jueves, 26 de septiembre de 2019

Cuerdas

Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.
Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.
Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.
He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.
El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.
Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.
Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.
alyanna
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Administración del canal #BDSM

sábado, 21 de septiembre de 2019

Sentires

A veces hay hombres que tienen licencia,
licencia para dolerte por dentro,
para acariciarte el alma,
para quitarte corazas sin ellos saberlo,
sin pedirte permiso, te despedazan
y te recomponen a su antojo por dentro,
Sin pedirte permiso,
sin saber hasta dónde, ni hasta cuándo.

No hay que quitar ni poner...
Saben hacerlo.

Hay hombres que, como las heridas,
te escuecen dentro,
y otros que se convierten en magia;
porque hay quien sabe ser magia,
aunque nunca llegue a saberlo.


pauladark_


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Administración del canal #BDSM

jueves, 19 de septiembre de 2019

Ana Vis

 

Él ya estaba esperándola cuando Ana llegó al lugar de la cita. Al verle nadie hubiera pensado en nada que no fuera normal: un hombre vestido con pantalones azules de verano, una camisa y un jersey ligero sobre los hombros. Un atuendo similar al de muchos otros hombres que se movían en aquella noche de septiembre, aún cálida, pero con algún ramalazo de brisa que se notaba más aún a mayor altura.

 

Ella, por su parte, sonrió y le besó como si no se hubieran visto hacía tan poco. Aunque el recorrido que iban a realizar era un paso obligado para el visitante, era él quien había insistido en organizarlo. Y ella había accedido sin más, como había seguido sus instrucciones para aquella salida: calzado cómodo, falda larga y blusa a juego, con algo para ponerse por encima si llegaba el caso, y poco más. Eran ya casi las diez de la noche, y ambos se encaminaron a la puerta de la entrada de la Alcazaba malagueña, para unirse al grupo de treinta personas inscritas para la visita nocturna de aquella hora.

 

La comitiva guiada accedió al recinto y empezó a transitar acompañados por las explicaciones de la guía, para intuir, más que contemplar los detalles de la fortaleza. Ana la conocía ya, y de vez en cuando echaba un vistazo a su acompañante, que parecía atender a las explicaciones desde el fondo del grupo.

 

Naturalmente, ella se lo esperaba desde que él le dio los detalles de la cita de esa noche, pero aún así tuvo un pequeño sobresalto al notar su mano posándose decididamente en su espalda primero, y deslizándose suavemente hasta su culo. Le miró con una expresión entre sorprendida y enfurruñada, pero él sonrió plácidamente y le indicó con un gesto de la cabeza que siguiera atendiendo al guía. De ahí el grupo se movió hacia otro punto de interés más o menos iluminado, y Ana y su acompañante les siguieron, cada vez más rezagados.

 

Por su cabeza pasó un momento de pánico, pero sólo por un instante. Sabía que él no tenía ni alma de exhibicionista, ni era partidario del escándalo público. Y sobre todo, que no la pondría en un compromiso. ¡Pero aún así...! Esa mano que se posaba en su retaguardia, más que una suave caricia subida de tono era lo que él pretendía que fuese: una silenciosa declaración de principios. Y ella no podía poner objeciones.

 

Otro trotecillo. El grupo se desperdigaba cada vez más, atendiendo a las palabras de la guía sobre la belleza del paraje, los jardines y las vistas. Y desde luego era un entorno sugerente. Ana observaba que muchos de los visitantes eran parejas que se cogían de la mano y disfrutaban del paisaje. No era el caso de ellos dos, claro. Lo suyo era "otra cosa", y hacer manitas no era parte del programa. ¿Y qué lo era, en realidad?

 

De golpe le invadió otro escalofrío, y esta vez más que figurado, porque el suave aire de la noche estaba acariciando sus piernas como no debería sucederle a una dama con falda larga. O más bien, como le sucede cuando una mano amiga levanta una parte desde atrás para encontrar ese culo ya conocido, y sobre el que tomar callada posesión. Sin unas braguitas que se opongan. Tal y como él le dijo antes de salir.

 

"¿Pero que...?" Ahí se paró el amago de protesta de Ana, con sólo mirarle. Estaban en un rincón de los jardines, medio escondidos de los demás. Quien pasara o mirara, sólo vería una pareja aparentemente cogida de la cintura y admirando el panorama, sin saber que la admiración era táctil. Porque las caricias de los gluteos se hicieron más intensas. Ana notó que rompía a sudar y todo el aliento que reservaba a una resistencia inexistente empezó a marcharse en una respiración cada vez más cargada.

 

"Por favor..." No sabía si se lo decía a él o a su propio cuerpo, que nunca podía quedarse impasible ante sus manos, y que ahora estaba lentamente separando los glúteos ante la persuasión amistosa de la mano. Volvió a mirarle, confiando a sus ojos la súplica que no lograba articular. Y vio en él una mirada calmada, solo traicionada por un respirar más intenso.

 

"Tranquila" Le dijo. "No aquí. Esto es sólo un detalle. Quería que lo supieras. Que lo notaras". Y ella lo notaba, cómo su mano la había conducido una vez más a donde él quería llevarla. Como debe ser. Como ella quería que fuera.

