sábado, 7 de septiembre de 2019

Dualidad

Estoy cansada, me empieza a doler un poco la espalda y las bolsas de la compra parecen pesar cada vez más. Pero ya falta poco, ya casi he llegado, unos pocos pasos más y podré dejar la carga sobre la mesa.

Deposito las bolsas sobre la mesa de la cocina, con cuidado para que ninguna vuelque y se desparrame el contenido. Por supuesto, una se cae y por supuesto, es el que tiene los productos más frágiles. Cierro los ojos durante unos segundos antes de ponerme a recoger lo que ha caído.

Saco la compra, producto a producto, colocándolo en su sitio. Noto cómo mi pulso se va tranquilizando, el sudor se va secando haciendo que algún pelo se me quede pegado a la frente. Mientras guardo las cosas, de forma casi automática, pienso en lo mucho que me gustaría darme una ducha y después tirarme en cualquier sitio a leer tranquilamente. Pero no puede ser.

Hago una lista mental de tareas pendientes y el orden más práctico en que realizarlas. Poner la lavadora y mientras se lava la ropa, ponerme con la comida y después tender la ropa, poner la mesa y esperar a que lleguen para comer. Después de la comida, recoger y fregar y entonces... oh, entonces la ducha.
 
Antes de quitarme la ropa, me regalo un minuto entero de silencio. Nadie en casa, nada urgente que hacer, tiempo para mí.

Veo de soslayo mi imagen reflejada en el espejo del dormitorio. Una mujer de mediana edad, como cualquier otra, con aspecto cansado, sin ningún rasgo en particular, como hay tantas y tantas por las calles de la ciudad.

Voy quitándome la ropa, prenda a prenda, dejándolas caer en el suelo, con la mirada fija en el diminuto cubículo de la ducha. Está todo en penumbra, pero no enciendo la luz. Me meto dentro y abro el grifo, apartándome de las frías gotas que salen de la alcachofa. Mis pezones se erizan al ser salpicados por algunas de ellas. Miro hacia abajo, una gota enorme deslizándose por la piel de mi pecho... y sonrío al recordar que, no hace muchas horas, ese mismo recorrido lo hizo una gota de cera caliente, solidificándose sobre mi piel, seguida de otra y otra más. Recuerdo haber levantado la vista y haber visto su cara, concentrada, siguiendo también el camino de cera en mi pecho y su sonrisa. En esos momentos yo no era una mujer de mediana edad, una de tantas. En esos momentos yo era un lienzo en blanco, una posesión, una fantasía realizándose. Era la otra cara de la moneda, la cara oculta que sólo sale ante él, con él y para él.

Me coloco bajo el chorro de agua templada, recorriendo mi cuerpo con la esponja enjabonada, dejando que los recuerdos afloren con cada roce. Aquí me azotó, pienso, hasta que sentí la piel ardiendo de calor. Aquí me pellizcó antes de pinzarme (cómo dolía al principio... y al sacarlas). Aquí me mordió hasta casi dejarme una marca. En este otro sitio me dejó una pequeña marca, un punto rojo que con el tiempo se puso negro y que no dejé de ver ni un solo día hasta que desapareció por completo.

Reparto el champú por mi cabello, recordando su puño agarrando mis mechones con fuerza, dirigiendo mi cabeza... Deslizo mis dedos por los laterales de mi cuello y me parece oler aún el cuero de mi collar, el collar que me pone en cada encuentro, que tengo oculto en las profundidades del armario, esperando el momento de sacarlo y ofrecérselo.

No, definitivamente ahora no soy una anodina mujer de mediana edad. Ahora soy... ¿qué soy?. Soy suya.


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