Sentada al volante del coche, vuelvo a consultar la dirección que me dio. La casita ante la que me
encuentro parece más un escenario de cuento de hadas que un restaurante. Sonrío al pensar que tiene su
punto de lógica que así sea, porque me ha ido trayendo hasta aquí con migas de curiosidad, al igual que
en el cuento los niños dejaban miguitas de pan.
Porque, debo reconocer, estoy aquí sólo por eso, por curiosidad. Desde el primer momento, él ha sido
para mí como un puzle que, con cada pieza encontrada, cambiara totalmente el dibujo que creía que
construiría.
Nos conocimos en una celebración de unos amigos comunes. En un momento determinado, me lo
encontré frente a mí, con una copa en la mano. Se presentó y no sé cómo, al cabo de un rato, estábamos
hablando de libros, películas, viajes... Fue una conversación ligera, entretenida, agradable. Sólo más
tarde, ya en casa, reviviéndola, me di cuenta de que más bien fue un monólogo, que me había pasado
todo el tiempo hablando, con apenas algún que otro comentario suyo. Había logrado, aparentemente sin
esfuerzo, que me abriera y relajara. No puedo decir que me gustara, porque me gusta tener autocontrol,
odio dejarme llevar.
Me llamó unos días más tarde. Sin motivo, aparentemente. Y otra vez la conversación se alargó durante
más de una hora, como si fuera lo más normal del mundo. En cierto modo, al cabo de un tiempo, sí se
convirtió en algo normal, ya que no pasaban más de tres días sin que me llamara. Más o menos a la
misma hora. Me irritaba encontrarme mirando el reloj, como si estuviera esperando esa llamada.
Cuando pasaron cuatro días sin tener noticias suyas, me encogí de hombros mentalmente, pensando que
ya se habría cansado de escucharme o que habría encontrado algo mejor que hacer. Tal vez alguien más
abierto y dispuesto que yo. "No pasa nada, ni que me importara hablar con él o no. Paso de comerme la
cabeza."
El sexto día, al llegar la hora de la llamada, estaba paseando de un lado a otro del salón, con ganas de
romper cosas contra la pared, o de gritar o de hacer ambas cosas al mismo tiempo. Me sentía irritada
por no tener noticias suyas y ese sentimiento me hacía enfadarme más conmigo misma y así en bucle.
"No pienso llamarle. Ni loca. ¿Para qué?" "Tal vez está enfermo, tal vez ha tenido un accidente, quizás
debería llamar para asegurarme de que está bien"
Y ese sexto día, justo cuando cogí mi teléfono para marcar su número, sonó. Era él. Con su tono
calmado, como si no hubiera pasado nada. Porque realmente, no había pasado nada. No había ninguna
ley que le obligara a llamarme casi a diario. Cerré los ojos. Noté una amplia sonrisa en mi cara. Seré
idiota...
En lugar de una larga charla,como era habitual, me invitó a cenar en un lugar especial, el sábado
siguiente. Me encontré aceptando la invitación antes siquiera de pararme a pensar en ello. Me dijo que
me enviaría un mensaje con la dirección y colgó.
Me quedé sorprendida, mirando el móvil. Enfadada. Por su brusca forma de despedirse, porque no iba a
recogerme para llevarme a cenar, porque hablar con él me hizo sentir muy bien....
Mantuve mi enfado vivo hasta el sábado. Nada de acicalarme con esmero o buscar ropa especial.
Cómoda, sin apenas maquillaje, que no pensara que me había pasado el tiempo preparándome.
Y aquí estoy, frente a una casita de cuento de hadas, con su verja blanca, su jardín y sus contraventanas
de madera abiertas, por las que escapa una cálida luz dorada desde el interior.
Voy caminando hacia la puerta, que se abre justo cuando llego ante ella. La idea de que alguien
estuviera mirándome mientras recordaba me incomodó un poco. Una mujer, vestida de una forma mil
veces más elegante que yo, me indicó que pasara, con una amplia sonrisa de bienvenida. En ese justo
momento, entró él. "Qué coordinados" pensé.
Atravesamos un salón con varias mesas para dos o cuatro comensales. Algunas estaban ocupadas, pero
nadie pareció percatarse de nuestro paso por el comedor. La atmósfera era cálida, serena. Me gustó el
sitio.