 

"Sí, señor" La voz le tembló un poco pero era más cosa del cuerpo que del espíritu. Poco después se reunieron con el grupo. Luego la visita acabaría y habría tiempo para recorrer las calles malagueñas en luna, de su mano. Donde quiera que él deseara posarla. O poseerla.

 

Captor

 

 


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miércoles, 18 de septiembre de 2019

De Dama a esclava


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De Dama a esclava

La otra tienda del campamento, la que ocupaba la hija de maese Juan, estaba relativamente tranquila, pues ella, sumida en un sueño profundo, no se había percatado aún de nada. El campamento había sido atacado, los guardias muertos, muerto su padre y los criados, ella dormía plácidamente ajena al peligro.

Algunos de los asaltantes comenzaron a registrar las pertenencias de los viajeros, buscando todo el dinero y joyas que pudieran llevar, además de otras cosas de valor, mientras dos de ellos entraban sigilosamente en la tienda de Silvia y se quedaban un poco dubitativos cuando vieron dormir a la dama. Mientras la miraban, ella, de pronto, se giró, los miró, y gritó, como pidiendo auxilio, pero ni su padre ni los guardias podrían oírla. Uno de ellos le dio con el mango de la espada en la cabeza a la joven que acto seguido perdió el sentido.

Se dirigieron hacia el sureste, a la mayor zona de pinares que podía encontrarse por aquellas tierras, lo que dificultaría en grado sumo su persecución si es que esta llegara a producirse por alguna causa. Sabían que no les perseguirían por allí, ya que casi todos los pinares estaban bajo el califato, y sus patrullas fronterizas les darían cobijo en cuanto los descubrieran. Y la frontera mejor definida en aquella época, era la del río Duero, todo lo del norte del Duero era dominio de los reinos cristianos, y el sur, la Extremadura, desde su nacimiento a su desembocadura, eran tierras del califato, a excepción de su nacimiento y hasta las cercanías de la localidad de Osma, donde empezaba las tierras de los reinos cristianos. De esta manera, cubriéndose con los pinares, de difícil acceso y peor trasiego, dirigiéndose constantemente al sureste atravesarían el Duero lo antes posible, una vez acabados los pinares, atravesarían el valle del río que desemboca en el Duero por la localidad de la que en otros tiempos sería conocida por Numancia, lo atravesarían.

Desde que apresaron a Silvia hasta que recobró el conocimiento habían pasado varias horas, y cuando lo hizo, se dio cuenta de que la llevaban bocabajo en un caballo y atada de pies y manos, para que no pudiera huir. La postura era tremendamente incomoda, y le dolía el vientre que era el que llevaba todo el peso de su cuerpo contra la silla de montar. Iba desnuda, a excepción de la camisola que utilizaba para dormir, y descalza.

Cuando al fin la noche llegó, la desataron y la introdujeron en una majada y la pusieron como si fuera un fardo en una de las esquinas, mientras se acomodaban los siete jinetes y sus monturas en el interior.

El que la había dejado allí le hizo ademán de cortarle el cuello si intentaba escapar, y también se lo dijo en árabe, lo cual ella no entendía. Ahora casi se arrepentía de su remilgado orgullo en los años que vivió en Miróbriga, el cual le impidió aprender aquel idioma. Ella sólo hablaba romance y algo de latín.

Continuaron hacia el sur y después de seis días desde el ataque al campamento, llegaron a la Madinat–Salim (Medinaceli), donde ya había una guarnición importante del ejército del califa, y donde se sentían seguros. Era desde esta ciudad desde donde partían todas las incursiones árabes contra los reinos cristianos que lindaban con la marca del este, del califato. También era la base de aquellos grupos de árabes que hacían incursiones por tierras cristianas para pillaje y apresamiento de personas para su ulterior esclavitud.

A la llegada a la ciudad, la llevaron a una casa de las afueras, en la parte sur, una casa que era parte de una granja, donde la encerraron en un cobertizo convenientemente encadenada a una argolla, como si de ganado se tratara. La daban de comer y beber regularmente, pero ella tenía que hacer sus necesidades fisiológicas como si fuera un animal más de la granja.

Estuvo en aquel cobertizo más de dos semanas; su estado higiénico era lamentable, estaba llena de suciedad, y aquel espacio olía rematadamente mal. Dos de los hombres la condujeron a otro cobertizo y la desnudaron. Le echaron unos cubos de agua, y le indicaron que se lavara con más agua que había allí, a la vez que le señalaron unos ropajes para que se pusiera. Ella se tapaba como podía, al fin y al cabo era una dama, pero ellos se reían, hacían bromas entre ellos, y comentarios lascivos que ella no entendía, pero que por la cara que ponían aquellos dos hombres, comprendía su significado. No obstante, mientras estuvo en Medinaceli no llegaron a abusar de ella ninguno de sus captores.

De lo que sí comenzó a darse cuenta Silvia es que irremediablemente había dejado de ser una dama, hija de un rico comerciante, para convertirse en una esclava, puesto que así era tratada, poco menos que como un animal. Solo se le daban órdenes y como no entendía el idioma, acompañadas de ademanes y signos, y bajo amenazas, la mayoría de ellas de muerte. Ella comenzó, sin darse cuenta, a asumir su nuevo papel como esclava de sus captores y se afianzaba en sus convicciones para cuando llegara el momento de ser ultrajada, aunque no se resignaba a ser esclava y no se resignaría nunca, se decía para sus adentros.

