martes, 4 de julio de 2023
Vimianzo
El primer sábado de julio no es precisamente el mejor día para visitar Vimianzo, sobre todo para alguien que, como yo, no se siente a gusto en medio de la multitud. Durante todo el día hay espectáculos de tipo medieval, un mercado, música y actuaciones ambientadas en la época medieval. Y el colofón, por la noche, es el asalto al castillo, rememorando el alzamiento del pueblo hacia los nobles en el siglo XV.
Y sin embargo fueron el día y el lugar elegido por el Caballero maravilloso para encontrarnos de nuevo.
Nos saludamos con una sonrisa y un gesto. Él se dirigió con paso firme hacia el castillo, comentando alguna que otra anécdota sobre pasados viajes al lugar. A veces tenía la impresión de que había estado en todas partes y que, además, recordaba con precisión cada detalle de los lugares que había visitado.
Ante mi sorpresa, sacó una gran llave de su bolsillo y abrió un portón que nos dio acceso al interior del castillo. Arcadas y muros de piedra abrazaban las muestras de artesanía del museo en que se había convertido con los años. Mi mirada se dirigió hacia la escalera de madera, tan evidentemente nueva que contrastaba con las paredes originales de la edificación. Subía en una especie de caracol cuadrado, hasta lo alto de una de las torres.
Subimos. Allí apenas se escuchaba la algarabía de la gente que había quedado fuera. Llegamos a una estancia iluminada por una estrecha tronera y que sólo albergaba una silla y una mesa construídas con la misma madera que las escaleras. Sobre ella había una pequeña bolsa de deporte, negra.
El sonido sordo e inesperado de un petardo me sobresaltó e hizo que él sonriera aún más ampliamente. Se acercó hasta quedar frente a mí. Puso su mano en mi hombro y la fue deslizando hacia mi nuca. Sus dedos quedaron enterrados entre mi cabello. Con suave firmeza, los dobló hasta que atraparon varios mechones de mi pelo y tiró con fuerza, haciendo que mi cabeza se arqueara hacia atrás. Mordió mi barbilla.
Su mano se relajó, volvió a estirar los dedos y la deslizó hasta quedar tras mi cuello. Me sujetó y me guió de esa forma hasta llegar al borde de la mesa, presionándome con ella hasta hacer que quedara doblada sobre la superficie.
Me soltó. Inmediatamente después sentí sus golpes sobre mis nalgas, atenuados por las prendas de ropa que llevaba. Silencio. Quietud. Me tomó por los hombros para indicarme que me levantara. Lo hice. Empezó a quitarme la ropa con calma, muy despacio, dejando cada prenda sobre la superficie de la mesa, hasta quedar completamente desnuda ante él.
Se acercó a la mesa, abrió la bolsa y sacó de ella un ovillo de cuerda de color rojo. Ató cada extremo a una de mis muñecas, quedando un gran trozo de cuerda colgando entre ellas. Como si de una correa se tratara, me guió tirando de ella hacia la tronera. Sobre la abertura había un gancho de hierro forjado, quizás resto de algún pebetero. Pasó la cuerda por él, quedando yo con los brazos ligeramente levantados y frente a la abertura que me permitía ver a la gente que, fuera del recinto, disfrutaba del día festivo. Era consciente que por la distancia y la estrechez de la abertura, nadie podría verme, pero aún así me sentía expuesta, desnuda ante esa abertura, colgando del gancho sin poder taparme.
Giré la cabeza y pude ver que él se había sentado en la silla y miraba hacia mí. Se levantó súbitamente y me dió un golpe fuerte y seco en las nalgas antes de hacer girar mi cabeza hacia el estrecho ventanuco sin vidrio que tenía frente a mí. Entendí el mensaje: mirar al frente.
