domingo, 25 de junio de 2023

Despedidas

Echo un vistazo a las últimas cajas que quedan en el suelo del dormitorio, haciendo más evidente el vacío que me rodea esta última noche.

La mayoría de mis pertenencias ya están en el que será mi nuevo hogar, sólo queda lo básico para pasar esta noche y esa caja que dormitaba en el fondo del armario.

Me siento en el suelo desnudo, cruzando mis piernas y abriendo con un sentimiento agridulce, las alas de cartón que la mantuvieron cerrada tantos años.

Saco una caja de zapatos. Sonrío al ver los objetos que hay dentro. Un pequeño cilindro de lata, con el dibujo de un monito. La abro para sacar el pañuelo que guarda en su interior. Lo acerco a mi nariz, aún sabiendo que el olor se ha disipado hace mucho tiempo. Me sorprende el latir acelerado de mi corazón, un eco de lo que sentí cuando la caja llegó a mis manos, casi dos décadas atrás. Su olor, su colonia, una parte suya, algo que había tenido entre sus manos y que ahora tocaba yo. Qué tonta, qué maravillosa y estúpidamente tonta era. Pero no me arrepiento, porque disfruté cada momento, bueno y malo, de esa primera experiencia catastrófica.

Un libro de poemas. Un collar de cuero, marrón claro, delgado. Unas revistas con fotos suyas. La de veces que acaricié cada página y cada imagen, para sentirle un poquito más cerca aún.

Vuelvo a meter todo en la caja de zapatos y la cierro. De la caja grande saco ahora otra más pequeña y pesada. La primera era la caja de la ilusión inocente, de la ignorancia. Esta es la caja de la experiencia. No sonrío al abrirla. Un collar grueso, negro, con varias argollas.Una correa corta, haciendo juego, con un lazo en el extremo por el que pasar la mano... o con el que azotar, si fuera preciso. Una camiseta verde, arrugada. Mejor no la acerco a la nariz, porque recuerdo exactamente cómo estaba cuando la guardé. Sólo guardo una imagen, un recuerdo: mi piel marcada.

Una tercera caja, la de los juguetes. Floggers de distintos tamaños y colores, unos para acariciar, otros para azotar. La lengüeta de la fusta que rompió al usarla conmigo. Aún me ruborizo al recordarlo. El pequeño bote de vidrio con las cayenas. Instintivamente me echo atrás al verlas, qué dolor, qué picor, nunca más. Pinzas. Un rotulador indeleble. Más sonrisas, más rubor. Un par de consoladores metidos en sus cajas. Unas bolas chinas negras. Más recuerdos, más sonrisas.

La última caja es la caja del dolor. No tiene juguetes, ni collares, ni parafernalia de BDSM. Tiene una pulsera de cuero color morado. Un ticket de una pizzería. Un cubo de Rubik. Una postal de un paisaje verde, sin escribir. Un reloj de pulsera con la correa medio enmohecida. Un estuche para gafas, vacío. Un trozo de papel. Unas llaves.

Estoy rodeada de mis recuerdos, de mi pasado más cercano. De mis vivencias más extremas, para bien y para mal. Mi piel recuerda mejor que mi memoria. Se me eriza el vello de los brazos y aprieto los músculos de mi vagina. Da igual que ya no exista nada de esto, da igual que esa parte estuviera cerrada durante años, la piel recuerda.

Vuelvo a meter las cajas en la grande. Me quedo mirándola durante un instante, regalándome unos minutos de revivir encuentros. Porque el tiempo ha suavizado lo malo y ha mantenido fresco lo bueno. Porque fue una época en la que me sentí viva, completa, orgullosa. En la que iba por la calle con la cabeza alta, contenta de ser y de sentir lo que era.

Cojo la caja entre mis brazos, casi acunándola y salgo al descansillo. Mientras espero el ascensor, sigo recordando retazos sueltos, conversaciones, caricias, colores y sabores. El hielo, la cera, la vara, su voz al teléfono, sus voces, sus deseos. Las horas de espera.

Salgo del edificio. Es noche cerrada, las farolas alumbran la acera con sus puntos de luz. Me acerco a los contenedores de basura y dejo la caja sobre uno de ellos. La acaricio por última vez, antes de abrir el de al lado y dejarla caer dentro.