Cuando se hubo vestido y calzado parecía una campesina, pero por lo menos sí que era de agradecer la higiene a que había sido sometida con el consiguiente cambio de ropa, pues tan solo traía el camisón y estaba totalmente lleno de suciedad.

La llevaron atada de las muñecas con una cuerda y la presentaron en una estancia muy amplia donde había un anciano sentado entre cojines que desde que entró en el salón no le quitaba ojo.

—Cómo te llamas cristiana, — le preguntó, — muy educadamente.

Silvia le miró, no comprendía lo que le había dicho, y miró interrogativamente al captor que le había llevado a la estancia, pero no obtuvo respuesta alguna.

—Cómo te llamas cristiana, — le preguntó, — el anciano de nuevo, esta vez en romance, y le añadió, —aprende árabe pronto, te puede ir la vida en ello esclava.

—Silvia, — contestó ella aún un tanto altivamente.

El anciano hizo un gesto al hombre que la había llevado a ese salón y enseguida le propinó un golpe en los glúteos a la altiva joven, con una vara que tenía en la mano derecha, con lo que Silvia gritó de dolor, sin saber qué había hecho mal, pues había contestado a la pregunta del anciano, le había dicho su nombre.

—Me llamo Silvia, mi señor o mi amo, así es como debes contestar de ahora en adelante a la persona a quien perteneces, y mostrando mayor respeto, pues en ello te puede ir un castigo o la vida.

—Me llamo Silvia mi amo, —se apresuró a decir la joven que aún sentía el dolor en sus glúteos, y hasta le daba miedo acercarse la mano a sus partes doloridas, por temor a volver a ser castigada.

—Bien, aprendes rápido esclava, hoy será la última vez que te hable en romance, la próxima vez que te vea has de saber responder en árabe o sufrirás el castigo correspondiente, no me vales nada si no sabes hablar árabe, así que esfuérzate o sentirás la vara de nuevo.

—Sí mi amo, —respondió Silvia rápidamente, ya sin dar muestras al exterior de ese orgullo que aún le latía en su corazón fuertemente.

—Bueno, durante un mes te «adiestrarán» lo mínimo imprescindible que se le puede pedir a una esclava. Volveré a verte al cabo de ese tiempo, y ya decidiré que haré entonces contigo, si te quedas en mi harem, o te llevo a vender a Talaytulah (Toledo).

Marchaban hacia el sur, hacía días que habían pasado por Madinat al-Faray (Guadalajara) y habían vadeado el río Henares y habían cambiado de rumbo hacia el suroeste, hacia una población Maǧrīţ (Madrid), desde la cual cambiaron de rumbo de nuevo para dirigirse al sur, y llegar a Talaytulah (Toledo).

Silvia, como esclava que era, iba al final de la comitiva, a pie, sufriendo todos los rigores de la marcha, y la polvareda de las caballerías que marchaban en cabeza. De vez en cuando, algún esclavo pasaba a darles un poco de agua, que bebían rápidamente, antes de que les quitara el recipiente de la boca.

Hacía ya más de tres meses que había sido apresada en tierras cristianas y había perdido ya toda esperanza de ser rescatada, y también de que se hubiera pedido un rescate por ella, pues en ese tiempo, su padre, del que ignoraba había muerto, habría podido conseguir el dinero y haber realizado así las exigencias de sus captores, por su hija, práctica común en aquella época, tanto con los prisioneros que eran hechos tras las batallas y con las personas que caían en cautividad tras las incursiones en filas enemigas.

Durante ese tiempo había sido «adiestrada» como una esclava, con la finalidad de satisfacer todos y cada uno de los placeres que su amo le exigiera sexualmente. No le habían dejado de repetir que iría destinada a ser una esclava en un harem. Le habían enseñado la lengua árabe, que, si bien no dominaba aún del todo, sí era capaz de entender lo mínimo y contestar con palabras o frases cortas a su interlocutor, siempre que se le hubiera preguntado, claro. Lo más importante, era la aptitud de sumisión que tendría que tener en todo momento ante su amo, tanto de palabra como de obra y por supuesto en cuanto a posturas corporales. Y una cosa se le había inculcado a base de golpes, jamás, bajo ninguna circunstancia, debía de mirar a los ojos a su amo.

Aunque el adiestramiento exigía en ciertas circunstancias el uso carnal de la esclava, por órdenes estrictas del señor no se había hecho con Silvia, puesto que deseaba que la joven siguiera virgen, lo que aumentaría su precio en la venta. Desde luego no era lo mismo vender una cristiana que una cristiana virgen. Su dueño ganaría mucho dinero con ella, bien en Toledo o en su caso en Córdoba.

En los descansos de por la noche, ella se acordaba de su anterior vida y lloraba, aunque lo hacía sin el menor ruido, con temor a ser castigada por los guardianes. Añoraba su vida en Miróbriga, acompañada de su sirvienta, mimada por su querido padre, ajena a todo lo que le rodeaba en este mundo y del que entonces no tenía conocimiento y ahora estaba descubriendo. Ella que iba a ser la esposa de un infanzón de Castilla, ahora era una esclava a la que, a base de golpes y privaciones de agua y comida, durante tres largos meses habían conseguido violentar su voluntad, y ahora ya casi instintivamente, por miedo, por temor, obedecía casi al instante. ¿Dónde había quedado su orgullo?, ¿Dónde había quedado su altivez?, y se pasaba las noches llorando.