El día era cálido, pero la combinación de los frescos muros de piedra y la situación en la que me encontraba, hicieron que mi vello se erizara. Estaba nerviosa, pensando que en cualquier momento aparecería alguien para iniciar la preparación del asalto. Por mucho que intentaba hacerlo, no lograba recordar si el Caballero maravilloso había vuelto a cerrar la puerta con llave al entrar o no, me había quedado mirando con fascinación la exposición y el interior del castillo.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que escuché como se levantaba y se acercaba. Pasó la punta de sus dedos por mi espalda, de nuevo. Recorrió la curva de mis pechos, cosquilleó en mis axilas y me liberó de las ataduras. Cogida por el cuello, fui llevada ante la silla, en la que se sentó. Señaló su regazo con un gesto. Entendí perfectamente. Me coloqué atravesada sobre sus muslos, agarrando con mis manos las patas de la silla y apoyando parte de mi peso en las puntas de mis pies. Y entonces empezó. Su mano derecha alternaba caricias en mi cabeza con tirones en mi pelo, cuando no sujetaba con firmeza mi cuello, al mismo tiempo que la izquierda caía, pertinaz, sobre mis nalgas, en una cadencia única que sólo él conocía, alternando intensidades, fuerzas, lugares. Mi piel empezó a cosquillear, a picar, a calentarse, pero él no se detenía. Dedicaba a azotarme la misma concentración que a cualquier otra de sus actividades y tenía muy claro el objetivo a conseguir.
Su mano izquierda abandonó momentáneamente mis nalgas para recorrer mi espalda, presionando las uñas sobre la piel y dejando líneas suavemente rosadas en ella. Un breve descanso antes de volver a azotarme como nunca antes lo había hecho. Apreté los puños alrededor de las patas de la silla y me dejé llevar. La gente, el castillo, el día, todo había desparecido para mí, mi mundo constreñido únicamente a él y a lo que estaba haciendo.
Supe que había acabado cuando sentí la palma de su mano recorrer mi piel que adivinaba de un rojo intenso debido al castigo que había sufrido. La mano que atenazaba mi nuca se dirigió a mi hombro y empujó hacia arriba. Me puse en pie. Él se levantó y fue hacia la bolsa de nuevo. Se sentó y me señaló con la mano el suelo, a su izquierda. Me senté, ligeramente incómoda, cerca de su pierna, sin llegar a rozarla. Al cabo de poco menos de un minuto, su mano se acercó a mi boca, sujetando algo que metió entre mis labios. Sonreí ampliamente al reconocer el sabor del sugus. Y porque eso significaba que él había disfrutado, al menos hasta el momento.
Eché un vistazo rápido y pude ver que tenía un libro en su mano derecha. Se puso a leer tranquilamente, conmigo a su lado, desnuda, intentando refrescar mis nalgas escocidas con el contacto del suelo fresco. Su mano izquierda se colocó sobre mi cabeza, a la que de vez en cuando daba alguna distraída caricia.
Largo rato después, se levantó y extendió su mano hacia mí, ayudándome a levantarme también. Me llevó de nuevo ante la tronera, se colocó detrás de mí y sujetó mis pechos con las palmas de sus manos, como ofreciéndolos hacia el exterior. Volví a sentir la vergüenza y la exposición de antes, pero esta vez acompañada del placer de sentirle pegado a mi espalda, con la seguridad que siempre me ha sabido transmitir.
Se separó e hizo un gesto hacia mi ropa. Mientras me vestía, recogió el libro y la cuerda, cerró la bolsa y esperó pacientemente a que yo acabara.
Bajamos en silencio y salimos (no, no había cerrado la puerta con llave al entrar). La ropa, al rozar mis nalgas, hacía que sintiera un escozor no del todo desagradable. Caminé tras él durante unos minutos, hasta llegar al sitio en que había aparcado el coche. Metió la bolsa en el maletero, se paró ante mí y me besó la frente. Se metió en el coche, lo puso en marcha, bajó la ventanilla y con una risa llena de satisfacción me dijo: "Buenísimas noches, criaturilla!!!"
Una hora más tarde, ya en casa, pude recrearme en lo sucedido, en su sonrisa y su risa, en lo paradójico que siempre era estar con él, esa mezcla de inquietud, vergüenza, excitación y al tiempo paz, tranquilidad y serenidad.
Y me pregunté, como hacía siempre tras cada uno de nuestros encuentros, cuánto de placer, satisfacción y cuánto de retranca había sentido él.
Y sin embargo fueron el día y el lugar elegido por el Caballero maravilloso para encontrarnos de nuevo.