Me quedo parada, mirando el contenedor sin verlo, sintiendo que he dejado atrás una parte de mí. La parte que quedará metida en un arcón de mi memoria, en lo más profundo, de donde quizás no vuelva a salir.

La pena me atenaza el corazón y parpadeo para evitar unas lágrimas tontas que asoman tímidamente a mis ojos. Levanto la cabeza y vuelvo hacia el edificio, hacia donde está ese lugar en el que pasaré la última noche de esta etapa de mi vida. Me propongo dejar los recuerdos atrás, como si quedaran metidos también en esa caja de cartón. Y con cada paso que me aleja de ella, voy recomponiendo la máscara de la que será mi vida, la mirada, la sonrisa y el gesto comedido que me acompañarán de ahora en adelante.

jueves, 15 de junio de 2023

Me hace agua 2.0

"Ahora me toca a mí"... esas palabras permanecieron suspendidas entre ambos, unos segundos. Su tono era serio, casi frío. Aunque, la verdad, con él nunca se sabía. Le gustaba mucho jugar al despiste, la ironía, la retranca gallega. De todas formas, pronto sabría.

El silencio se alargó. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación de paz que siempre aparecía en los silencios compartidos. Me sobresaltó ligeramente el sonido que hizo al desplazarse. Miré de reojo y vi que se había sentado en el borde de la cama. Esperé.

"Ven"

Me levanté, notando las piernas un poco rígidas. Me acerqué hasta situarme frente a él, la mirada baja. Él tomó mi mano y tiró de mí hacia abajo, al tiempo que con la otra volvía a subir mi falda por atrás. Lo entendí perfectamente y me coloqué boca abajo, sobre su regazo.

Apoyó la palma de una mano sobre mi nuca y la mantuvo ahí, como si la hubiera colocado sobre un reposabrazos. Después de un rato, sentí sus dedos internarse entre mi pelo, las yemas acariciando mi cabeza, suave y lentamente. Sonreí de puro placer. Deslizó la mano hacia abajo, por la parte posterior de mi cuello y después resiguiendo mi columna, por encima de mi blusa. Y después hacia arriba de nuevo, hasta encontrarse de nuevo con mi cabello. Pero esa vez no hubo caricia suave, esa vez tomó un mechón en su puño y apretó, tirando de él con firmeza, haciendo que mi cabeza se levantara con cierta brusquedad. En esa postura, sentí su mano libre posarse sobre mi trasero expuesto. Metió la palma de la mano entre mis piernas, que quedó tan pegajosa como estaban mis muslos después de "mi regalo".

Frotó la mano sobre mi trasero, como si quisiera limpiársela. E inesperadamente, el primer azote. La sorpresa me hizo respingar y sentí el tirón de mi pelo, a pesar de que él no había movido esa mano. Una caricia hacia mi cadera, un ligero pellizco, lo suficiente para dejar una marca rosada y otro azote. Esta vez no moví la cabeza, pero fue él quien tiró un poco más de mi pelo. Me soltó, con brusquedad, para colocar la mano en la parte trasera de mi cuello.

Sentía su mirada de una forma casi física. Esperaba, no sabía el qué. Y llegó. Una lluvia de azotes, metódicos, fuertes, sonoros, con una cadencia lenta pero continua, de quien sabe lo que quiere y cómo lo quiere. Su respiración se agitaba por momentos, al compás de los golpes. Su mano férrea apretando ligeramente mi cuello, la otra coloreando mi piel, despertando el picor de los golpes, calentando mi cuerpo.

Todo terminó tan repentinamente como había comenzado. Sentía mi culo caliente, muy caliente. Me soltó y me empujó con suavidad hacia el suelo, donde quedé medio tumbada, a sus pies. Se inclinó hacia adelante, pasando su mano sobre mi cabeza, murmurando "criaturilla".

Sonreí de oreja a oreja, como él sabía que sucedería.

