí comenzó a darse cuenta Silvia es que irremediablemente había dejado de ser una dama, hija de un rico comerciante, para convertirse en una esclava, puesto que así era tratada, poco menos que como un animal. Solo se le daban órdenes y como no entendía el idioma, acompañadas de ademanes y signos, y bajo amenazas, la mayoría de ellas de muerte. Ella comenzó, sin darse cuenta, a asumir su nuevo papel como esclava de sus captores y se afianzaba en sus convicciones para cuando llegara el momento de ser ultrajada, aunque no se resignaba a ser esclava y no se resignaría nunca, se decía para sus adentros.

Cuando se hubo vestido y calzado parecía una campesina, pero por lo menos sí que era de agradecer la higiene a que había sido sometida con el consiguiente cambio de ropa, pues tan solo traía el camisón y estaba totalmente lleno de suciedad.

La llevaron atada de las muñecas con una cuerda y la presentaron en una estancia muy amplia donde había un anciano sentado entre cojines que desde que entró en el salón no le quitaba ojo.

—Cómo te llamas cristiana, — le preguntó, — muy educadamente.

Silvia le miró, no comprendía lo que le había dicho, y miró interrogativamente al captor que le había llevado a la estancia, pero no obtuvo respuesta alguna.

—Cómo te llamas cristiana, — le preguntó, — el anciano de nuevo, esta vez en romance, y le añadió, —aprende árabe pronto, te puede ir la vida en ello esclava.

—Silvia, — contestó ella aún un tanto altivamente.

El anciano hizo un gesto al hombre que la había llevado a ese salón y enseguida le propinó un golpe en los glúteos a la altiva joven, con una vara que tenía en la mano derecha, con lo que Silvia gritó de dolor, sin saber qué había hecho mal, pues había contestado a la pregunta del anciano, le había dicho su nombre.

—Me llamo Silvia, mi señor o mi amo, así es como debes contestar de ahora en adelante a la persona a quien perteneces, y mostrando mayor respeto, pues en ello te puede ir un castigo o la vida.

—Me llamo Silvia mi amo, —se apresuró a decir la joven que aún sentía el dolor en sus glúteos, y hasta le daba miedo acercarse la mano a sus partes doloridas, por temor a volver a ser castigada.

—Bien, aprendes rápido esclava, hoy será la última vez que te hable en romance, la próxima vez que te vea has de saber responder en árabe o sufrirás el castigo correspondiente, no me vales nada si no sabes hablar árabe, así que esfuérzate o sentirás la vara de nuevo.

—Sí mi amo, —respondió Silvia rápidamente, ya sin dar muestras al exterior de ese orgullo que aún le latía en su corazón fuertemente.

—Bueno, durante un mes te «adiestrarán» lo mínimo imprescindible que se le puede pedir a una esclava. Volveré a verte al cabo de ese tiempo, y ya decidiré que haré entonces contigo, si te quedas en mi harem, o te llevo a vender a Talaytulah (Toledo).

Marchaban hacia el sur, hacía días que habían pasado por Madinat al-Faray (Guadalajara) y habían vadeado el río Henares y habían cambiado de rumbo hacia el suroeste, hacia una población Maǧrīţ (Madrid), desde la cual cambiaron de rumbo de nuevo para dirigirse al sur, y llegar a Talaytulah (Toledo).

Silvia, como esclava que era, iba al final de la comitiva, a pie, sufriendo todos los rigores de la marcha, y la polvareda de las caballerías que marchaban en cabeza. De vez en cuando, algún esclavo pasaba a darles un poco de agua, que bebían rápidamente, antes de que les quitara el recipiente de la boca.

Hacía ya más de tres meses que había sido apresada en tierras cristianas y había perdido ya toda esperanza de ser rescatada, y también de que se hubiera pedido un rescate por ella, pues en ese tiempo, su padre, del que ignoraba había muerto, habría podido conseguir el dinero y haber realizado así las exigencias de sus captores, por su hija, práctica común en aquella época, tanto con los prisioneros que eran hechos tras las batallas y con las personas que caían en cautividad tras las incursiones en filas enemigas.