Cuando llegaron a Toledo, fue encerrada junto con otras esclavas de muy diversas procedencias, algunas eran cristianas como ella, otras eran magrebíes, y algunas eran negras. Todas ellas estaban allí para lo mismo, para ser vendidas a ricos árabes que las poseerían cuando les viniera en gana. Algunas todavía hablaban su lengua materna, pero cuando alzaban la voz y los guardias escuchaban hablar en alguna lengua que no fuera árabe, llegaban y las azotaban indiscriminadamente. Ellas ni siquiera podían defenderse, sino que adoptaban una posición totalmente sumisa, con la cabeza pegada al suelo e imploraban perdón.

Silvia a veces pensaba que las caballerías de su padre recibían mejor trato que ellas. Se preguntaba que si eso era su destino, ser el placer sexual del hombre que la comprara, y porque había nacido. A veces quería morir, y en alguna ocasión pensó en quitarse la vida. Ella no sabía que aún no estaba pasando lo peor de su vida, que eso llegaría más adelante, pero que después conocería el amor, un amor por el que daría la vida si fuera necesario. Pero claro, ella no podía saberlo. Solo miraba a su alrededor y veía mujeres como ella, esclavas como ella. Casi desnudas, ya sin apenas pudor, y que cuando llegaba la hora de comer se peleaban entre ellas por algo de comida que no siempre conseguían.

En aquella celda donde estaban todas, comían y hacían sus necesidades, así que a los dos o tres días el hedor era inaguantable.

Cuando las esclavas de un solo señor iban a mostrarse al mercado de esclavos, les hacían dejar allí sus harapos y las llevaban desnudas para asearlas un poco, y vestirlas convenientemente para la venta.

Por fin y después de varios días de haber estado allí encerrada y en aquellas condiciones, fueron por ella, y con un gesto, le dijeron que se quitara los harapos que llevaba puestos y se la llevaron desnuda a otra celda, donde sin miramiento algunas otras esclavas la limpiaron la mugre del cuerpo y el pelo a base de cubos de agua fría y frotándola con cepillos de fuertes cuerdas que hicieron que se sonrojara algo su piel donde más frotaban.

La llevaron al mercado vestida sólo con una túnica liviana abierta por su parte de adelante, de forma similar al albornoz del Magreb, con la diferencia que mientras este es de lana y se usa para cubrirse del frío en las noches del desierto, la túnica que le pusieron a la esclava para ir al mercado, era para que se le vieran sus encantos bajo su suave tejido y su fácil apertura para la comprobación, si fuera necesario, de tales encantos.

Ella se dejaba llevar sumisamente al mercado, pues sabía que si se resistía sería severamente castigada. Una vez allí, la colocaron en el centro y sus guardianes se alejaron de ella.

—Aquí tenéis una joven virgen cristiana, lo que antes era una dama, y que ahora os presento para el deleite de vuestros ojos, a fin de que podáis pujar por su compra, —dijo a voz en cuello, el encargado de la puja en el mercado—.

Hubo gran murmullo entre los posibles compradores, la mayoría de ellos de avanzada edad, pues a fin de cuenta eran mayoría entre los adinerados de la ciudad, aunque también había algún joven. Cambiaban impresiones entre ellos, pero nadie se atrevía aún a hacer la primera puja.

—Tan sólo hace unos tres meses que ha sido hecha prisionera en tierras del Condado de Castilla, —añadió el encargado de la venta— y lanzó la cantidad que su dueño solicitaba como mínimo por ella.

Uno de los ancianos, ricamente vestido, se acercó al centro, y pidió permiso para admirar la mercancía, lo que le fue concedido por el vendedor. Seguidamente apartó los pliegues delanteros del suave tejido de la túnica que portaba la esclava, dejando ver a la multitud en todo su esplendor la desnudez de sus carnes blancas, lo que en cierto modo despertó la admiración general del mercado.

— ¿Sabe hablar árabe?, —pregunto el anciano al vendedor.

—Se defiende en este idioma, lleva aprendiéndolo poco después de que fuera capturada, y desde el mismo tiempo viene siendo adiestrada, — como verás esto último ha dado sus frutos, añadió el vendedor, —pero respecto del idioma aún le queda algo de tiempo para estar suelta en nuestra lengua.

—Está demasiado delgada y su pelo es negro, eso la desmerece bastante, además de no saber bien el árabe—, hizo la observación el anciano, —si fuera rubia y algo más entrada en carnes, podría valer lo que nos pides, pero sin esos requisitos y sin hablar árabe aún, no creo que la puedas vender por eso que pides.

—Mi señor, —añadió el vendedor—, la joven es virgen, no ha conocido varón, se la ha tratado exquisitamente durante su cautiverio, para que un gran señor como tú pueda disponer de su cuerpo a su antojo. El precio es el que me ha ordenado su dueño que ponga, ya sabéis que eso no es cosa mía.

La joven esclava aún no podía creerse que todo esto sucediera en realidad, estaban hablando de ella como si de un caballo de pura raza se tratara, la habían desnudado delante de todo el mundo, y ponían un precio por su cuerpo. Le entró una desazón que casi la hizo llorar, pero se contuvo por miedo, miedo a que la azotaran, miedo al castigo que la pudiera infligir.