"Vamos!" Por el tono en que lo dijo, entendí que era hora de recoger e irnos. Me puse en pie, arreglé mi ropa lo buenamente que pude, me puse las bragas, tomé el bolso... él esperaba junto a la puerta. La abrió para que saliera. En el pasillo, antes de volver a cerrarla, echó un vistazo al interior y murmuró "Sí, una buenisima tarde!!!". Sonriente, con el calor de sus manos aún en mi piel, me despedí en ese pasillo de hotel, diciéndole "Es usted maravilloso"

martes, 13 de junio de 2023

Me hace agua

Me preguntó qué quería como regalo de cumpleaños. Cuando se lo dije, se sorprendió y sus labios se curvaron en una de esas sonrisas suyas tan pícaras. Algo se le había ocurrido, lo cual era bueno porque significaba que posiblemente me concediera mi deseo, pero no dejaba de ser preocupante la divertida malicia de su mirada.

Y sí, tras sopesarlo detenidamente, accedió a regalarme lo que le había pedido. Pero con condiciones, sus condiciones. Había transformado mi regalo en una especie de reto. Y me conocía lo suficiente para saber que no me iba a arredrar ante ello.

Esa tarde, al entrar en la habitación del hotel, le encontré desnudo sobre la cama, esperando. Sentí una pequeña punzada de decepción al darme cuenta de que me había privado de "desenvolver" mi regalo, de disfrutar el desnudarle poco a poco, sustituyendo el roce de las prendas por caricias de mis manos. Y usted lo notó, porque sabe leerme mejor que nadie. Una pequeña victoria para usted.

Cogió el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche y puso la alarma para una hora más tarde. Mi regalo, esa hora de poder disfrutar de usted a mi manera, había empezado.

Me acerqué a la cama y me arrodillé. Tomé su mano izquierda entre las mías y froté mi mejilla sobre su palma, con los ojos cerrados, con un carrusel de imágenes y recuerdos: esas manos acariciando mi pelo, a veces transformadas en un puño que me tiraba de él, suave pero firmemente. Esas manos que comprobaban si realmente me hacía agua, rozando mi entrepierna y hozando a veces con suavidad, a veces con dureza, comprobando, aunque ya lo sabe, que ante su presencia, me vuelvo de agua. Esas manos hábiles a la hora de azotar, acariciar, abofetear, sostener, apretar, marcar.

Con un leve suspiro dejo su mano y me levanto del suelo, para sentarme a su lado, en la cama. Empiezo a explorarle. Comienzo, cómo no, por inclinarme hacia su cabeza y atrapar el lóbulo de su oreja entre mis labios, succionando. Es lo más cercano a un beso que puedo darle, pues lo prohíben sus normas para este encuentro. Siento el roce suave de su barba en mi cara y con cada inspiración me voy llenando de su olor y lo disfruto. Mucho.

Dedico los siguientes minutos a recorrer su cuerpo. A tocar, rozar, lamer cada cicatriz, cada marca, cada pliegue. A veces me inclino y atrapo un pequeño pellizco de piel con suavidad entre mis labios, dejando que mi lengua aletee sobre él. Su sabor. Sus sabores.

Mi mano desciende hacia su pubis. No, no es lo que usted espera. Quiero comprobar algo que espero funcione. Mi dedo índice se desplaza hacia su ingle, recorriéndola, buscando el punto exacto donde apretar y acariciar. MIentras lo hago, no despego mi mirada de sus ojos. Al cabo de unos segundos, encuentro el lugar. Humedezco la yema de mi dedo con mi saliva y vuelvo a llevarlo a ese lugar. Y presiono levemente, al tiempo que acaricio esa dureza semioculta bajo la piel. Observo su mirada de sorpresa y siento un instante de plena felicidad al ver que desconocía ese punto tan placentero de su cuerpo. Sigo frotando y presionando, a veces con suavidad, lentamente, para pasar a hacerlo de repente con más rapidez. Su respiración se agita y sus caderas se retuercen un poco hacia mí. Sé exactamente lo que está usted sintiendo. Esa ansiedad, esa necesidad sin nombre, intensa.

Aparto mi mano y sigo explorándole, bajando por su pierna, rozando sus pies, que me encantaría besar, pero que no puedo. Subo por la otra pierna hasta llegar a la ingle y encontrar el punto simétrico al que he acariciado. La reacción es más suave en ese lado. Anoto mentalmente que el lado izquierdo es el más sensible. No creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta, pero por si acaso...

