Encadenada
Pasaje extraído de la obra La espada negra. Libro I de
la leyenda de Jhuno.
Publicación con permiso del autor
Pasó largo rato hasta que llegaron a sus oídos los pasos de su señor que nada más entrar en esa estancia de la haima se acercó a su oído y susurró su nombre cristiano.
—Silvia.
Ella se estremeció, y no pudo articular palabra. Era consciente de que estaba a su merced y no podía hacer nada, nada en absoluto, ni siquiera saber cómo era, quién era, si era joven o viejo, si era apuesto o no. Estaba a ciegas, y eso le hacía acrecentar más los otros sentidos, todos los sentidos menos la vista. Quizás eso era el fin de vendarle los ojos. Era una contradicción total, por un lado, deseaba, por otro le aterraba y odiaba. Sentía su respiración junto a ella, pero nada más, no hablaba, no hacía nada, suponía ella que estaba admirando su belleza, y eso la enardecía, pero a duras penas conseguía sosegarse en su ardor.
Comenzó a tocarla suavemente, a lo que ella reaccionaba de distintas maneras, en las caderas, en los pechos, en los glúteos, en los labios, eran más roces que otra cosa, y ella se movía, jadeaba, incluso se contorsionaba, estaba claro que su cuerpo tenía el deseo, aunque el deseo no fuera con ella.
Continuó así un buen rato, ella no osó hablar, su señor no le había hecho ninguna pregunta ni le había dado permiso para hablar, había sido perfectamente adiestrada y no cometería la falta de dirigirse a él, sin su permiso expreso o tácito.
Aquel hombre sabía lo que se hacía, había acrecentado la sensación de sus sentidos menos el de la vista, y hacía todo lo que podía para que su cuerpo lo sintiera, lo oliera, y sí, lo deseara, aunque ella se negara a ello.
La joven luchaba en su interior entre el deseo de su cuerpo y sus principios cristianos acrecentados por la altivez de que fuera en otro tiempo una joven dama deseada.
Luchaba en su interior, y sí, se prometió no ponerle las cosas fáciles a su señor, él tendría su cuerpo, pero no su alma, nunca la tendría a ella por entero.
El juego erótico continuó, la tocaba, se alejaba, la dejaba con ansias, con más ganas de placer, su cuerpo se movía y sus movimientos eran inequívocos, ella, su cuerpo quería más, pero él no se lo iba a dar, al menos aquella noche. La esclava jadeaba, emitía ligeros sonidos indescriptibles a cada roce, pero tuvo mucho cuidado de no articular palabra.
Si su cuerpo lo deseaba, ella lo aborrecía, lo odiaba por lo que estaba haciendo, era consciente de que aquella primera noche sería la primera de una larga sesión de sometimiento a la que se iba a ver abocada en lo sucesivo. Pretendía así su señor doblegar su voluntad, a través de su cuerpo que llegara a desearlo tanto que cayera en sus brazos como fruta madura, y eso no sucedería nunca.
Los roces siguieron por zonas cubiertas por el vestido, los dedos del señor tocaron los senos de la joven que se estremeció sobremanera, los palpó, los acarició, y se entretuvo en ellos largo rato, los pezones reaccionaron al contacto y sus pechos se pusieron aún más turgentes si cabe. Ella contra su voluntad no podía hacer nada por evitarlo. Odiaba lo que le hacía, pero le gustaba, le gustaba tanto.
Aquella noche iba a ser interminable pensaba Faridah, cuando se vio sorprendida por una pregunta de su Señor.
— ¿Silvia, te gusta lo que te hago?
—Sí, mi señor —contestó, qué iba a decir, ella era su esclava, su esclava. Él su dueño, su señor. Le aborrecía, pero de él dependía su vida y su muerte.
Los roces siguieron su curso y las manos bajaron por el vientre, los glúteos y la entrepierna, y a cada movimiento ella reaccionaba con mayor virulencia, con más ardor, hasta el punto de descontrolarse, ya no podía ni pensar, su odio se desvanecía con cada movimiento de las manos y dedos de su señor, aquello era un suplicio, no sabía si lo podría aguantar.
