Me preguntó qué quería como regalo de cumpleaños. Cuando se lo dije, se sorprendió y sus labios se curvaron en una de esas sonrisas suyas tan pícaras. Algo se le había ocurrido, lo cual era bueno porque significaba que posiblemente me concediera mi deseo, pero no dejaba de ser preocupante la divertida malicia de su mirada.
Y sí, tras sopesarlo detenidamente, accedió a regalarme lo que le había pedido. Pero con condiciones, sus condiciones. Había transformado mi regalo en una especie de reto. Y me conocía lo suficiente para saber que no me iba a arredrar ante ello.
Esa tarde, al entrar en la habitación del hotel, le encontré desnudo sobre la cama, esperando. Sentí una pequeña punzada de decepción al darme cuenta de que me había privado de "desenvolver" mi regalo, de disfrutar el desnudarle poco a poco, sustituyendo el roce de las prendas por caricias de mis manos. Y usted lo notó, porque sabe leerme mejor que nadie. Una pequeña victoria para usted.
Cogió el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche y puso la alarma para una hora más tarde. Mi regalo, esa hora de poder disfrutar de usted a mi manera, había empezado.
Me acerqué a la cama y me arrodillé. Tomé su mano izquierda entre las mías y froté mi mejilla sobre su palma, con los ojos cerrados, con un carrusel de imágenes y recuerdos: esas manos acariciando mi pelo, a veces transformadas en un puño que me tiraba de él, suave pero firmemente. Esas manos que comprobaban si realmente me hacía agua, rozando mi entrepierna y hozando a veces con suavidad, a veces con dureza, comprobando, aunque ya lo sabe, que ante su presencia, me vuelvo de agua. Esas manos hábiles a la hora de azotar, acariciar, abofetear, sostener, apretar, marcar.
Con un leve suspiro dejo su mano y me levanto del suelo, para sentarme a su lado, en la cama. Empiezo a explorarle. Comienzo, cómo no, por inclinarme hacia su cabeza y atrapar el lóbulo de su oreja entre mis labios, succionando. Es lo más cercano a un beso que puedo darle, pues lo prohíben sus normas para este encuentro. Siento el roce suave de su barba en mi cara y con cada inspiración me voy llenando de su olor y lo disfruto. Mucho.
Dedico los siguientes minutos a recorrer su cuerpo. A tocar, rozar, lamer cada cicatriz, cada marca, cada pliegue. A veces me inclino y atrapo un pequeño pellizco de piel con suavidad entre mis labios, dejando que mi lengua aletee sobre él. Su sabor. Sus sabores.
Mi mano desciende hacia su pubis. No, no es lo que usted espera. Quiero comprobar algo que espero funcione. Mi dedo índice se desplaza hacia su ingle, recorriéndola, buscando el punto exacto donde apretar y acariciar. MIentras lo hago, no despego mi mirada de sus ojos. Al cabo de unos segundos, encuentro el lugar. Humedezco la yema de mi dedo con mi saliva y vuelvo a llevarlo a ese lugar. Y presiono levemente, al tiempo que acaricio esa dureza semioculta bajo la piel. Observo su mirada de sorpresa y siento un instante de plena felicidad al ver que desconocía ese punto tan placentero de su cuerpo. Sigo frotando y presionando, a veces con suavidad, lentamente, para pasar a hacerlo de repente con más rapidez. Su respiración se agita y sus caderas se retuercen un poco hacia mí. Sé exactamente lo que está usted sintiendo. Esa ansiedad, esa necesidad sin nombre, intensa.
Aparto mi mano y sigo explorándole, bajando por su pierna, rozando sus pies, que me encantaría besar, pero que no puedo. Subo por la otra pierna hasta llegar a la ingle y encontrar el punto simétrico al que he acariciado. La reacción es más suave en ese lado. Anoto mentalmente que el lado izquierdo es el más sensible. No creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta, pero por si acaso...
Me pongo de pie, coloco la segunda almohada bajo sus caderas, para que queden ligeramente elevadas. Un vistazo al reloj del móvil me indica que me he pasado más de la mitad de mi tiempo recorriéndole.