Para mi sorpresa, en lugar de sentarnos en el comedor, fuimos a una pequeña estancia, un cuartito en el
que ya estaba dispuesta nuestra mesa.
Durante la cena pasó lo que nos pasaba siempre: charla, risas y anécdotas, sobre todo por mi parte.
Parecía que cuanto más quería cerrarme, más huecos encontraba él para hacer que me abriera. Se
acercaba ya el final, casi la hora del postre, cuando algo, no sé el qué, cambió.
De repente, me costaba hablar, balbuceaba. Me sentía incapaz de mirarle a la cara y, cuando por fin lo
conseguía, era una mirada fugaz, sobre todo viendo sus ojos fijos en mí, como si notara todas y cada
una de las sensaciones que vivía en ese momento. Me noté sonrojar, lo cual me hizo enfadarme
conmigo misma. Apreté los labios y fijé mi mirada en la copa de vino que tenía frente a mí.
El silencio me pareció casi eterno, aunque fueron sólo unos segundos. Y, con toda la tranquilidad del
mundo, como si me pidiera que le pasara el cestillo de pan o el salero, me dijo: "Dame tus bragas".
Esa petición hizo que levantara la mirada hacia él, sustituyendo mi timidez anterior por sorpresa. Pero
él estaba como si nada, con esa mirada escrutadora y esa media sonrisa que había empezado a apreciar.
Quizás escuché mal, quizás entendí lo que no era, ¿cómo es posible que me pida que le dé mis bragas?
Al mismo tiempo que pensaba eso, me arrepentía de haberme puesto unas normalitas, de algodón, en
lugar de las bonitas y casi sexy que apenas utilizaba. Vamos, no seas idiota, ¿en serio te planteas darle
tus bragas? Estás loca.
"No me gusta esperar. Dame tus bragas". Vale, esta vez no había duda, lo había dicho muy claramente.
Volví a bajar la mirada. Una parte de mí quería levantarse e irse corriendo. Otra parte de mí, sin
embargo, buscaba excusas para obedecer.
Mientras luchaba entre esos dos impulsos, entró la camarera, con un pequeño plato de porcelana
blanca. En él había cuatro bombones. La camarera dejó el plato en medio de la mesa y salió sin
pronunciar una sola palabra.
"Está bien, no voy a obligarte a nada. Acabemos la cena y después cada uno por su lado". En su tono de
voz no aprecié ningún rasgo de enfado o molestia, seguía hablando con la misma tranquilidad de
siempre.
Fue su sonrisa. Esa que parecía lanzarme un reto. Esa que tanto me gustaba. Pensé "ah, ¿crees que no
soy capaz de hacerlo?" y me dije a mí misma "Tampoco es para tanto, no te cuesta nada darle el gusto".
Así que me puse en pie, metí mis manos por debajo de la falda de mi vestido, deslicé mis bragas hasta
los tobillos y saqué mis pies de ellas. Me incliné para recogerlas y se las tendí.
Él se levantó y se acercó. Metió una mano entre mis muslos. Yo pensé que iba a acariciarme, pero no.
Lo que hizo fue empujar hacia los lados, indicándome que abriera las piernas, que las separara. A estas
alturas, mi cara no podía estar más sonrojada, ni yo más enfadada conmigo misma por estar haciendo
eso, al tiempo que me encantaba estar así. Loca. Definitivamente, estaba loca.
Sin decir una palabra, se giró hacia la mesa. Cogió uno de los bombones y lo introdujo en mi sexo. Abrí
los ojos por la sorpresa. Él se limitó a mirarme, en silencio. Ya no sonreía. Se limitaba a estudiar mi
cara, mi expresión. Yo estaba cada vez más nerviosa, expectante, irritada, ansiosa...
Se inclinó hacia mí, resaltando así aún más la diferencia de nuestras alturas. Acercó su boca a mi oreja
izquierda. Sentí su aliento en mi piel. Sentí un escalofrío. Entonces, él, simplemente dijo: "Perra". Y en
ese momento, sentí el denso y viscoso chocolate del bombón deshaciéndose y saliendo de mí.