El anciano se dio la vuelta y con aire despectivo y para que lo oyeran los demás de la plaza comenzó a decir con voz alta: —Mira, sabéis de sobra que nos gustan las esclavas cristianas, pero nos gustan rubias, nos gustan con más carnes y nos gustan que hablen nuestro idioma, ¿a qué viene que pidas tanto dinero por esta que no reúne tales requisitos?, —preguntó.

—Te ofrezco tres cuartas partes del dinero que has pedido, ni un dinar más, tu esclava no lo vale, aún costará algún dinero enseñarla a hablar nuestro idioma y, más aún, su alimentación puesto que le faltan demasiados kilos en su cuerpo. Dile a su dueño que si está conforme me la lleve a mi casa esta noche donde le haré pago del importe que te he dicho. Nadie pujará más por ella en este mercado, no lo vale. —Sentenció el anciano.

Todos asintieron las palabras que habían oído, haciendo comentarios entre ellos, tanto los habitantes adinerados de la ciudad como los tratantes de esclavos que se habían acercado a la plaza en busca de algo que comprar.

—Mi señor, así se hará, así se lo haré saber—haciendo seguidamente un ademán para que retiraran a la esclava de la plaza—.

Su adiestramiento como esclava había continuado a lo largo de estos meses en un lugar determinado de la ciudad de Córdoba, al igual que ocurría con otras esclavas, de diversas procedencias. Unas eran de los reinos cristianos, hechas prisioneras de la misma forma que ella, otras venían del centro de Europa, y eran de pueblos y aldeas eslavas, donde eran apresadas por germanos o francos y vendidas a los árabes a través de los mercaderes de los reinos cristianos del norte. También las había del sur, con la piel negra, las menos, que eran desposeídas de sus familias, aunque en algunas ocasiones esas mismas familias las vendieran a los tratantes de esclavos. A todas ellas les estaba prohibido hablar cualquier lengua que no fuera árabe. Si alguna vez fueran sorprendidas hablando otro idioma eran castigadas con azotes y varios días sin comida.

Por lo demás gozaban de cierta libertad dentro de su jaula dorada circunscrita al gineceo donde eran adiestradas por esclavas ya entradas en edad avanzada, y donde eran educadas en la forma de comportarse ante sus amos, a los que deberían complacer en todo momento, en la forma de vestir, y en algunas artes como las de la danza o el canto.

Todas ellas, tanto en el interior del gineceo como en su exterior, llevaban el rostro al descubierto, pues eran esclavas, no doncellas y mujeres casadas que si llevaban el rostro cubierto en el exterior de sus viviendas o en su interior si en ellas hubiere gente de fuera de la familia.

Una mañana el gineceo se alborotó, corrían rumores de que muchas de ellas iban a ser llevadas lejos de Córdoba, a Arabia, donde serían vendidas a los ricos señores de allí. Nadie sospechaba siquiera donde estaba Arabia, las menos sabían que estaba en el sur, o al menos se iba por el sur, pero nada más.

Corrían rumores de quiénes iban a ir y quiénes no. Las esclavas negras, desde luego no irían, ellas habían sido traídas del sur para quedarse allí en el califato, cuando terminara su adiestramiento. Silvia temió que sería una de las que sería llevada aún más lejos de su tierra.

El anciano mercader que la había comprado tras negarse a hacerlo públicamente en la plaza de la ciudad de Toledo, la había llevado a Córdoba para su adiestramiento, junto con otras compras que había efectuado, y tras unos meses había decidido llevarlas a Arabia, donde conseguiría un mejor precio, entre el doble y el triple de su coste más su mantenimiento en comida y educación.

Cuando la comitiva salió una mañana de abril, de la ciudad de Córdoba, en dirección a la ciudad de Isbiliya (Sevilla), las esclavas y los esclavos iban a pie, al final de la misma, convenientemente atados y vigilados por numerosos guardias armados.

Hacía casi ya un año que había sido apresada, cuando iba a realizar esponsales con un infanzón de Castilla, desde entonces había cambiado todo para ella, le daban de comer las más asquerosas de las comidas, a las que hubo de acostumbrarse poco a poco, la vestían como una mujerzuela, enseñando casi todo su cuerpo, y la habían adiestrado a base de castigos y amenazas a ser lo que era ahora, una esclava, una esclava sexual de y para los árabes.

La llevaban cual ganado, atada de manos a otras como ella, no tenía ni voz ni voto, no tenía ni parecer, ni siquiera se le permitía hacer gestos de asco a cualquier cosa, debería asentir a todo lo que se le ordenara, y ni siquiera podía hablar en su lengua materna, la cual aún recordaba, pero sabía que al final olvidaría. Sus ojos se le llenaron de lágrimas cuando se percató de que a medida que andaba hacia el sur, se distanciaba más de su tierra natal. Nadie vino a rescatarla, ni su padre, ni su prometido, nadie. Había sido abandonada como un perro, peor que eso, los perros tenían más libertad que ella, ella era una esclava.

Aunque le había sido respetada su virginidad, tan sólo se había hecho por acrecentar su precio. Ella sabía que su nuevo amo, cuando la comprara, la mancillaría.

Desde Al-Yazirat (Algeciras) embarcaron para África camino de Arabia.


Texto protegido por derechos de autor.

Publicado en esta web con permiso expreso del autor.