Me quito las bragas y subo mi falda hasta la cintura. Me pongo a horcajadas sobre su cuerpo, apoyada en mis rodillas. Mi mirada busca la suya. Desciendo suavemente, buscando el roce con su pubis. Me inclino hacia adelante, apoyándome en mis manos. A cuatro patas, como a usted tanto le gusta tenerme. Mi cabeza desciende hacia su pecho. Atrapo un pezón entre mis dientes y tironeo de él, mientras mis caderas siguen acariciándole, rozándole. Pienso que ojalá le hubiera pedido algo más de tiempo pero es demasiado tarde para eso. Me separo de su pecho, a desgana. Mi mirada vuelve a buscar la suya. Introduzco una mano entre mis piernas, para guiarle hacia la entrada de mi cuerpo. Sólo tengo que moverme hacia abajo y estará dentro de mí. El impulso de empalarme es casi inevitable, me estremezco y me niego ese placer. Sólo entra la punta, provocando ese cosquilleo tan familiar, ese prurito que sólo se calma con sus embates. Me muerdo el labio inferior. Y comienzo a bajar, despacio, muy despacio. Siento el roce de piel contra piel. Esa deliciosa dureza que me lleva al borde de lo que sería mi primer orgasmo, pero que tengo prohibido. Otra de sus normas para este encuentro.
Usted lee en mí con total facilidad, ha sido así desde el primer momento. Y sabe lo que estoy sintiendo, sabe la lucha que tengo conmigo misma para mantener el control y no dejarme llevar.
Cuando está dentro por completo y sin apartar mi mirada de la suya, le aprieto por dentro, cálida, húmeda. En ese instante me concentro en darle todo el placer que me sea posible. Muevo ligeramente mis caderas en círculo, en un intento que espero no sea en vano, de aumentar sus sensaciones. Sin dejar de apretarle, levanto mi cuerpo, para que la presión le recorra de la base a la punta. Relajo mis músculos y esta vez, sí, nada de suavidad, me empalo sobre usted con un único y firme movimiento. Sus labios se separan y jadea levemente. Mis caderas se mueven adelante y atrás, con una cadencia lenta.
Con un sordo gruñido, levanta su torso hacia mí y sus manos levantan mi blusa y sacan mis pechos por encima del sujetador. Se aferra a ellos con intensidad. Sé que me dejará la marca de sus dedos en mi piel. Otro regalo que me hace. Aprieta mis pechos y pinza con sus dedos mis pezones, lo cual hace que mis movimientos se aceleren ligeramente. Nuestras miradas parecen mantener un duelo, que sé perdido de antemano. Usted celebra mi derrota cogiendo mis caderas y marcando el ritmo que desea. Me muevo sobre usted cada vez más rápido. Me cuesta no dejarme llevar, una lágrima se desliza por mi mejilla. Usted jadea y gruñe, música para mis oídos, mientras sus dedos se clavan en mis caderas, exigiendo lo que sabe que sólo es para usted, tomando lo que es suyo. Muerdo con más fuerza mi labio inferior a la vez que aumento el ritmo de mis movimientos. Con un gruñido sordo, levanta sus caderas y empuja las mías hacia abajo, vaciándose en mi interior.
No quiero separame aún. Pero mi sexo boquea, deliciosamente frustrado, y noto cómo el suyo se desliza fuera de mí, húmedo y ahíto. Y ese roce inesperado casi provoca que me corra. Me estremezco con fuerza y reprimo el placer.
Me quedan sólo cinco minutos. Voy al baño y vuelvo con dos toallas, una humedecida y la otra seca. Paso la toalla húmeda por su cara, refrescándole. Bajo por el pecho y limpio su pubis con delicadeza, con mimo, antes de secarle.
Dedico los últimos segundos de mi regalo para volver a rozar la palma de su mano con mi mejilla. Suena la alarma. Me arrodillo, sentada sobre mis talones, al lado de la cama. Escucho sus movimientos al levantarse y alejarse hasta el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Vuelve a la habitación, se viste. Mi mirada sigue baja, fijada en el suelo.
