domingo, 25 de junio de 2023

Despedidas

Echo un vistazo a las últimas cajas que quedan en el suelo del dormitorio, haciendo más evidente el vacío que me rodea esta última noche.

La mayoría de mis pertenencias ya están en el que será mi nuevo hogar, sólo queda lo básico para pasar esta noche y esa caja que dormitaba en el fondo del armario.

Me siento en el suelo desnudo, cruzando mis piernas y abriendo con un sentimiento agridulce, las alas de cartón que la mantuvieron cerrada tantos años.

Saco una caja de zapatos. Sonrío al ver los objetos que hay dentro. Un pequeño cilindro de lata, con el dibujo de un monito. La abro para sacar el pañuelo que guarda en su interior. Lo acerco a mi nariz, aún sabiendo que el olor se ha disipado hace mucho tiempo. Me sorprende el latir acelerado de mi corazón, un eco de lo que sentí cuando la caja llegó a mis manos, casi dos décadas atrás. Su olor, su colonia, una parte suya, algo que había tenido entre sus manos y que ahora tocaba yo. Qué tonta, qué maravillosa y estúpidamente tonta era. Pero no me arrepiento, porque disfruté cada momento, bueno y malo, de esa primera experiencia catastrófica.

Un libro de poemas. Un collar de cuero, marrón claro, delgado. Unas revistas con fotos suyas. La de veces que acaricié cada página y cada imagen, para sentirle un poquito más cerca aún.

Vuelvo a meter todo en la caja de zapatos y la cierro. De la caja grande saco ahora otra más pequeña y pesada. La primera era la caja de la ilusión inocente, de la ignorancia. Esta es la caja de la experiencia. No sonrío al abrirla. Un collar grueso, negro, con varias argollas.Una correa corta, haciendo juego, con un lazo en el extremo por el que pasar la mano... o con el que azotar, si fuera preciso. Una camiseta verde, arrugada. Mejor no la acerco a la nariz, porque recuerdo exactamente cómo estaba cuando la guardé. Sólo guardo una imagen, un recuerdo: mi piel marcada.

Una tercera caja, la de los juguetes. Floggers de distintos tamaños y colores, unos para acariciar, otros para azotar. La lengüeta de la fusta que rompió al usarla conmigo. Aún me ruborizo al recordarlo. El pequeño bote de vidrio con las cayenas. Instintivamente me echo atrás al verlas, qué dolor, qué picor, nunca más. Pinzas. Un rotulador indeleble. Más sonrisas, más rubor. Un par de consoladores metidos en sus cajas. Unas bolas chinas negras. Más recuerdos, más sonrisas.

La última caja es la caja del dolor. No tiene juguetes, ni collares, ni parafernalia de BDSM. Tiene una pulsera de cuero color morado. Un ticket de una pizzería. Un cubo de Rubik. Una postal de un paisaje verde, sin escribir. Un reloj de pulsera con la correa medio enmohecida. Un estuche para gafas, vacío. Un trozo de papel. Unas llaves.

Estoy rodeada de mis recuerdos, de mi pasado más cercano. De mis vivencias más extremas, para bien y para mal. Mi piel recuerda mejor que mi memoria. Se me eriza el vello de los brazos y aprieto los músculos de mi vagina. Da igual que ya no exista nada de esto, da igual que esa parte estuviera cerrada durante años, la piel recuerda.

Vuelvo a meter las cajas en la grande. Me quedo mirándola durante un instante, regalándome unos minutos de revivir encuentros. Porque el tiempo ha suavizado lo malo y ha mantenido fresco lo bueno. Porque fue una época en la que me sentí viva, completa, orgullosa. En la que iba por la calle con la cabeza alta, contenta de ser y de sentir lo que era.

Cojo la caja entre mis brazos, casi acunándola y salgo al descansillo. Mientras espero el ascensor, sigo recordando retazos sueltos, conversaciones, caricias, colores y sabores. El hielo, la cera, la vara, su voz al teléfono, sus voces, sus deseos. Las horas de espera.

Salgo del edificio. Es noche cerrada, las farolas alumbran la acera con sus puntos de luz. Me acerco a los contenedores de basura y dejo la caja sobre uno de ellos. La acaricio por última vez, antes de abrir el de al lado y dejarla caer dentro.

Me quedo parada, mirando el contenedor sin verlo, sintiendo que he dejado atrás una parte de mí. La parte que quedará metida en un arcón de mi memoria, en lo más profundo, de donde quizás no vuelva a salir.

La pena me atenaza el corazón y parpadeo para evitar unas lágrimas tontas que asoman tímidamente a mis ojos. Levanto la cabeza y vuelvo hacia el edificio, hacia donde está ese lugar en el que pasaré la última noche de esta etapa de mi vida. Me propongo dejar los recuerdos atrás, como si quedaran metidos también en esa caja de cartón. Y con cada paso que me aleja de ella, voy recomponiendo la máscara de la que será mi vida, la mirada, la sonrisa y el gesto comedido que me acompañarán de ahora en adelante.

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