[Jhuno]


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sábado, 7 de septiembre de 2019

Dualidad

Estoy cansada, me empieza a doler un poco la espalda y las bolsas de la compra parecen pesar cada vez más. Pero ya falta poco, ya casi he llegado, unos pocos pasos más y podré dejar la carga sobre la mesa.

Deposito las bolsas sobre la mesa de la cocina, con cuidado para que ninguna vuelque y se desparrame el contenido. Por supuesto, una se cae y por supuesto, es el que tiene los productos más frágiles. Cierro los ojos durante unos segundos antes de ponerme a recoger lo que ha caído.

Saco la compra, producto a producto, colocándolo en su sitio. Noto cómo mi pulso se va tranquilizando, el sudor se va secando haciendo que algún pelo se me quede pegado a la frente. Mientras guardo las cosas, de forma casi automática, pienso en lo mucho que me gustaría darme una ducha y después tirarme en cualquier sitio a leer tranquilamente. Pero no puede ser.

Hago una lista mental de tareas pendientes y el orden más práctico en que realizarlas. Poner la lavadora y mientras se lava la ropa, ponerme con la comida y después tender la ropa, poner la mesa y esperar a que lleguen para comer. Después de la comida, recoger y fregar y entonces... oh, entonces la ducha.
 
Antes de quitarme la ropa, me regalo un minuto entero de silencio. Nadie en casa, nada urgente que hacer, tiempo para mí.

Veo de soslayo mi imagen reflejada en el espejo del dormitorio. Una mujer de mediana edad, como cualquier otra, con aspecto cansado, sin ningún rasgo en particular, como hay tantas y tantas por las calles de la ciudad.

Voy quitándome la ropa, prenda a prenda, dejándolas caer en el suelo, con la mirada fija en el diminuto cubículo de la ducha. Está todo en penumbra, pero no enciendo la luz. Me meto dentro y abro el grifo, apartándome de las frías gotas que salen de la alcachofa. Mis pezones se erizan al ser salpicados por algunas de ellas. Miro hacia abajo, una gota enorme deslizándose por la piel de mi pecho... y sonrío al recordar que, no hace muchas horas, ese mismo recorrido lo hizo una gota de cera caliente, solidificándose sobre mi piel, seguida de otra y otra más. Recuerdo haber levantado la vista y haber visto su cara, concentrada, siguiendo también el camino de cera en mi pecho y su sonrisa. En esos momentos yo no era una mujer de mediana edad, una de tantas. En esos momentos yo era un lienzo en blanco, una posesión, una fantasía realizándose. Era la otra cara de la moneda, la cara oculta que sólo sale ante él, con él y para él.

Me coloco bajo el chorro de agua templada, recorriendo mi cuerpo con la esponja enjabonada, dejando que los recuerdos afloren con cada roce. Aquí me azotó, pienso, hasta que sentí la piel ardiendo de calor. Aquí me pellizcó antes de pinzarme (cómo dolía al principio... y al sacarlas). Aquí me mordió hasta casi dejarme una marca. En este otro sitio me dejó una pequeña marca, un punto rojo que con el tiempo se puso negro y que no dejé de ver ni un solo día hasta que desapareció por completo.

Reparto el champú por mi cabello, recordando su puño agarrando mis mechones con fuerza, dirigiendo mi cabeza... Deslizo mis dedos por los laterales de mi cuello y me parece oler aún el cuero de mi collar, el collar que me pone en cada encuentro, que tengo oculto en las profundidades del armario, esperando el momento de sacarlo y ofrecérselo.

No, definitivamente ahora no soy una anodina mujer de mediana edad. Ahora soy... ¿qué soy?. Soy suya.


lunes, 2 de septiembre de 2019

s el Jefe



Levanto los ojos del informe que he estado leyendo. El caro reloj que llevo en mi muñeca derecha, regalo de mi esposa en nuestro último aniversario, marca las doce y media. Llevo en la oficina casi seis horas y esta es la primera pausa que me permito hacer.

Soy exigente con mis subordinados, pero no les pido más de lo que yo mismo hago. Siempre soy el primero en llegar y el último en irme. Sé que no soy apreciado entre ellos, me llaman "el cara de perro". Me da igual que me pongan motes, siempre y cuando cumplan sus obligaciones de la mejor forma posible.

Hace mucho tiempo tuve que decidir entre la simpatía de los demás o la eficiencia. Elegí esa última, ese es mi trabajo: mantener la maquinaria de la empresa perfectamente engrasada, a nivel burocrático y económico. Soy duro, las lágrimas no me conmueven y las excusas me irritan. También me considero justo. Escucho con la mayor ecuanimidad posible y decido lo más imparcialmente, teniendo siempre en cuenta el beneficio empresarial.

Me gusta llegar a mi despacho y encontrar las cosas como deben estar. Orden, pulcritud y eficiencia. En mi hogar espero lo mismo, salvando las distancias. Mi esposa es una mujer elegante, culta y que sabe exactamente lo que espero de ella. Nuestra relación es estable y su comportamiento en sociedad complementa perfectamente el estatus económico que le proporciono a nuestra hasta ahora pequeña familia.

Hay quienes me consideran frío. Yo prefiero definirme como pragmático y lógico. Me gustan las cosas bien hechas y para que estén así, he de tomar yo las riendas y sacar de cada una de las personas que me rodean, lo mejor de sí mismas.