Se para ante mí. Veo sus pies. Se inclina y levanta mi cabeza, empujando mi barbilla hacia arriba con un dedo. Siento que me sonrojo y me cuesta mirarle. Acerca su cara a la mía, sonríe con esa sonrisa pícara y maliciosa tan suya y me dice: "Ahora me toca a mí"
Y sí, tras sopesarlo detenidamente, accedió a regalarme lo que le había pedido. Pero con condiciones, sus condiciones. Había transformado mi regalo en una especie de reto. Y me conocía lo suficiente para saber que no me iba a arredrar ante ello.
Esa tarde, al entrar en la habitación del hotel, le encontré desnudo sobre la cama, esperando. Sentí una pequeña punzada de decepción al darme cuenta de que me había privado de "desenvolver" mi regalo, de disfrutar el desnudarle poco a poco, sustituyendo el roce de las prendas por caricias de mis manos. Y usted lo notó, porque sabe leerme mejor que nadie. Una pequeña victoria para usted.
Cogió el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche y puso la alarma para una hora más tarde. Mi regalo, esa hora de poder disfrutar de usted a mi manera, había empezado.
Me acerqué a la cama y me arrodillé. Tomé su mano izquierda entre las mías y froté mi mejilla sobre su palma, con los ojos cerrados, con un carrusel de imágenes y recuerdos: esas manos acariciando mi pelo, a veces transformadas en un puño que me tiraba de él, suave pero firmemente. Esas manos que comprobaban si realmente me hacía agua, rozando mi entrepierna y hozando a veces con suavidad, a veces con dureza, comprobando, aunque ya lo sabe, que ante su presencia, me vuelvo de agua. Esas manos hábiles a la hora de azotar, acariciar, abofetear, sostener, apretar, marcar.
Con un leve suspiro dejo su mano y me levanto del suelo, para sentarme a su lado, en la cama. Empiezo a explorarle. Comienzo, cómo no, por inclinarme hacia su cabeza y atrapar el lóbulo de su oreja entre mis labios, succionando. Es lo más cercano a un beso que puedo darle, pues lo prohíben sus normas para este encuentro. Siento el roce suave de su barba en mi cara y con cada inspiración me voy llenando de su olor y lo disfruto. Mucho.
Dedico los siguientes minutos a recorrer su cuerpo. A tocar, rozar, lamer cada cicatriz, cada marca, cada pliegue. A veces me inclino y atrapo un pequeño pellizco de piel con suavidad entre mis labios, dejando que mi lengua aletee sobre él. Su sabor. Sus sabores.
Mi mano desciende hacia su pubis. No, no es lo que usted espera. Quiero comprobar algo que espero funcione. Mi dedo índice se desplaza hacia su ingle, recorriéndola, buscando el punto exacto donde apretar y acariciar. MIentras lo hago, no despego mi mirada de sus ojos. Al cabo de unos segundos, encuentro el lugar. Humedezco la yema de mi dedo con mi saliva y vuelvo a llevarlo a ese lugar. Y presiono levemente, al tiempo que acaricio esa dureza semioculta bajo la piel. Observo su mirada de sorpresa y siento un instante de plena felicidad al ver que desconocía ese punto tan placentero de su cuerpo. Sigo frotando y presionando, a veces con suavidad, lentamente, para pasar a hacerlo de repente con más rapidez. Su respiración se agita y sus caderas se retuercen un poco hacia mí. Sé exactamente lo que está usted sintiendo. Esa ansiedad, esa necesidad sin nombre, intensa.
Aparto mi mano y sigo explorándole, bajando por su pierna, rozando sus pies, que me encantaría besar, pero que no puedo. Subo por la otra pierna hasta llegar a la ingle y encontrar el punto simétrico al que he acariciado. La reacción es más suave en ese lado. Anoto mentalmente que el lado izquierdo es el más sensible. No creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta, pero por si acaso...
Me pongo de pie, coloco la segunda almohada bajo sus caderas, para que queden ligeramente elevadas. Un vistazo al reloj del móvil me indica que me he pasado más de la mitad de mi tiempo recorriéndole.