Me pongo de pie, coloco la segunda almohada bajo sus caderas, para que queden ligeramente elevadas. Un vistazo al reloj del móvil me indica que me he pasado más de la mitad de mi tiempo recorriéndole.

Me quito las bragas y subo mi falda hasta la cintura. Me pongo a horcajadas sobre su cuerpo, apoyada en mis rodillas. Mi mirada busca la suya. Desciendo suavemente, buscando el roce con su pubis. Me inclino hacia adelante, apoyándome en mis manos. A cuatro patas, como a usted tanto le gusta tenerme. Mi cabeza desciende hacia su pecho. Atrapo un pezón entre mis dientes y tironeo de él, mientras mis caderas siguen acariciándole, rozándole. Pienso que ojalá le hubiera pedido algo más de tiempo pero es demasiado tarde para eso. Me separo de su pecho, a desgana. Mi mirada vuelve a buscar la suya. Introduzco una mano entre mis piernas, para guiarle hacia la entrada de mi cuerpo. Sólo tengo que moverme hacia abajo y estará dentro de mí. El impulso de empalarme es casi inevitable, me estremezco y me niego ese placer. Sólo entra la punta, provocando ese cosquilleo tan familiar, ese prurito que sólo se calma con sus embates. Me muerdo el labio inferior. Y comienzo a bajar, despacio, muy despacio. Siento el roce de piel contra piel. Esa deliciosa dureza que me lleva al borde de lo que sería mi primer orgasmo, pero que tengo prohibido. Otra de sus normas para este encuentro.

Usted lee en mí con total facilidad, ha sido así desde el primer momento. Y sabe lo que estoy sintiendo, sabe la lucha que tengo conmigo misma para mantener el control y no dejarme llevar.

Cuando está dentro por completo y sin apartar mi mirada de la suya, le aprieto por dentro, cálida, húmeda. En ese instante me concentro en darle todo el placer que me sea posible. Muevo ligeramente mis caderas en círculo, en un intento que espero no sea en vano, de aumentar sus sensaciones. Sin dejar de apretarle, levanto mi cuerpo, para que la presión le recorra de la base a la punta. Relajo mis músculos y esta vez, sí, nada de suavidad, me empalo sobre usted con un único y firme movimiento. Sus labios se separan y jadea levemente. Mis caderas se mueven adelante y atrás, con una cadencia lenta.

Con un sordo gruñido, levanta su torso hacia mí y sus manos levantan mi blusa y sacan mis pechos por encima del sujetador. Se aferra a ellos con intensidad. Sé que me dejará la marca de sus dedos en mi piel. Otro regalo que me hace. Aprieta mis pechos y pinza con sus dedos mis pezones, lo cual hace que mis movimientos se aceleren ligeramente. Nuestras miradas parecen mantener un duelo, que sé perdido de antemano. Usted celebra mi derrota cogiendo mis caderas y marcando el ritmo que desea. Me muevo sobre usted cada vez más rápido. Me cuesta no dejarme llevar, una lágrima se desliza por mi mejilla. Usted jadea y gruñe, música para mis oídos, mientras sus dedos se clavan en mis caderas, exigiendo lo que sabe que sólo es para usted, tomando lo que es suyo. Muerdo con más fuerza mi labio inferior a la vez que aumento el ritmo de mis movimientos. Con un gruñido sordo, levanta sus caderas y empuja las mías hacia abajo, vaciándose en mi interior.

No quiero separame aún. Pero mi sexo boquea, deliciosamente frustrado, y noto cómo el suyo se desliza fuera de mí, húmedo y ahíto. Y ese roce inesperado casi provoca que me corra. Me estremezco con fuerza y reprimo el placer.

Me quedan sólo cinco minutos. Voy al baño y vuelvo con dos toallas, una humedecida y la otra seca. Paso la toalla húmeda por su cara, refrescándole. Bajo por el pecho y limpio su pubis con delicadeza, con mimo, antes de secarle.