Nos saludamos con una sonrisa y un gesto. Él se dirigió con paso firme hacia el castillo, comentando alguna que otra anécdota sobre pasados viajes al lugar. A veces tenía la impresión de que había estado en todas partes y que, además, recordaba con precisión cada detalle de los lugares que había visitado.
Ante mi sorpresa, sacó una gran llave de su bolsillo y abrió un portón que nos dio acceso al interior del castillo. Arcadas y muros de piedra abrazaban las muestras de artesanía del museo en que se había convertido con los años. Mi mirada se dirigió hacia la escalera de madera, tan evidentemente nueva que contrastaba con las paredes originales de la edificación. Subía en una especie de caracol cuadrado, hasta lo alto de una de las torres.
Subimos. Allí apenas se escuchaba la algarabía de la gente que había quedado fuera. Llegamos a una estancia iluminada por una estrecha tronera y que sólo albergaba una silla y una mesa construídas con la misma madera que las escaleras. Sobre ella había una pequeña bolsa de deporte, negra.
El sonido sordo e inesperado de un petardo me sobresaltó e hizo que él sonriera aún más ampliamente. Se acercó hasta quedar frente a mí. Puso su mano en mi hombro y la fue deslizando hacia mi nuca. Sus dedos quedaron enterrados entre mi cabello. Con suave firmeza, los dobló hasta que atraparon varios mechones de mi pelo y tiró con fuerza, haciendo que mi cabeza se arqueara hacia atrás. Mordió mi barbilla.
Su mano se relajó, volvió a estirar los dedos y la deslizó hasta quedar tras mi cuello. Me sujetó y me guió de esa forma hasta llegar al borde de la mesa, presionándome con ella hasta hacer que quedara doblada sobre la superficie.
Me soltó. Inmediatamente después sentí sus golpes sobre mis nalgas, atenuados por las prendas de ropa que llevaba. Silencio. Quietud. Me tomó por los hombros para indicarme que me levantara. Lo hice. Empezó a quitarme la ropa con calma, muy despacio, dejando cada prenda sobre la superficie de la mesa, hasta quedar completamente desnuda ante él.
Se acercó a la mesa, abrió la bolsa y sacó de ella un ovillo de cuerda de color rojo. Ató cada extremo a una de mis muñecas, quedando un gran trozo de cuerda colgando entre ellas. Como si de una correa se tratara, me guió tirando de ella hacia la tronera. Sobre la abertura había un gancho de hierro forjado, quizás resto de algún pebetero. Pasó la cuerda por él, quedando yo con los brazos ligeramente levantados y frente a la abertura que me permitía ver a la gente que, fuera del recinto, disfrutaba del día festivo. Era consciente que por la distancia y la estrechez de la abertura, nadie podría verme, pero aún así me sentía expuesta, desnuda ante esa abertura, colgando del gancho sin poder taparme.
Giré la cabeza y pude ver que él se había sentado en la silla y miraba hacia mí. Se levantó súbitamente y me dió un golpe fuerte y seco en las nalgas antes de hacer girar mi cabeza hacia el estrecho ventanuco sin vidrio que tenía frente a mí. Entendí el mensaje: mirar al frente.
El día era cálido, pero la combinación de los frescos muros de piedra y la situación en la que me encontraba, hicieron que mi vello se erizara. Estaba nerviosa, pensando que en cualquier momento aparecería alguien para iniciar la preparación del asalto. Por mucho que intentaba hacerlo, no lograba recordar si el Caballero maravilloso había vuelto a cerrar la puerta con llave al entrar o no, me había quedado mirando con fascinación la exposición y el interior del castillo.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que escuché como se levantaba y se acercaba. Pasó la punta de sus dedos por mi espalda, de nuevo. Recorrió la curva de mis pechos, cosquilleó en mis axilas y me liberó de las ataduras. Cogida por el cuello, fui llevada ante la silla, en la que se sentó. Señaló su regazo con un gesto. Entendí perfectamente. Me coloqué atravesada sobre sus muslos, agarrando con mis manos las patas de la silla y apoyando parte de mi peso en las puntas de mis pies. Y entonces empezó. Su mano derecha alternaba caricias en mi cabeza con tirones en mi pelo, cuando no sujetaba con firmeza mi cuello, al mismo tiempo que la izquierda caía, pertinaz, sobre mis nalgas, en una cadencia única que sólo él conocía, alternando intensidades, fuerzas, lugares. Mi piel empezó a cosquillear, a picar, a calentarse, pero él no se detenía. Dedicaba a azotarme la misma concentración que a cualquier otra de sus actividades y tenía muy claro el objetivo a conseguir.