Me quito las bragas y subo mi falda hasta la cintura. Me pongo a horcajadas sobre su cuerpo, apoyada en mis rodillas. Mi mirada busca la suya. Desciendo suavemente, buscando el roce con su pubis. Me inclino hacia adelante, apoyándome en mis manos. A cuatro patas, como a usted tanto le gusta tenerme. Mi cabeza desciende hacia su pecho. Atrapo un pezón entre mis dientes y tironeo de él, mientras mis caderas siguen acariciándole, rozándole. Pienso que ojalá le hubiera pedido algo más de tiempo pero es demasiado tarde para eso. Me separo de su pecho, a desgana. Mi mirada vuelve a buscar la suya. Introduzco una mano entre mis piernas, para guiarle hacia la entrada de mi cuerpo. Sólo tengo que moverme hacia abajo y estará dentro de mí. El impulso de empalarme es casi inevitable, me estremezco y me niego ese placer. Sólo entra la punta, provocando ese cosquilleo tan familiar, ese prurito que sólo se calma con sus embates. Me muerdo el labio inferior. Y comienzo a bajar, despacio, muy despacio. Siento el roce de piel contra piel. Esa deliciosa dureza que me lleva al borde de lo que sería mi primer orgasmo, pero que tengo prohibido. Otra de sus normas para este encuentro.
Usted lee en mí con total facilidad, ha sido así desde el primer momento. Y sabe lo que estoy sintiendo, sabe la lucha que tengo conmigo misma para mantener el control y no dejarme llevar.
Cuando está dentro por completo y sin apartar mi mirada de la suya, le aprieto por dentro, cálida, húmeda. En ese instante me concentro en darle todo el placer que me sea posible. Muevo ligeramente mis caderas en círculo, en un intento que espero no sea en vano, de aumentar sus sensaciones. Sin dejar de apretarle, levanto mi cuerpo, para que la presión le recorra de la base a la punta. Relajo mis músculos y esta vez, sí, nada de suavidad, me empalo sobre usted con un único y firme movimiento. Sus labios se separan y jadea levemente. Mis caderas se mueven adelante y atrás, con una cadencia lenta.
Con un sordo gruñido, levanta su torso hacia mí y sus manos levantan mi blusa y sacan mis pechos por encima del sujetador. Se aferra a ellos con intensidad. Sé que me dejará la marca de sus dedos en mi piel. Otro regalo que me hace. Aprieta mis pechos y pinza con sus dedos mis pezones, lo cual hace que mis movimientos se aceleren ligeramente. Nuestras miradas parecen mantener un duelo, que sé perdido de antemano. Usted celebra mi derrota cogiendo mis caderas y marcando el ritmo que desea. Me muevo sobre usted cada vez más rápido. Me cuesta no dejarme llevar, una lágrima se desliza por mi mejilla. Usted jadea y gruñe, música para mis oídos, mientras sus dedos se clavan en mis caderas, exigiendo lo que sabe que sólo es para usted, tomando lo que es suyo. Muerdo con más fuerza mi labio inferior a la vez que aumento el ritmo de mis movimientos. Con un gruñido sordo, levanta sus caderas y empuja las mías hacia abajo, vaciándose en mi interior.
No quiero separame aún. Pero mi sexo boquea, deliciosamente frustrado, y noto cómo el suyo se desliza fuera de mí, húmedo y ahíto. Y ese roce inesperado casi provoca que me corra. Me estremezco con fuerza y reprimo el placer.
Me quedan sólo cinco minutos. Voy al baño y vuelvo con dos toallas, una humedecida y la otra seca. Paso la toalla húmeda por su cara, refrescándole. Bajo por el pecho y limpio su pubis con delicadeza, con mimo, antes de secarle.
Dedico los últimos segundos de mi regalo para volver a rozar la palma de su mano con mi mejilla. Suena la alarma. Me arrodillo, sentada sobre mis talones, al lado de la cama. Escucho sus movimientos al levantarse y alejarse hasta el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Vuelve a la habitación, se viste. Mi mirada sigue baja, fijada en el suelo.
Se para ante mí. Veo sus pies. Se inclina y levanta mi cabeza, empujando mi barbilla hacia arriba con un dedo. Siento que me sonrojo y me cuesta mirarle. Acerca su cara a la mía, sonríe con esa sonrisa pícara y maliciosa tan suya y me dice: "Ahora me toca a mí"
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