Dedico los últimos segundos de mi regalo para volver a rozar la palma de su mano con mi mejilla. Suena la alarma. Me arrodillo, sentada sobre mis talones, al lado de la cama. Escucho sus movimientos al levantarse y alejarse hasta el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Vuelve a la habitación, se viste. Mi mirada sigue baja, fijada en el suelo.

Se para ante mí. Veo sus pies. Se inclina y levanta mi cabeza, empujando mi barbilla hacia arriba con un dedo. Siento que me sonrojo y me cuesta mirarle. Acerca su cara a la mía, sonríe con esa sonrisa pícara y maliciosa tan suya y me dice: "Ahora me toca a mí"

A tres bandas

ÉL

Todo empezó aquella noche de sábado en que S me invitó a cenar en su casa. Nos conocimos en un evento de bondage y sentimos una afinidad inmediata, que con el tiempo se transformó en una sólida amistad.

En esa ocasión acudí solo, sin mi una, que tenía compromisos familiares ineludibles.

Lo primero que sentí al verla fue sorpresa. No esperaba encontrar una desconocida. Miraba a un lado y otro como con cierto temor, tímidamente, aferrada a su bebida como si fuera un arma defensiva. Su actitud me hizo sonreír. pet, la sumisa de S se acercó a ella y se pusieron a charlar. Observé cómo su cuerpo se relajaba levemente.

"Es la mejor amiga de pet. Se enteró hace poco de nuestra forma de vivir y sentir la relación y tiene curiosidad. pet me preguntó si podía traerla, para que viera de primera mano cómo es todo, que no somos ni multimillonarios con helicóptero ni monstruos asesinos. Es una lástima que una no haya podido venir, porque después de la cena tengo pensado una sesión light con pet y hubiera estado bien vuestra participación"

Cenamos, charlando, como siempre, de los temas que iban surgiendo. La desconocida apenas dijo cinco palabras en todo el tiempo. Me fascinaba su mirada furtiva, tímida pero curiosa al tiempo.

Tras la cena, bajamos al sótano, que S tiene dividido en dos zonas completamente distintas: una para garaje y la otra como sala de juegos. Indicó a su invitada un sillón situado contra la pared del fondo, desde el cual tenía una vista completa del lugar. Ella se sentó y empezó a juguetear con sus dedos, cruzándolos, tocando los de una mano con la otra y en ocasiones, hasta pellizcando suavemente el monte de Venus de la palma.

S es un experto en el uso del látigo, pero en esa ocasión prefirió utilizar algo más suave, creyéndolo más apropiado para el primer contacto de una neófita. Hizo un gesto con la cabeza a pet, quien entendió la orden perfectamente y se desnudó sin la menor vacilación, quedando solamente con el collar puesto. S la guió de la mano, cariñosamente, hasta el potro, donde hizo que se inclinara, con las piernas abiertas y separadas. Eché un vistazo a la amiga, que tenía la mirada fijada en la escena y la boca ligeramente abierta. Apenas pestañeaba y un suave color rosado había cubierto la piel de su rostro. Encantadora.

S comenzó acariciando la espalda desnuda de pet, con mimo, resiguiendo su columna vertebral desde el cuello hasta el final. La miraba como si sólo estuvieran ellos dos en el cuarto. Me sentí identificado, sabía cómo era estar así, esa excitación previa al inicio del uso, esa sensación de poder y agradecimiento mezclados en un solo sentimiento.

El sonido seco del primer azote hizo que la amiga se sobresaltara, por lo inesperado. S siguió azotando a pet a intervalos irregulares, alternando caricias con golpes dados con seguridad y fuerza. Al cabo de un rato se acercó a la amiga, la tomó de la mano y ella le siguió sin ofrecer resistencia. Parecía hipnotizada. La llevó hasta el potro. No le soltó la mano, sino que la guió hasta la entrepierna de pet, empujando sus dedos dentro de ella, para que comprobara el grado de excitación que sentía su sumisa. La amiga sacó los dedos y se quedó mirándolos estupefacta. Y entonces hizo algo que nos tomó completamente por sorpresa (y creo que a ella misma también). Se llevó los dedos a la nariz, para aspirar el olor, sacó la lengua y tocó tímidamente con ella la humedad de los dedos. S miró hacia mí, arqueando las cejas y yo sonreí, asintiendo con la cabeza. La amiga entonces extendió la mano hacia el culo de pet, rojo y caliente por los azotes, y lo acarició. De repente comenzó a llorar. S le dijo a pet que la tranquilizara y dimos por terminada la velada.