Durante ese tiempo había sido «adiestrada» como una esclava, con la finalidad de satisfacer todos y cada uno de los placeres que su amo le exigiera sexualmente. No le habían dejado de repetir que iría destinada a ser una esclava en un harem. Le habían enseñado la lengua árabe, que, si bien no dominaba aún del todo, sí era capaz de entender lo mínimo y contestar con palabras o frases cortas a su interlocutor, siempre que se le hubiera preguntado, claro. Lo más importante, era la aptitud de sumisión que tendría que tener en todo momento ante su amo, tanto de palabra como de obra y por supuesto en cuanto a posturas corporales. Y una cosa se le había inculcado a base de golpes, jamás, bajo ninguna circunstancia, debía de mirar a los ojos a su amo.

Aunque el adiestramiento exigía en ciertas circunstancias el uso carnal de la esclava, por órdenes estrictas del señor no se había hecho con Silvia, puesto que deseaba que la joven siguiera virgen, lo que aumentaría su precio en la venta. Desde luego no era lo mismo vender una cristiana que una cristiana virgen. Su dueño ganaría mucho dinero con ella, bien en Toledo o en su caso en Córdoba.

En los descansos de por la noche, ella se acordaba de su anterior vida y lloraba, aunque lo hacía sin el menor ruido, con temor a ser castigada por los guardianes. Añoraba su vida en Miróbriga, acompañada de su sirvienta, mimada por su querido padre, ajena a todo lo que le rodeaba en este mundo y del que entonces no tenía conocimiento y ahora estaba descubriendo. Ella que iba a ser la esposa de un infanzón de Castilla, ahora era una esclava a la que, a base de golpes y privaciones de agua y comida, durante tres largos meses habían conseguido violentar su voluntad, y ahora ya casi instintivamente, por miedo, por temor, obedecía casi al instante. ¿Dónde había quedado su orgullo?, ¿Dónde había quedado su altivez?, y se pasaba las noches llorando.

Cuando llegaron a Toledo, fue encerrada junto con otras esclavas de muy diversas procedencias, algunas eran cristianas como ella, otras eran magrebíes, y algunas eran negras. Todas ellas estaban allí para lo mismo, para ser vendidas a ricos árabes que las poseerían cuando les viniera en gana. Algunas todavía hablaban su lengua materna, pero cuando alzaban la voz y los guardias escuchaban hablar en alguna lengua que no fuera árabe, llegaban y las azotaban indiscriminadamente. Ellas ni siquiera podían defenderse, sino que adoptaban una posición totalmente sumisa, con la cabeza pegada al suelo e imploraban perdón.

Silvia a veces pensaba que las caballerías de su padre recibían mejor trato que ellas. Se preguntaba que si eso era su destino, ser el placer sexual del hombre que la comprara, y porque había nacido. A veces quería morir, y en alguna ocasión pensó en quitarse la vida. Ella no sabía que aún no estaba pasando lo peor de su vida, que eso llegaría más adelante, pero que después conocería el amor, un amor por el que daría la vida si fuera necesario. Pero claro, ella no podía saberlo. Solo miraba a su alrededor y veía mujeres como ella, esclavas como ella. Casi desnudas, ya sin apenas pudor, y que cuando llegaba la hora de comer se peleaban entre ellas por algo de comida que no siempre conseguían.

En aquella celda donde estaban todas, comían y hacían sus necesidades, así que a los dos o tres días el hedor era inaguantable.

Cuando las esclavas de un solo señor iban a mostrarse al mercado de esclavos, les hacían dejar allí sus harapos y las llevaban desnudas para asearlas un poco, y vestirlas convenientemente para la venta.

Por fin y después de varios días de haber estado allí encerrada y en aquellas condiciones, fueron por ella, y con un gesto, le dijeron que se quitara los harapos que llevaba puestos y se la llevaron desnuda a otra celda, donde sin miramiento algunas otras esclavas la limpiaron la mugre del cuerpo y el pelo a base de cubos de agua fría y frotándola con cepillos de fuertes cuerdas que hicieron que se sonrojara algo su piel donde más frotaban.