Llevo una semana de trabajo intenso. Es la época del año en que todo parece acumularse y el volumen de papeleo en lugar de decrecer, aumenta sin parar.

Me doy cuenta de que llevo unos minutos sin hacer nada, con la cabeza fuera del informe. Quizás es el momento de tomarme un descanso, de hacer una pausa para después volver con fuerzas renovadas.

Así que tomo mi móvil, marco un número y acuerdo una cita para esa misma tarde, a primera hora. Es el momento perfecto, justo después de comer, cuando aún no comienza al menos oficialmente, la jornada vespertina.

Me quedo un par de segundos mirando la pantalla oscura de mi teléfono, mientras siento cómo un escalofrío recorre mi espalda y me tenso ligeramente. Pero he de dejar de lado todo pensamiento ajeno a mi labor, o las horas que me quedan por delante no serán muy fructíferas.

Llamo a mi secretaria para que concierte citas a lo largo de la semana y para convocar una reunión con los jefes de sección al día siguiente. No es necesaria, pero sé que así apretarán un poco más las tuercas con vista a presentarme unos buenos resultados. Me resulta cansino el tener que echar mano a este tipo de acciones para lograr algo que debería ser básico. Este pensamiento no hace que me ponga de mejor humor, precisamente. Tras frotarme durante unos segundos el puente de la nariz, vuelvo a sumergirme en el informe, tomando notas de cuando en cuando.

Sigo inmerso en mis cifras, cálculos y diagramas hasta la hora de comer. Tengo una especie de alarma mental que salta al llegar las horas en que tengo algo programado.

Me levanto de mi silla, reordeno unas cuantas cosas, recojo el móvil, la chaqueta y la cartera y salgo de la oficina.

Con la mente puesta en la cita que tengo en los próximos minutos, en lugar de ir al restaurante en el que como todos los días, entro en una pequeña cafetería, donde pido un café con leche y un zumo, prácticamente un desayuno en lugar de una comida, pero por experiencia sé que es mejor así.

No sé qué me ha pasado. Cuando vi el reloj, era mucho más tarde de lo que pensaba. Yo, que jamás llego tarde a ninguna parte. Me enfado conmigo mismo, con mi torpeza y mi corazón se acelera al pensar en su reacción cuando llegue unos minutos tarde a la cita.

En el taxi, mis pies se mueven sin cesar, como si así pudiese aumentar la velocidad del vehículo o evitar los parones ante semáforos y cruces. Veo una y otra vez el reloj. El tiempo parece volar, es casi imposible que sea tan tarde. Me pongo más y más nervioso.

Bajo del taxi, arrojando al conductor un billete que cubre con creces el importe que marca el taxímetro y corro hacia el portal. Timbro en el telefonillo, intentando estabilizar mi respiración. Pasan unos agónicos y eternos segundos en los que me convenzo que la tardanza ha sido imperdonable y no me abrirán. Pero finalmente, escucho el zumbido que hace que la puerta se abra con la presión de mi mano.

Ni me planteo utilizar el ascensor, al ver que no está en la planta baja. Doy un manotazo al interruptor de las luces y empiezo a subir las escaleras de dos en dos, con toda la velocidad que puedo imprimir a mis largas piernas.

Cuando llego al cuarto piso, estoy jadeante. La puerta de acceso al inmueble está entornada, como siempre. Cuelgo la chaqueta en el respaldo de una silla que hay junto a la puerta. A continuación me descalzo y me quito los calcetines, metiendo cada uno de ellos en su correspondiente zapato. Siento los latidos de mi corazón en el pecho, en mis oídos, en mis sienes y sé que no es todo fruto del esfuerzo físico de subir corriendo las escaleras.

Los botones de la camisa me retrasan considerablemente. Me doy cuenta de que el sonido que reberbera en mi cabeza son mis propios gruñidos de exasperación. Escucho unos pasos en una habitación cercana y mis temblores aumentan. Me saco la camisa como si fuera un jersey, por la cabeza y la dejo caer en el asiento de la silla. Los pantalones la cubren inmediatamente, seguidos por los calzoncillos.

Voy casi volando, guiado por el sonido de los pasos. Inspiro profundamente, abro la puerta y me dejo caer a cuatro patas, con la cabeza gacha, mirando al suelo. Los pasos cesan y veo las punteras de unas botas negras. Una de ellas roza mi barbilla y me obliga a levantar la cabeza. Y la veo. Enfadada. Y con motivos. Siempre igual, siempre llego tarde. Y ella es sumamente estricta, exigente, deja muy claro cómo quiere las cosas. Y siempre, por un motivo u otro, meto la pata, llego tarde, me equivoco.

Y a ella no le queda más remedio que castigarme. Que mostrarme tal cual soy, una piltrafilla sin seso, incapaz de hacer algo tan sencillo como llegar a mi hora. Y además de tarde, llego sudoroso, tembloroso y atontado. Ella corregirá mis faltas. Me enseñará a ser mejor, a dar más de mí, a esforzarme.

Mantengo la postura y veo cómo se aleja. Elige la vara que más le gusta y se acerca a mí, con el ceño fruncido, diciendo que va a tener que aplicarse más aún para dejarme claras las nociones básicas de la buena educación. Le había hecho esperar y ahora iba a pagar por ello.