Al día siguiente S me llamó. La amiga de pet quería experimentar qué se sentía al someterse y ser usada. Y, sabiendo lo que hay por estos mundos, quería que fuera a manos de alguien que la valorara y cuidara. Y los dos habían pensado en mí.

Nunca antes me había planteado el tener más de una sumisa. Es cierto que en ocasiones había pensado en lo hermoso que sería tener a dos buenas perras, una correa en cada mano o a ambas sentadas en el suelo, una a cada lado. Pero eran sólo pensamientos. Estaba plenamente satisfecho con su una y era consciente del trabajo, energía y tiempo que había que dedicar a la relación, mucho más si en lugar de una sumisa, eran dos. Y estaba la cuestión de una... ¿cómo se lo tomaría una si llegara a planteárselo? Era un tema que no habían puesto sobre la mesa nunca antes, algo sin definir en la relación. Y era todo tan perfecto, habían trabajado ambos tanto para llegar a este punto, que, debía confesarlo, tenía miedo de estropearlo.

Debía pensarlo mucho y bien, tener las ideas muy claras, pensarlo en frío, analizarlo. Pero el recuerdo de esa mirada huidiza y de esa lengua tímida lamiendo sus dedos húmedos, le perseguía. Tenía que pensarlo.


una

Algo había pasado. Al principio pensó que eran cosas suyas, por haber estado unos días fuera de la ciudad por obligaciones familiares. Pero no. Algo sucede, algo importante, que ocupa su mente y le inquieta. No pregunto, sólo empeoraría las cosas. Si quiere contármelo, lo hará cuando lo considere oportuno. Así que espero, con un sentimiento de tristeza por verle así y no poder hacer nada, ni decir nada. Me esfuerzo aún más en seguir sus normas y hacer las cosas como a él le gustan.

Ha pasado casi una semana desde que volví y aún no hemos tenido ni una sesión. Le sirvo, como es mi obligación y mi placer, pero me sorprende esta falta de juegos, cuando él siempre ha sido muy activo en ello. El problema debe ser realmente grave si le ha afectado tanto.

Se queda mucho rato sentado, mirando fijamente la pantalla del ordenador, pero sin ver realmente lo que tiene delante. A sus pies, siento lo tenso y alterado que está.

Finalmente, casi diez días después de mi vuelta, me lo dice. Está planteándose el tomar otra sumisa. Me cuenta lo ocurrido en casa de S de una forma esquemática. La ausencia de detalles en su relato me hace sospechar que esa mujer le ha calado hondo. Tal vez sea el desafío que le plantea el iniciar a una neófita, el ir descubriendo juntos ese inicio de camino que para nosotros quedó atrás hace mucho tiempo ya.

Es más que evidente sus ganas de tomarla. Y lo entiendo. Pero... Mi cabeza zumba con un montón de pensamientos diversos a la vez: es su decisión, es su potestad, es lo que desea, debo desear lo que él desea, debo aceptar lo que le hace feliz. ¿Debo? ¿Realmente debo hacerlo, cuando es algo sobre lo que no hemos hablado ni tenemos acuerdo? Ella necesitará mucho más tiempo y atención, es normal. Tiempo que antes era para mí. Soy egoísta. No puedo ser egoísta. Él está primero, por encima. ¿Y yo? Yo estoy debajo, es mi sitio. Y ella puede darle cosas que yo no. La frescura del descubrimiento. Creía que yo era suficiente, creía que yo colmaba sus deseos, sus fantasías. Yo, yo, yo... siempre yo. Pero no puedo evitar pensarlo, sentirlo. Un pensamiento infantil se impone sobre los demás "No lo habíamos hablado nunca, es trampa!!"