La lucha en su interior dio lugar a una exteriorización en forma de lágrimas, sí, estaba llorando, estaba siendo sometida, y lo deseaba, era sometida y no podía defenderse, lo odiaba, y eso la hacía llorar. Su cuerpo mientras tanto caminaba en otra dirección que su mente, se hacía más receptivo cada minuto que pasaba, y él seguro que lo notaba, vaya si lo notaba.
El suplicio acabó de golpe, unas dos horas después de su comienzo él se alejó y se fue. Poco después llegó el joven eunuco que la desato y la llevo a su haima, donde acostada estuvo llorando toda la noche, por dejarse hacer y por su odio a sí misma y a su señor. Lloraba porque sabía cuál iba a ser a partir de ahora su vida.
En el tiempo que estuvieron en la ciudad de Kawkaw (Gao), durante dos semanas, su señor no volvió a llamarla ninguna noche.
Faridah se dedicó a durante ese tiempo a recordar lo que había pasado aquella noche, a analizar por qué habían reaccionado su cuerpo y su mente en sentido contrario, y eso la embargaba en una gran pena.
Iba con Samîr a ver el zoco, pues tenía casi entera libertad de movimientos, aunque pensándolo bien, dónde podía ir. En el zoco podía comprar algún abalorio o adorno que le gustara, eso le había dicho el joven eunuco, el cual llevaba algún dinero para las compras que se hicieran.
Cuando ella se encaprichaba de alguna tela u objeto se lo decía a Samîr, y era este el encargado de regatear con el comerciante, y lo hacía bien, hasta el punto de que en más de una ocasión y al haber dado por rotas las negociaciones se alejaba con ella del lugar consiguiendo en último extremo el precio solicitado del comerciante corriendo detrás de él, aceptaba el último precio so pena de no vender.
Así pasaron aquellos días, hasta que en la noche del décimo cuarto en que estaban acampados, se comenzaron los preparativos para la marcha del día siguiente. La caravana del Sahel se ponía en camino de nuevo hacia el este, hacia lo desconocido por Faridah, cada día más lejos de las tierras que la vieron nacer libre y cristiana, a las que, cada vez que pensaba en ellas, dudaba volvería a verlas.
Ella se preparó también para la marcha, así se lo habían ordenado, y siempre se recordaba a sí misma que ahora era una esclava, esclava por obligación, forzada en todo momento de su existencia a hacer lo que su señor quisiera en todos los ámbitos.
Pero aquella misma noche Samîr le había comunicado que no volvería a la haima donde hasta ahora había pasado las noches, que descansaría en ella, en ella se asearía y cenaría cada noche, pero dormiría encadenada a los pies de su señor en su haima.
Faridah sólo asintió, no dijo nada, no se atrevió a hacerlo. Pensaba qué clase de hombre era su señor que no la poseía, pero quería que durmiera a sus pies. No lo comprendía. Pero ella era su esclava y sus deseos eran órdenes para ella.
Él, por otra parte, la quería siempre a su lado. Pensaba que disfrutaba viéndola humillada, observando que pese a su aparente docilidad su odio se acrecentaba en su interior. Y allí estaba ella, postrada a sus pies, a su disposición para lo que él quisiera, cuando y como quisiera.
Le gustaba tenerla encadenada a sus pies, le hacía saber a ella que no era más que un animal de su propiedad, para que le hicieran recordar a cada momento quién era ahora, a quién pertenecía, y quién había sido en otro tiempo y otro lugar.
Así pasaron las noches, mientras la caravana se desplazaba hacia el este, alejándose cada día más de la tierra que la vio nacer, y a ella le embargaba un gran pesar. Por otro lado, su cuerpo deseaba algo más, y entre su cuerpo que la atormentaba con sus deseos y su alma que lo hacía con sus odios y pesares apenas conciliaba el sueño. Pero nadie sabía que, en el trayecto, y por el día, se había acostumbrado a dormitar a escondidas del sol del desierto y mientras el camello marcaba el paso lentamente por las arenas.