La llevaron al mercado vestida sólo con una túnica liviana abierta por su parte de adelante, de forma similar al albornoz del Magreb, con la diferencia que mientras este es de lana y se usa para cubrirse del frío en las noches del desierto, la túnica que le pusieron a la esclava para ir al mercado, era para que se le vieran sus encantos bajo su suave tejido y su fácil apertura para la comprobación, si fuera necesario, de tales encantos.

Ella se dejaba llevar sumisamente al mercado, pues sabía que si se resistía sería severamente castigada. Una vez allí, la colocaron en el centro y sus guardianes se alejaron de ella.

—Aquí tenéis una joven virgen cristiana, lo que antes era una dama, y que ahora os presento para el deleite de vuestros ojos, a fin de que podáis pujar por su compra, —dijo a voz en cuello, el encargado de la puja en el mercado—.

Hubo gran murmullo entre los posibles compradores, la mayoría de ellos de avanzada edad, pues a fin de cuenta eran mayoría entre los adinerados de la ciudad, aunque también había algún joven. Cambiaban impresiones entre ellos, pero nadie se atrevía aún a hacer la primera puja.

—Tan sólo hace unos tres meses que ha sido hecha prisionera en tierras del Condado de Castilla, —añadió el encargado de la venta— y lanzó la cantidad que su dueño solicitaba como mínimo por ella.

Uno de los ancianos, ricamente vestido, se acercó al centro, y pidió permiso para admirar la mercancía, lo que le fue concedido por el vendedor. Seguidamente apartó los pliegues delanteros del suave tejido de la túnica que portaba la esclava, dejando ver a la multitud en todo su esplendor la desnudez de sus carnes blancas, lo que en cierto modo despertó la admiración general del mercado.

— ¿Sabe hablar árabe?, —pregunto el anciano al vendedor.

—Se defiende en este idioma, lleva aprendiéndolo poco después de que fuera capturada, y desde el mismo tiempo viene siendo adiestrada, — como verás esto último ha dado sus frutos, añadió el vendedor, —pero respecto del idioma aún le queda algo de tiempo para estar suelta en nuestra lengua.

—Está demasiado delgada y su pelo es negro, eso la desmerece bastante, además de no saber bien el árabe—, hizo la observación el anciano, —si fuera rubia y algo más entrada en carnes, podría valer lo que nos pides, pero sin esos requisitos y sin hablar árabe aún, no creo que la puedas vender por eso que pides.

—Mi señor, —añadió el vendedor—, la joven es virgen, no ha conocido varón, se la ha tratado exquisitamente durante su cautiverio, para que un gran señor como tú pueda disponer de su cuerpo a su antojo. El precio es el que me ha ordenado su dueño que ponga, ya sabéis que eso no es cosa mía.

La joven esclava aún no podía creerse que todo esto sucediera en realidad, estaban hablando de ella como si de un caballo de pura raza se tratara, la habían desnudado delante de todo el mundo, y ponían un precio por su cuerpo. Le entró una desazón que casi la hizo llorar, pero se contuvo por miedo, miedo a que la azotaran, miedo al castigo que la pudiera infligir.

El anciano se dio la vuelta y con aire despectivo y para que lo oyeran los demás de la plaza comenzó a decir con voz alta: —Mira, sabéis de sobra que nos gustan las esclavas cristianas, pero nos gustan rubias, nos gustan con más carnes y nos gustan que hablen nuestro idioma, ¿a qué viene que pidas tanto dinero por esta que no reúne tales requisitos?, —preguntó.

—Te ofrezco tres cuartas partes del dinero que has pedido, ni un dinar más, tu esclava no lo vale, aún costará algún dinero enseñarla a hablar nuestro idioma y, más aún, su alimentación puesto que le faltan demasiados kilos en su cuerpo. Dile a su dueño que si está conforme me la lleve a mi casa esta noche donde le haré pago del importe que te he dicho. Nadie pujará más por ella en este mercado, no lo vale. —Sentenció el anciano.

Todos asintieron las palabras que habían oído, haciendo comentarios entre ellos, tanto los habitantes adinerados de la ciudad como los tratantes de esclavos que se habían acercado a la plaza en busca de algo que comprar.

—Mi señor, así se hará, así se lo haré saber—haciendo seguidamente un ademán para que retiraran a la esclava de la plaza—.