Me siento mareada por ese torrente de pensamientos y sensaciones. Necesito tiempo, le pido tiempo para tratar el tema con la mente fría y las ideas claras. Ahora mismo ni sé lo que siento ni lo que quiero. Sí, sí sé lo que quiero. Quiero volver a antes, a donde hemos llegado trabajando y avanzando juntos. ¿Es esto otra forma de avanzar, otro paso adelante o es el momento en que hay que decidir si los caminos siguen o se separan? Y si yo hago mal pensando en mí (yo, mi tiempo, mis sensaciones, mi dolor), ¿acaso no lo es él también? ¿Tiene derecho a serlo por ser mi Amo? ¿Es eso cuidarme, es puro egoísmo o es una forma de hacerme avanzar en mi entrega? La entrega, ese maldito comodín cubierto de espinas.

Ahora soy yo quien se sienta con la mirada perdida, tensa, con pensamientos y sentimientos golpeándome sin piedad, pensando y aceptando ora una situación, ora la contraria. En unos días tengo que darle mi respuesta. Primero la respuesta, después los acuerdos que se consideraran pertinentes, en uno u otro sentido.

amiga

Paseo de un lado a otro de la habitación, nerviosa. No sé si me alegro o me arrepiento de haber aceptado la invitación a cenar aquel sábado. Me sentía cohibida, era todo tan normal... Una casita en las afueras, un hombre atento, educado, sonriente. Después de lo que pet (qué extraño llamarla así) me había contado de cómo vivía, cómo sentía, poco menos que esperaba entrar en una cueva oscura y me encontré en un comedor acogedor, luminoso. Aún así, sentía como un peso dentro de la barriga, una sensación ambigua de temor y curiosidad. Porque parecían muy felices y muy unidos. Observé que casi no les hacía falta hablar, que con un gesto de él, ella iba y venía, hacía y deshacía.

Pronto llegó el invitado. Sentí como si algo me golpeara en la cabeza al verle. No entendí y sigo sin entender, el motivo de esa sensación mareante. Como se suele decir vulgarmente, "no era mi tipo". En absoluto. Y sin embargo, notaba su vista fijada sobre mí en momentos puntuales, lo cual aumentaba mi nerviosismo. Mi mirada se sentía atraída hacia él, pero al mismo tiempo escapaba.

Tras la cena, al bajar al sótano, otro choque. Una pared con argollas a distintas alturas. Un armario ominosamente cerrado. ¿Eso que parecían cuerdas enrolladas eran látigos? Por Dios santo.

S hizo un gesto y pet se desnudó con total naturalidad. La llevó a no sé qué aparato y ella se inclinó, abriendo las piernas, culo en pompa. Él la acarició suavemente. Qué bonita la forma en que la miraba, como si fuera un tesoro o un milagro. Y sin esperarlo, zas! su mano cayó con todas las fuerzas en las nalgas de mi amiga, quien soltó un suave suspiro. A ese golpe sucedieron varios más. Me fascinaba la concentración de S en la tarea, el brillo de los ojos de mi amiga, el color que iba tomando la piel de sus nalgas. Pero sobre todo, sentía lo excitante que era ser observada por ese hombre.

Cuando S me llevó junto a pet y sentí lo mojada y húmeda que estaba, me olvidé de todo, sólo podía pensar en qué sentiría yo si estuviera en su lugar. Qué sentiría yo si ese desconocido que me miraba así me azotara, como a una niña rebelde, hasta dejarme la piel tan cálida y roja como la de pet. Sentí erizarse mis pezones contra el sujetador y dí gracias por la amplitud de mi ropa, que impedía que los demás se dieran cuenta de lo que me pasaba, de lo que sentía.

Y me encontré llorando, así, sin más. Me desbordó un sentimiento indefinido. pet me abrazó y me guió de vuelta al piso de arriba, en el que me sinceré con ella, con lo que había sentido, con lo que quería experimentar. Me dijo que hablaría con S

Y aquí estoy, hoy, el día en el que, diciéndolo dramáticamente, se decide mi futuro. El día en que recibiré una llamada diciéndome si soy aceptada o no. Tengo miedo. Tengo ganas. Tengo dudas, porque hay ya otra, una sumisa, alguien experimentado, que seguramente será capaz de satisfacerle, mientras que yo no tengo idea de nada. Qué nervios. El tiempo se ralentiza. Tengo ganas de romper algo, de tirar algo, de gritar.

Y por fin, suena el teléfono...