Una noche le preguntó su señor si sospechaba siquiera quién era, a lo que ella contestó con una negativa.
—Te gustaría saberlo, —le volvió a preguntar—.
—Como desee mi señor —contestó ella—.
—Está bien, te voy a descubrir el rostro, y vas a mirarme, y a saber quién soy. Pero una cosa sí te voy a decir, —puntualizó—, que seguiré siendo tu dueño, y tú seguirás siendo mi esclava, no lo olvides.
—No mi señor —contestó ella—.
Esa noche estaban en el oasis de Timia, y el frescor de las sombras y la abundante agua hacían que la estancia fuera más prolongada de lo habitual. Allí estarían tres noches, donde harían acopio de agua, para llegar con ella a las orillas del lago Chad, más al este.
Este oasis, ubicado en las montañas Air en el norte de la Nigeria actual, está considerado como el más bello del país. Este lugar que se levanta en uno de los lugares más hostiles de la Tierra, posee una rica red de exuberantes jardines.
Los visitantes que visitan este poblado Tuareg podrán ver una pequeña cascada (solo en temporada). En este oasis de montaña es posible encontrar cultivos de cítricos, granadas, datileras, hortalizas en general.
Después del calor abrasador del Sáhara, el oasis de Timia es el perfecto descanso de viajeros que pueden disfrutar de una sombra refrescante y de los huertos cuidadosamente cultivados por el pueblo Tuareg.
Desde el primer momento de la noche, cuando ella llegó a la haima de su señor, notó que era distinta a las noches anteriores, notaba que algo había cambiado.
Él le dijo que se levantara, a lo cual ella obedeció, pero haciéndolo con la cabeza baja. Se acercó a ella y la puso de espaldas a él, quitándole la venda de los ojos, y diciéndole que se desnudara por completo, se diera la vuelta lentamente y no dejara de mirarlo a los ojos.
Ella se desnudó totalmente ante él, cerrando los ojos, pues no podía soportar la mirada de su señor sobre su desnudez, y comenzó a girarse hacia su dueño.
—Mírame, —ordenó él secamente—.
Se cruzaron las miradas, ella le aborrecía aún más.
En aquellos instantes que ella miró a su dueño, pasaron gran cantidad de imágenes y recuerdos por su cerebro. Aquellos tiempos en que, en Miróbriga, ella era una doncella cristiana, donde era pretendida por todos aquellos jóvenes cristianos o musulmanes que la vieran.
En aquellos tiempos en que su orgullo la hacía levantar la cabeza, que ahora llevaba inclinada al ser una esclava, sí, ahora era la esclava del hombre al que rechazó como esposo hacía unos años, Ibrahim Muntassir.
Se preguntaba cómo podía haber sucedido esto, pero luego recapacitó, y si bien era su esclava, también le había separado de una muerte cierta de haber seguido en el final de la caravana, donde su cuerpo y su espíritu cada día se encontraban más quebrados.
Cuando el joven Ibrahim Muntassir vio la mirada de odio de su esclava, a la que amaba con pasión, y a la que miraba deleitándose en su cuerpo, comprendió que no era merecedor de ella. No podía evitar lo que estaba pasando, pero no la tendría jamás. Podría violarla, maltratarla, pero ella no cedería nunca.
Acercó su mano a su hombro, apenas rozándola. Recorrió todo su cuerpo, aprendiéndoselo de memoria, su pecho, su vientre, sus muslos, su espalda. Ella no se movía, ella era la esclava, y pese a ello en esos momentos estaba llena de orgullo que tuviera en otros tiempos.
Las caricias se hacían más apremiantes, de la dulzura del principio se iba pasando suavemente a la fuerza, de la caricia del roce se pasó a la presión, y ella se dio cuenta de que en realidad prefería esa rudeza.