Su mano izquierda abandonó momentáneamente mis nalgas para recorrer mi espalda, presionando las uñas sobre la piel y dejando líneas suavemente rosadas en ella. Un breve descanso antes de volver a azotarme como nunca antes lo había hecho. Apreté los puños alrededor de las patas de la silla y me dejé llevar. La gente, el castillo, el día, todo había desparecido para mí, mi mundo constreñido únicamente a él y a lo que estaba haciendo.
Supe que había acabado cuando sentí la palma de su mano recorrer mi piel que adivinaba de un rojo intenso debido al castigo que había sufrido. La mano que atenazaba mi nuca se dirigió a mi hombro y empujó hacia arriba. Me puse en pie. Él se levantó y fue hacia la bolsa de nuevo. Se sentó y me señaló con la mano el suelo, a su izquierda. Me senté, ligeramente incómoda, cerca de su pierna, sin llegar a rozarla. Al cabo de poco menos de un minuto, su mano se acercó a mi boca, sujetando algo que metió entre mis labios. Sonreí ampliamente al reconocer el sabor del sugus. Y porque eso significaba que él había disfrutado, al menos hasta el momento.
Eché un vistazo rápido y pude ver que tenía un libro en su mano derecha. Se puso a leer tranquilamente, conmigo a su lado, desnuda, intentando refrescar mis nalgas escocidas con el contacto del suelo fresco. Su mano izquierda se colocó sobre mi cabeza, a la que de vez en cuando daba alguna distraída caricia.
Largo rato después, se levantó y extendió su mano hacia mí, ayudándome a levantarme también. Me llevó de nuevo ante la tronera, se colocó detrás de mí y sujetó mis pechos con las palmas de sus manos, como ofreciéndolos hacia el exterior. Volví a sentir la vergüenza y la exposición de antes, pero esta vez acompañada del placer de sentirle pegado a mi espalda, con la seguridad que siempre me ha sabido transmitir.
Se separó e hizo un gesto hacia mi ropa. Mientras me vestía, recogió el libro y la cuerda, cerró la bolsa y esperó pacientemente a que yo acabara.
Bajamos en silencio y salimos (no, no había cerrado la puerta con llave al entrar). La ropa, al rozar mis nalgas, hacía que sintiera un escozor no del todo desagradable. Caminé tras él durante unos minutos, hasta llegar al sitio en que había aparcado el coche. Metió la bolsa en el maletero, se paró ante mí y me besó la frente. Se metió en el coche, lo puso en marcha, bajó la ventanilla y con una risa llena de satisfacción me dijo: "Buenísimas noches, criaturilla!!!"
Una hora más tarde, ya en casa, pude recrearme en lo sucedido, en su sonrisa y su risa, en lo paradójico que siempre era estar con él, esa mezcla de inquietud, vergüenza, excitación y al tiempo paz, tranquilidad y serenidad.
Y me pregunté, como hacía siempre tras cada uno de nuestros encuentros, cuánto de placer, satisfacción y cuánto de retranca había sentido él.
domingo, 25 de junio de 2023
Despedidas
Echo un vistazo a las últimas cajas que quedan en el suelo del dormitorio, haciendo más evidente el vacío que me rodea esta última noche.
La mayoría de mis pertenencias ya están en el que será mi nuevo hogar, sólo queda lo básico para pasar esta noche y esa caja que dormitaba en el fondo del armario.
Me siento en el suelo desnudo, cruzando mis piernas y abriendo con un sentimiento agridulce, las alas de cartón que la mantuvieron cerrada tantos años.