Le gusta caminar a mi alrededor y dejar caer los golpes cuando menos lo espero. Le gusta escuchar mis gemidos de dolor. Le gusta escuchar cómo suplico, cómo prometo, cómo me humillo.

Escucho el familiar silbido en el aire unas décimas de segundo antes de sentir el golpe. No duele, al menos en ese momento. Sientes el contacto de la vara en la piel y piensas "no es para tanto" e inmediatamente después, empieza el escozor. Los dos o tres primeros golpes son así, como con un leve retardo. Después el dolor parece incluso adelantarse al varazo. Nunca sé exactamente en qué punto empiezo a lagrimear. Ni cuándo empiezo a pensar que no voy a soportar un sólo golpe más.

Pero ella sí lo sabe. Parece conocer mi cuerpo y mi mente mejor que yo mismo. Y juega con ese conocimiento. Jamás traspasa el límite, pero tampoco para hasta llegar a él. Y el límite cada vez se mueve un poco más allá...

Se aleja de nuevo. Parpadeo y siento una lágrima deslizarse por mi mejilla sonrojada. Mi nariz gotea levemente. Hoy volverá a llamarme mocoso y llorica. Cierro los ojos con fuerza.

Lo siguiente que siento es un tremendo golpe en mi mejilla izquierda, tan fuerte que hace que me tambalee y sienta como si mi cabeza fuera a salir volando. Mierda. No puedo cerrar los ojos si no me lo ordena. ¿Tan complicado es recordar que sólo tengo que hacer lo que me pide?.

Me dice que me ponga de rodillas. Lo hago. Se coloca frente a mí y empieza a abofetearme con saña, recordándome mi error, mis torpezas, mis malas costumbres, llamándome inútil. A cada golpe, he de darle la razón y agradecérselo. Y lo hago de corazón. Soy torpe, cometo errores, soy un inútil, incapaz de obedecer cosas tan simples como no cerrar los ojos si no es para parpadear.

Me coge por el pelo y me lleva medio a rastras hasta el sofá. Me suelta, se sienta y señala su regazo. Me levanto, con la cabeza gacha y me coloco a través. Como me ha dado con la vara, supongo que ahora me reconfortará y me aplicará una de las cremas que tiene a mano, sobre una discreta mesita auxiliar.

Así que me dejo hacer. Siento las palmas de sus manos recorrer mi espalda, con leves caricias que me provocan estremecimientos. Sus dedos recorren las líneas de los varazos, que ahora estarán rojizas y virarán a morado con el paso de las horas. Espero sentir el frescor de la pomada sobre ellas, tarda.

Otra tanda de caricias. Algo va mal. No es normal. Y sin esperarlo, me clava las uñas en las nalgas, arañándolas, aumentando el dolor y el escozor que aún siento en la zona. Aúllo. Ella se ríe sarcástica, sabe que no es lo que esperaba, que mi queja es más por la sorpresa que por el dolor.

Me da unos azotes suaves y después sí, unta la zona con la fresca crema que alivia en parte mi sufrimiento. Me relajo. Me mima, me susurra palabras casi sin sentido, me arrulla con su voz, me recrimina con suavidad, me hace promesas de futuro...

Me siento laxo, vacío, descansado, feliz. Me dejo hacer. No he de tomar decisiones, no he de pensar, nadie depende de mí. Sólo me dejo hacer, sin más. Es un descanso físico y mental. Es cuando me puedo relajar, ser yo, olvidar todo y a todos y sólo sentir.

Una vez ha tratado mis marcas con la pomada, me empuja suavemente la cadera para que resbale al suelo, levanta mi cabeza con la yema de dos dedos y limpia mi cara con una toallita húmeda, despacio, suave y cariñosamente. Me sonríe y deja un beso en mi frente, antes de levantarse y salir de la habitación.

Apoyo mi cara en el asiento, aspirando su olor con fuerza, sintiendo el calor que ha dejado su cuerpo en él. Es de estos momentos robados a mi vida de donde saco fuerzas para seguir, es lo que me impide explotar, estas horas en las que yo sólo soy lo que ella quiere que sea, sin más.

Afortunadamente mi cuadriculada vida me permite calcular mis visitas de forma que la intimidad con mi esposa (que, de todas formas, tiene lugar en total oscuridad), no delate estos desahogos puntuales.

Me levanto despacio, consciente como nunca de mi cuerpo. Voy desnudo hasta el recibidor, donde siguen mis cosas tal cual las he dejado. Me visto, transformándome con cada prenda en el hombre serio, frío, seguro de sí mismo, dominante, exigente e incluso temible.

Bajo en el ascensor y paro el primer taxi que pasa. Doy la dirección del edificio de oficinas. Subo hasta mi despacho, caminando con la seguridad de siempre. Las charlas se apagan a mi paso, la gente agacha la cabeza y deja de lado conversaciones banales para dedicar toda su atención al trabajo. Saben lo mucho que me fijo en esas cosas y que pueden tener consecuencias.

Llego y me siento, sintiendo un leve dolor al hacerlo. Sé que esta noche, antes de acostarme, me retorceré ante el espejo para ver las marcas y revivir la sesión de esta tarde. Pero eso será esta noche. No ahora. Cojo un nuevo informe del pulcro montón colocado sobre mi mesa y empiezo a leerlo...
autor alyanna