Sin quererlo su cuerpo reaccionaba, se dejaba llevar, y ella se odiaba y le odiaba más por eso. Empleó toda su voluntad para reaccionar y la halló en la inquina que le profesaba.
Logró moverse, zafarse de él y clavando sus ojos en él, interiormente le dijo: —Jamás me entregaré a ti, jamás me entregaré a ti. Te odio y te odiaré siempre, me das asco. Palabras que le hubiera gustado decir para que las oyera, pero que no se atrevió a repetir en voz alta, por temor al castigo.
No obstante, él se quedó un momento quieto, viendo la mirada de odio de su esclava, y la furia se apoderó de él, sus ojos comenzaron a echar fuego, avanzando resueltamente hacia ella con tal ímpetu que ella que hasta ahora se había dejado hacer, retrocedió asustada de lo que leía en su mirada. Pero no había escapatoria. Le agarró por las manos; luego pegó el cuerpo de ella al suyo. La esclava notó cada músculo y tuvo miedo.
Le ató las manos a la argolla del poste central de la haima, y quedó así colgada. Siempre había estado indefensa ante él, ahora lo era de verdad. El giraba en torno a ella; ella temblaba de miedo, con odio y asco a la vez. Había desatado el monstruo que había en el interior de su amo. Era una lucha y ella no estaba dispuesta a perderla. Aguantaría.
No vio como cogía un látigo, y tras oír el zumbido, notó en su cuerpo el primer azote del cuero, el segundo...Paraba y comenzaba de nuevo, descargando el látigo sobre sus glúteos. El látigo o sus manos. Prefería esa tortura a que la tocara.
Él se mantenía detrás de ella. Otra vez sus manos, en los pechos; jugó con sus pezones, los pellizcó, los retorció, y ella olvidando el miedo al castigo, gritaba de dolor, y ese mismo dolor le hacía insultarle, provocarle, lo cual sólo hacía que él se excitara más.
Mientras con una mano seguía torturándole los pechos, notó como con la otra mano bajaba por su vientre hasta su sexo. No eran caricias, era una demostración de que era su posesión. Él era el dueño, su dueño y así se lo hacía saber.
Hurgó en su cuerpo sin contemplaciones. Jugó, torturó, azotó. Ella no sabía el tiempo que tendría que soportar aquello. Le provocaba arcadas el simple contacto de sus manos. De repente, él paró. Por unos instantes, pensó que todo había acabado. Pero él había cambiado de táctica. Ahora eran caricias, dulces y sabias. Prefería la rudeza, la tortura, ante eso tenía defensa, ante la ternura no.
Entre las caricias él iba abriendo cada vez más. Sentía esa mezcla de dolor y de placer que iba subyugándola. Intentaba no sentir, no ceder, así que se concentró en su odio, en su vida antes de ser su esclava.
Él la hizo apoyar sobre una mesa y la penetró, con calma, sin dejar de acariciarla los pezones, el clítoris, con maestría. Ella sabía lo que él buscaba y no se lo iba a dar. Se dejó hacer deseando que acabara cuanto antes porque no estaba ya segura de aguantar. Sintió como él empujaba. Su cuerpo se dejaba hacer y le gustaba. Se odiaba por ello y le odiaba a él por hacerle sentir así. Pero no se permitiría que él supiera lo que estaba sintiendo. Ella notaba la excitación de él, por sus movimientos, cada vez más fuertes, más seguidos. Y según lo notaba, la suya ascendía también. Sólo quería que él acabara o le daría lo que quería, y eso jamás.
Lanzó un grito, había estallado. Ella sintió que al menos esa batalla la había ganado. La próxima quizá no. Pero ésta sí. Aunque le odiaba con toda su alma, la reacción de su cuerpo la había desconcertado.
La miró y volvió a ver odio y algo más que fue incapaz de definir. Era suya y así sería. Le dijo ¡vístete! y volvió a encadenarla. Se fue y ella fue consciente de que volvería a usarla y en el fondo, muy en el fondo lo deseó.
[Jhuno]
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