Saco una caja de zapatos. Sonrío al ver los objetos que hay dentro. Un pequeño cilindro de lata, con el dibujo de un monito. La abro para sacar el pañuelo que guarda en su interior. Lo acerco a mi nariz, aún sabiendo que el olor se ha disipado hace mucho tiempo. Me sorprende el latir acelerado de mi corazón, un eco de lo que sentí cuando la caja llegó a mis manos, casi dos décadas atrás. Su olor, su colonia, una parte suya, algo que había tenido entre sus manos y que ahora tocaba yo. Qué tonta, qué maravillosa y estúpidamente tonta era. Pero no me arrepiento, porque disfruté cada momento, bueno y malo, de esa primera experiencia catastrófica.
Un libro de poemas. Un collar de cuero, marrón claro, delgado. Unas revistas con fotos suyas. La de veces que acaricié cada página y cada imagen, para sentirle un poquito más cerca aún.
Vuelvo a meter todo en la caja de zapatos y la cierro. De la caja grande saco ahora otra más pequeña y pesada. La primera era la caja de la ilusión inocente, de la ignorancia. Esta es la caja de la experiencia. No sonrío al abrirla. Un collar grueso, negro, con varias argollas.Una correa corta, haciendo juego, con un lazo en el extremo por el que pasar la mano... o con el que azotar, si fuera preciso. Una camiseta verde, arrugada. Mejor no la acerco a la nariz, porque recuerdo exactamente cómo estaba cuando la guardé. Sólo guardo una imagen, un recuerdo: mi piel marcada.
Una tercera caja, la de los juguetes. Floggers de distintos tamaños y colores, unos para acariciar, otros para azotar. La lengüeta de la fusta que rompió al usarla conmigo. Aún me ruborizo al recordarlo. El pequeño bote de vidrio con las cayenas. Instintivamente me echo atrás al verlas, qué dolor, qué picor, nunca más. Pinzas. Un rotulador indeleble. Más sonrisas, más rubor. Un par de consoladores metidos en sus cajas. Unas bolas chinas negras. Más recuerdos, más sonrisas.
La última caja es la caja del dolor. No tiene juguetes, ni collares, ni parafernalia de BDSM. Tiene una pulsera de cuero color morado. Un ticket de una pizzería. Un cubo de Rubik. Una postal de un paisaje verde, sin escribir. Un reloj de pulsera con la correa medio enmohecida. Un estuche para gafas, vacío. Un trozo de papel. Unas llaves.
Estoy rodeada de mis recuerdos, de mi pasado más cercano. De mis vivencias más extremas, para bien y para mal. Mi piel recuerda mejor que mi memoria. Se me eriza el vello de los brazos y aprieto los músculos de mi vagina. Da igual que ya no exista nada de esto, da igual que esa parte estuviera cerrada durante años, la piel recuerda.
Vuelvo a meter las cajas en la grande. Me quedo mirándola durante un instante, regalándome unos minutos de revivir encuentros. Porque el tiempo ha suavizado lo malo y ha mantenido fresco lo bueno. Porque fue una época en la que me sentí viva, completa, orgullosa. En la que iba por la calle con la cabeza alta, contenta de ser y de sentir lo que era.
Cojo la caja entre mis brazos, casi acunándola y salgo al descansillo. Mientras espero el ascensor, sigo recordando retazos sueltos, conversaciones, caricias, colores y sabores. El hielo, la cera, la vara, su voz al teléfono, sus voces, sus deseos. Las horas de espera.
Salgo del edificio. Es noche cerrada, las farolas alumbran la acera con sus puntos de luz. Me acerco a los contenedores de basura y dejo la caja sobre uno de ellos. La acaricio por última vez, antes de abrir el de al lado y dejarla caer dentro.
Me quedo parada, mirando el contenedor sin verlo, sintiendo que he dejado atrás una parte de mí. La parte que quedará metida en un arcón de mi memoria, en lo más profundo, de donde quizás no vuelva a salir.
La pena me atenaza el corazón y parpadeo para evitar unas lágrimas tontas que asoman tímidamente a mis ojos. Levanto la cabeza y vuelvo hacia el edificio, hacia donde está ese lugar en el que pasaré la última noche de esta etapa de mi vida. Me propongo dejar los recuerdos atrás, como si quedaran metidos también en esa caja de cartón. Y con cada paso que me aleja de ella, voy recomponiendo la máscara de la que será mi vida, la mirada, la sonrisa y el gesto comedido que me acompañarán de ahora en adelante.
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