Acércate. Hoy es un día especial. Los dos lo sabemos. Y también sabemos que yo soy dura, que soy severa y que a ti te encanta que lo sea. Por eso te pones a cuatro patas, ante mí, en cuanto chasqueo los dedos. Por eso tu voluntad flaquea cuando te llamo perro o siervo. Porque tengo lo que tú deseas.
Y como hoy es un día especial, vas a tener un trato especial. No habrá fustas, ni palas, ni varas. No habrá plugs. Sólo tú, yo y un tubo de trombocid.
Así que ven. Desnudo, como me gusta. Ponte sobre mis rodillas, como te gusta. Mis manos tienen algo para ti.
Deslizo mi dedo índice a lo largo de tu columna vertebral, resiguiendo las crestas y valles que marcan tus vértebras. Apoyo las palmas de mis manos en tu espalda, dejándolas quietas, sintiendo el movimiento de tu respiración. Sé que estás esperando. Sé lo que quieres. Pero será cuando yo lo decida.
Levanto una mano y la llevo hasta tu cabeza, acariciándola. Aún no estás impaciente. No importa. Sólo importa que estoy haciendo lo que quiero hacer, a mi ritmo.
Mientras mi mano aún recorre tu cabeza, la otra cae con fuerza en tu nalga derecha. Con tanta fuerza que siento un intenso picor en la palma. Tú respingas. Miro hacia abajo y veo aparecer la mancha roja en tu piel. Me gusta. Ya sabes lo que va a pasar ahora, ¿verdad? Sonrío y dejo caer con la misma fuerza la mano en la nalga izquierda. Este ya no te pilla por sorpresa, sabes cuál es mi manía. Junto con la dureza y la severidad, me gusta la simetría.
Tu cuerpo responde tan perfectamente a mis azotes, que siempre he de contenerme para no dejarme llevar por temor a hacerte daño. Pero hoy es un día especial. Y no me frenaré. Siento que mi corazón se acelera, siento las ganas de seguir golpeando tus nalgas, el deseo de verlas completamente rojas, más que nunca. Y me dejo llevar. Una y otra vez mi mano se alza y cae con toda la fuerza, ignorando el dolor que causo y que me causa. Miro fijamente tus nalgas, buscando la zona donde golpear la siguiente vez. Tras una docena de azotes, dejo reposar la mano en la piel ardiente.
Porque mi mano está caliente por los golpes, pero tu piel parece hervir. Escucho tu respiración casi jadeante, hasta ahora nunca te había dado con tanta fuerza, con tanta pasión ni intensidad.
Te acaricio de nuevo la espalda. Y esas deliciosas nalgas sonrojadas. Me inclino y las beso con delicadeza, dando un lametón en cada una. Despiertas mi deseo, mis ganas de más. Así que vuelvo a erguirme y otra vez azoto tus nalgas, que en ese momento siento como mías. Con concentración, sistemáticamente, uno tras otro caen los golpes sobre ellas, alternando una y otra, cambiando el ritmo de golpeo, pero sin aminorar un ápice la fuerza.
Ahora están rojas, parecen inflamadas. Vuelvo a inclinarme sobre ellas, vuelvo a besarlas, sintiéndolas muy muy calientes. Mi lengua las toca de nuevo. Y las muerde. No te lo esperas, así que vuelves a moverte sin darte cuenta y un sonido sofocado sale de tu boca. Después de los mordiscos fuertes, recorro el borde de ambas nalgas, mordisqueando la hendidura entre ellas.
Alargo el brazo y tomo el tubo de trombocid. Vierto una pequeña cantidad en las palmas de las manos y masajeo suavemente, viendo cómo el calor que emana de tu piel hace que la crema parezca licuarse. Suave, lentamente, extiendo la crema, con mimo.
Vuelvo a tomar el tubo de trombocid, un poco más en cada mano. Pongo una de ellas entre tus piernas y la otra la acerco a tu ano. Y te pregunto si estás preparado para tu regalo.