Su adiestramiento como esclava había continuado a lo largo de estos meses en un lugar determinado de la ciudad de Córdoba, al igual que ocurría con otras esclavas, de diversas procedencias. Unas eran de los reinos cristianos, hechas prisioneras de la misma forma que ella, otras venían del centro de Europa, y eran de pueblos y aldeas eslavas, donde eran apresadas por germanos o francos y vendidas a los árabes a través de los mercaderes de los reinos cristianos del norte. También las había del sur, con la piel negra, las menos, que eran desposeídas de sus familias, aunque en algunas ocasiones esas mismas familias las vendieran a los tratantes de esclavos. A todas ellas les estaba prohibido hablar cualquier lengua que no fuera árabe. Si alguna vez fueran sorprendidas hablando otro idioma eran castigadas con azotes y varios días sin comida.

Por lo demás gozaban de cierta libertad dentro de su jaula dorada circunscrita al gineceo donde eran adiestradas por esclavas ya entradas en edad avanzada, y donde eran educadas en la forma de comportarse ante sus amos, a los que deberían complacer en todo momento, en la forma de vestir, y en algunas artes como las de la danza o el canto.

Todas ellas, tanto en el interior del gineceo como en su exterior, llevaban el rostro al descubierto, pues eran esclavas, no doncellas y mujeres casadas que si llevaban el rostro cubierto en el exterior de sus viviendas o en su interior si en ellas hubiere gente de fuera de la familia.

Una mañana el gineceo se alborotó, corrían rumores de que muchas de ellas iban a ser llevadas lejos de Córdoba, a Arabia, donde serían vendidas a los ricos señores de allí. Nadie sospechaba siquiera donde estaba Arabia, las menos sabían que estaba en el sur, o al menos se iba por el sur, pero nada más.

Corrían rumores de quiénes iban a ir y quiénes no. Las esclavas negras, desde luego no irían, ellas habían sido traídas del sur para quedarse allí en el califato, cuando terminara su adiestramiento. Silvia temió que sería una de las que sería llevada aún más lejos de su tierra.

El anciano mercader que la había comprado tras negarse a hacerlo públicamente en la plaza de la ciudad de Toledo, la había llevado a Córdoba para su adiestramiento, junto con otras compras que había efectuado, y tras unos meses había decidido llevarlas a Arabia, donde conseguiría un mejor precio, entre el doble y el triple de su coste más su mantenimiento en comida y educación.

Cuando la comitiva salió una mañana de abril, de la ciudad de Córdoba, en dirección a la ciudad de Isbiliya (Sevilla), las esclavas y los esclavos iban a pie, al final de la misma, convenientemente atados y vigilados por numerosos guardias armados.

Hacía casi ya un año que había sido apresada, cuando iba a realizar esponsales con un infanzón de Castilla, desde entonces había cambiado todo para ella, le daban de comer las más asquerosas de las comidas, a las que hubo de acostumbrarse poco a poco, la vestían como una mujerzuela, enseñando casi todo su cuerpo, y la habían adiestrado a base de castigos y amenazas a ser lo que era ahora, una esclava, una esclava sexual de y para los árabes.

La llevaban cual ganado, atada de manos a otras como ella, no tenía ni voz ni voto, no tenía ni parecer, ni siquiera se le permitía hacer gestos de asco a cualquier cosa, debería asentir a todo lo que se le ordenara, y ni siquiera podía hablar en su lengua materna, la cual aún recordaba, pero sabía que al final olvidaría. Sus ojos se le llenaron de lágrimas cuando se percató de que a medida que andaba hacia el sur, se distanciaba más de su tierra natal. Nadie vino a rescatarla, ni su padre, ni su prometido, nadie. Había sido abandonada como un perro, peor que eso, los perros tenían más libertad que ella, ella era una esclava.

Aunque le había sido respetada su virginidad, tan sólo se había hecho por acrecentar su precio. Ella sabía que su nuevo amo, cuando la comprara, la mancillaría.

Desde Al-Yazirat (Algeciras) embarcaron para África camino de Arabia.


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Publicado en esta web con permiso expreso del autor.

[Jhuno]


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